Marcel y Jim en La noche del mundo

Marcel Proust (1871-1922) y James Joyce en la libreria Shakespeare and Company. Foto: Especial

TRADUCCIÓN MARGARITA RAMÍREZ Y ALEJANDRO TOLEDO

Es en la Escuela de Medicina de París donde la muerte sorprendió a Adrien en la intimidad de los baños mientras iba a hacer sus asuntos para satisfacer una necesidad natural en la que sacrificaba también a Leopold Bloom, inquieto por sus hemorroides, quien estudia con cuidado la posesión de su retrete. No por delectación sórdida o gusto por el escándalo, sino porque Joyce trataba al hombre bajo todas sus facetas y porque así era la naturaleza. Así como se interesaba en sus pacientes, sus éxitos, sus descubrimientos, sus méritos, su maestría, su equilibrio, su corpulencia, Adrien se sentó, como en un lugar reservado en un compartimento, después de cerrar el pestillo. ¡Clap! Arrellanado sobre el asiento como Bloom, la espalda encorvada, los codos sobre las rodillas, los puños sobre las meji-llas —su bola de Bichat—, pujaba y hacía esfuerzos tales que las venas del cuello casi explotaban. La sangre fluía hacia la cabeza. El cataclismo estaba cerca.

Y helo ahí golpeado por un ataque cerebral como la abuela de Marcel en 1890 en los baños de los Campos Elíseos, así como la madre de Céleste, y como Alphonse Daudet, quien exigía estar en la cabecera de la mesa en una cena con gente chic, lo tuvo justo en medio de una frase aspirando su sopa.

“¡Aaaah!...”, gritó con voz gangosa.

La cabeza se inclinó a un lado, después hacia adelante. Perdió su binóculo. ¡Cling! Después el botón del cuello saltó. ¡Clac! Un último esfuerzo. Im-posible. ¡Que el diablo le muerda el culo! Eso ya había ocurrido. Adrien estaba tirado, fuera de su aplomo, resoplando una última vez su palabrota favorita: “Mierda”.

¡Qué alivio!

Él, que machacaba “Marcel, manténte derecho”, se dejó caer como una mala novela. ¡Badaboum! Lo que le hubiera gustado a Badabloom apasionado por la ley de la caída de los cuerpos.

Tenía la apariencia de preguntarse: “¿Estoy vivo todavía?”.

Abatido, el esfínter del espíritu abierto, dejó la escena.

Postrado, empuercado, contaminado, sin conocimiento.

Ya estaban inquietos por su ausencia.

Esa misma mañana, Robert se despojó de su desagradable aspecto pues estaba enfermo hacía varios meses, pero mantenía buena apariencia.

Chasqueaba en el corredor, ¡clap, clap, clap!

Derribamos la puerta.

¡Craaaaaac!...

Marcel Proust (1871-1922).

LLEVADO A SU CASA sobre una camilla, Adrien colgó sus polainas después de treinta y seis horas de inconciencia, con sesenta y nueve años, el jueves 26 de noviembre de 1903, a las nueve de la mañana. “Me amaba mucho y era un padre tan dulce”, lloriqueó Marcel, que lo llamaba su “madre con barbas”. “No podemos educar a nuestros padres”, se había dicho Jim al hablar de su padre alcohólico, considerado “el mejor tenor de Irlanda”, que sirvió de modelo a Dedalus. Trabajó en la receptoría de impuestos, de 1880 a 1892, luego perdió su empleo y se convirtió en un modesto agente de publicidad como Bloom, quien tenía como apodo Polly o Poldy, cuya hija única (la tuvo con Molly) se llamaba Milly. Apodaba Poppie a la persona menos inteligente que hubiera conocido a pesar del amor que le tenía, y Marcel también deploraba el extraño fin de su papá, con el cual había reñido algunos días antes, lo que lamentaba amargamente y amplificaba aún más su pena. No había podido curarlo de su pánico por las crisis de asma, que le provocaban urticaria y palpitaciones, poniéndolo en lastimoso estado, su tez tomaba un inquietante tono verdoso, verde moco, verde pituita o verde irlandés, retorcido por los accesos de tos, causados por el estrechamiento del conducto de los bronquios, que lo ahogaban y por los que temía sofocarse durante el sueño. La palabra volvía doscientas cuarenta veces en la Recherche y Marcel sabía por qué la utilizaba tanto. Le permitía verter en la nada que ofrece reencontrar la existencia anterior al nacimiento. Y, sintiendo que el momento se acercaba, habían tenido el diálogo, o somniloquio, siguiente:

James Joyce en la librería Shakespeare and Company.

CONVERSACIÓN SOBRE EL SUEÑO

PROUST: Comencé a envejecer en mi vigésimo año y no he dejado a partir de ahí de dormir. El sueño es otro tiempo.

JOYCE: Otra vida.

PROUST: Suerte de evasión fuera de la existencia, querido Jim.

JOYCE: Confesión de insomniaco.

PROUST: Durmiendo en el día, despertándome en la noche, no sé nada del encanto de las estaciones, de la marcha del mundo, del curso del tiempo ni de la hora. Soñando, velando en un estado insomnioso, pero no durmiendo nunca verdaderamente, dormitando lo mejor que puedo, escucho en el silencio a mi sueño reprenderme. Mi padre mira con severidad. Mi mamita me abraza en la tarde en cuanto llega. Sus manos tibias calientan mis pies. Sus cosquilleos son torturas. Se queda cerca de mí si no puedo calmarme. Toda mi vida me he negado a crecer, retrasando el peligro de madurar demasiado pronto (Jim había entendido “morir demasiado pronto”), permaneciendo en cama, transcurriendo mil noches blancas, matando la eternidad, en la espera de su llegada.

JOYCE: ¿Un dolor de dientes se percibe en el sueño?

PROUST: Ver seres en sueños impide al otro mirar.

JOYCE: El sueño escapa a la duración.

PROUST: Cuando el sentido está en el sueño, las palabras dormitan.

JOYCE: La somnescencia emborracha los sentidos.

PROUST: El silencio prepara para el olvido. Pero al despertar no olvidamos nada del pasado.

JOYCE: ¿Sueñas a veces mientras lees?

PROUST: Muy seguido.

JOYCE: Ah, ¿y a qué velocidad lees cuando estás soñando?

PROUST: Lentamente, con mil dificultades, por la luz o los caracteres mal impresos. Pero llego a escribir cuando estoy adormecido.

JOYCE: ¿Soñamos más adormilados que despiertos?

PROUST: El sueño proporciona la conciencia del despertar. Mudando la noche en día y el día en noche, me envuelvo en las sábanas. Mi mortaja con la edad se aligera. Me siento ahí siempre más solo. Soñé mi vida sin salir de casa.

JOYCE: Yo igual, haciendo lo inverso.

PROUST, después de un silencio: Ruskin dice que el mundo está vacío “si un amigo cuyo pensamiento está unido al tuyo no vive más ahí”. Estoy contento, querido Jim, de haber compartido este instante contigo.

JOYCE: Yo igual, querido Marcel. Entre nosotros, la máscara era inútil.

PROUST: Si llevamos una máscara, ¡no sirve de nada quitarse el sombrero!

JOYCE: El sarcasmo y el desprecio son la máscara.

PROUST: La insinceridad es el inicio de la banalidad.

JOYCE: Pareces muy fatigado, Marcel.

PROUST: Lo estoy un poco...

JOYCE: Es la una de la mañana.

Él, que machacaba Marcel, mantente derecho ,
se dejó caer. ¡Badaboum! Lo que le hubiera gustado a Badabloom, apasionado por la ley de la caída de los cuerpos

PROUST: No sospechaba que fuera tan tarde. Querido Jim, me encantaría leer tu libro.

JOYCE, autocitándose: Tú me dirás si te gusta un poco.

PROUST: Me leerás también. Y me dirás qué opinas. Tratemos de encontrarnos pronto.

JOYCE: Nos pasamos del tiempo máximo que concedo a mis amistades.

PROUST, riendo: Vámonos rápido.

* * *

LOS SCHWIFFIFF’S se habían puesto cerillos para no cerrar los ojos y dormitaban medio aletargados. La conversación es el modo de expresión de la amistad y estaban contentos de haberlo hecho sin rodeos. Habían pasado toda la velada juntos y se aceptaron como viejos conocidos que se hubieran perdido de vista y se reencontraban para no dejarse nunca más. Lo que platicaron todo ese tiempo nadie lo sabría, ni siquiera Sydney Schwiffiff’s, que dejaba salir grandes bostezos... ¡aooh... ah! ¡oha... ahhh! viendo de reojo el reloj en la esquina del salón. Marcel estaba seguro de que no volverían a verse y Jim tenía la certeza que no volverían a hablarse jamás. Los dos sentían tristeza de partir. Hubieran podido charlar toda la noche, fustigando hasta el cansancio en una divagación anquilosada, las horas tardías favorecen más que otras ciertos estados del alma. Jim veía en los sueños un estado inconsciente y buscaba las palabras que se adormecen para evocar el sueño. Él mismo estiraba los pies a la cabecera de la cama donde la pareja de los Bloom dormía pies contra cabeza. Tenía la idea de tratar la vida nocturna de una experiencia humana y se puso a escribir en “ninguna lengua” el reverso del Ulises (obra maestra diurna), que sus amigos, como Ezra Pound, poeta sabio que había pasado cuarenta años en el extranjero, cuyo padre se llamaba Homero y la esposa Dorothy Shakespear (sin e), no comprendían nada y que Stanislaus consideraba como un “desvarío idiota”.

¡Ni modo!

Habían llegado al final de su repertorio. Ya nada había que decir. Sólo quedaba el presente. El olvido es una de las formas del tiempo y Marcel olvidaba muy rápido a los seres que le habían agradado. Lo mejor era irse de ahí, cada uno por su lado. Basta per stasera (demasiado por esta noche). Jim lamentó: “Estoy muerto de fatiga”. Y Marcel, sin bromear: “Y yo pronto estaré muerto para siempre”. Después de poner una enorme propina sobre la mesa hizo la señal al encargado del guardarropa y le trajo como si fuera una reliquia un abrigo gris tórtola o gris cenizo de seda clara que había olvidado la vez anterior, saltando los sillones de terciopelo rojo, como Fénéon las mesas de noche en una escena de su novela. “Oh, no se moleste. No se moleste”. Jim le ayudó a echarse encima esta última prenda que se le entregaba como si fuera veinte veces más cara, aunque ninguno de sus personajes cerrara una ventana, enjabonara sus manos, estornudara ni se pusiera un abrigo, pues en las noches en el Ritz tiritábamos por las corrientes de aire como en Biarritz, la punta del Raz, o en una playa irlandesa azotada por el viento. No era desdén. Le repugnaba tan sólo describir lo que le molestaba. Schwiffiff’s, derecho como un junco, arregló su sombrero vulgar de donde escurrían los cabellos tiesos semejantes a macarrones plisados. Marcel se despidió no a la francesa, con un beso en las dos mejillas, sino con un besamanos rozando con los labios los dedos afilados de Violeta, a quien susurró: “Gracias por su bondad”, y de lo que ella entendió “por su buen té”.

—Mis queridos amigos, adiós, estoy tan emocionado que no tengo palabras y les agradezco de todo corazón por habernos reunido a los dos.

—¡No es nada! Marcel, adiós...

—No, Violeta, adiós. No veré más sus ojos de gacela, ni oleré su perfume de chébula. Adiós, mi querido Sydney.

—Querido Marcel, si lo permite, iré a visitarlo uno de estos días. O si lo prefiere, una noche.

—No, Sydney, no venga. No se ofenda por mi rechazo. Sabe usted cuánto su simpatía me toca el corazón y me es valiosa. Espero que no dejará nunca de ejercer, entre el gran mundo y yo, con tantas consideraciones, ese papel de intercesor. Pero no quiero volver a verlos más, mis buenos y dulces amigos.

Y como tiritaba de nuevo con fuerza:

—Tengo frío en el alma, en los dedos, en los pies. Sanar es mortalmente triste. ¡En medio siglo ni un medio día de buena salud! Mi vida se precipita a su término. El tiempo socava mi energía. Ya no la tengo por mucho tiempo. ¡Ttt! Soy un hombre muy cansado, mi querido Jim.

Marcel sufría el agotamiento de un ser al final de la vida. Y los Schwiffiff’s sentían que la idea de la muerte ya no lo abandonaba.

—Es hora de irme a acostar de una vez por todas.

¿QUÉ CAMINO TOMAR? Sólo el hombre que puede hacer esta pregunta en to-do momento es libre de su vida. No era el caso de Marcel, que se había ido a empujones con todos sus abrigos en esta especie de mundo a la inversa al que no sabía cómo regresar, pues no salía nunca dos noches seguidas. Viendo apagadas las reverberaciones de la plaza Vendôme —¿cómo aclarar los hechos ahora?—, Jim se sintió muy deprimido. “Estoy a punto de vol-verme ciego como Homero”, gimió a media voz. Es eso lo que significaba el nombre de aquél que lo había inspirado. “¿Qué siente usted?”, preguntó Schwiffiff’s. No respondió enseguida y se limitó a agitar su bastón de modo que girara sobre la punta. Marcel ya había recibido una funda de piel de cerdo, cubierta con una abrazadera de oro con las iniciales M. P. Jim la cambiaría más tarde por otra, ribeteada de piel de serpiente, que lo hacía parecer un ciego y tac-nivelaría a tientas, tacatac & ¡tac, tac, tac! tatatatatatac... tatac... ¡tac! raspando el empedrado. Toc, toc, con el bastón. Poc, perdón, poum, poum, poum, como Beckett también al final de su vida. Poum pa pa poum papa. Cada paso lo acercaba a ese pam-pam y se acordaba del compositor ciego Antonio Smareglia, con quien había tenido amistad en Trieste. Y respondió: “Un ojo es más que suficiente, uno se acomoda a ello tan bien como con dos”. Después recitó este verso:

“Palidecen las brillantes estrellas... he aquí la aurora.”

Y parodiándose: “Dulce Aurora, ¡o mi ceguera!”

* * *

—Querido Marcel, si lo permite, iré a visitarlo uno de estos días. —No, Sydney, no venga. No se ofenda por mi rechazo. Sabe usted cuánto su simpatía me toca el corazón

SUS ANFITRIONES PROPUSIERON a James y Marcel acompañarlos en un taxi de los que entonces se llamaban sapin o teuf-teuf, de capota y asientos con respaldos plegables, y vidrio de separación que aísla al chofer, de uniforme con botones al frente, gorra de cuero negro con visera, quien los recibió así:

—¿Taxi, caballeros, damas? ¿Adónde vamos?

Jim y Marcel se miraron, pensando los dos en no subir a la chatarra de recorrido que se alquilaba por día, mes, año: sociedad La Eléctrica, 17, calle Jean-Goujon. O a los taxímetros de la compañía Unic que daba servicio en Cabourg en verano. Y en invierno en Mónaco y el sur de Francia, donde Jim, que pensaba retirarse al campo un tiempo luego de terminar Ulises, si eso sucedía algún día, y esperaba viajar en familia a la costa de Gales o de Cornouailles, Irlanda estando proscrita, había descubierto el claustro de San Patricio, adonde Marcel se había prometido ir de vacaciones una vez terminada su novela. También había pensado hacía poco expatriarse a un palacio en Italia, pero pronto renunció a ello. Sus padres, a pesar de su fortuna, no tenían auto y circulaban en coches de alquiler. Marcel abusaba de los taxis que escoltaban sus libros en tal cantidad que era más caro llevarlos que enviarlos por correo. No descendía del auto en tanto el chofer no hubiera terminado su historia. El taxímetro seguía, pero qué importa. Todo lo que contaba un tercero le interesaba al punto de prever el desenlace por lo excitado que estaba. Una vez, el taxi se descompuso y Marcel propuso al conductor pasar la noche en su casa, éste era sordo y se negó educadamente.

LOS DOS AMIGOS subieron uno por cada lado, se sentaron uno junto al otro, y Sydney dio con un gesto la orden de ponerse en camino. “Conduzca suavemente”. Jim no reconoció a Odilon Albaret, el marido de Céleste, a la que desposó el 27 de marzo de 1913 cuando ella añoraba su país. Matraqueaba al volante y se lanzó al menos a treinta kilómetros por hora por la calle de Rivoli, después tomó una arteria de un solo sentido apoyándose en la bocina.

¡Suena! ¡Suena! Cruzaron la explanada de los Inválidos, donde Jim tendría un accidente en septiembre de 1930: un coche al que no vio venir se lanzó a gran velocidad sobre el suyo, fue catapultado hacia adelante y luego violentamente propulsado hacia atrás, se felicitaba de no tener ningún trozo de vidrio en los ojos, pero le quedó un chipote en la frente y un dolor terrible en la espalda. Así atravesaron París y depositaron a Marcel frente a su casa. La fiesta llegó a su fin. Los dos amigos no terminaban de despedirse, como viejos actores que no quieren abandonar la escena. Intercambiaron calurosos apretones de mano y se lanzaron ocho millones de buenas noches. Inclinándose hacia el interior, Marcel murmuró con voz clara:

—Adiós, mi querido Jim, me siento mal y temo que no tengamos más la oportunidad de volver a vernos. Mis saludos sinceros a Nora.

Jim estaba conmovido hasta las lágrimas, sin explicarse por qué.

—Buena noche, querido Marcel.

—¡Adiós, mi querido amigo! ¡Adiós!

—Hasta uno de estos días.

Y como Sydney lo animaba a protegerse, aseguró:

—La vida, ¿qué es? Es... toy... mu... riendo, Sydney...

Vayan, en camino. Ciao. ¡Adiós-adiós!

Buen camino.

Jim concluyó con la fórmula de despedida común en Irlanda:

—God bless you.

Y se separaron definitivamente.

Reconfortado por este encuentro imprevisto en el que se acercaron el uno al otro, dialogaron y, finalmente, se entendieron y apreciaron, Marcel pensó en lo bajo, con un poco de tranquilidad:

—No me detesta.

Y mirando de reojo hacia Marcel, quien se eclipsaba, Jim:

—¿Comprenderá lo que escribo?

Última página manuscrita de El tiempo recobrado.

ODILON ARRANCÓ presionando la bocina, y dejó que la silueta de Marcel se evaporara en la noche. Jim, preocupado, palabra bloomeana, murmuró: “Creo que no nos dijimos nada”. Y Marcel, sumido en tinieblas, balbuceó pa-ra sí: “Su arte es más original que el mío.” ¿Era esto seguro? ¿Quién podría decirlo? Jim había perdido un amigo y, alegando que tosía en la chatarra donde no iban más que tres, suplicó que lo dejaran en plena calle, al azar, errante de Dublín, tan aborrecida, donde el dinero corría menos en abundancia que la cerveza (“¡Bebo contra los hechos!”) y donde la gente iba más abrigada que vestida, en Ostende, de la que apreciaba la vasta explanada ventosa, sin saber dónde se encontraba.

Violet le había dicho en tono provocativo:

—Estoy orgullosa de mis cabellos.

Contemplando su melena tan resplandeciente como los ojos de un gato:

—Las personas pelirrojas no necesitan de linterna por la noche.

Después, él se volteó.

Arrivederci! —lanzó al aire, saludando a la concurrencia.

No veía nada, por todo lo que había bebido.

—¿No quiere regresar, Jim?

—Oh, no, no, no...

—No parece usted distinguir su camino. ¿De verdad no desea que lo acompañemos?

—¡Adiós al coche!

Jim estaba confundido.

Trotaba con dificultad y titubeaba, noctambuleando a voluntad del azar, sin la intención de volver. Su abrigo azuloso se diluía a lo lejos cuando resonó la voz de Nora, quien después de la velada ocupaba sin descanso todos sus pensamientos.

—¡Jim, regresa a casa!

Él dudaba, un poco ebrio, temiendo la discusión.

Y ella, enojada por su borrachera:

—Jim, ¿escuchaste lo que acabo de decir?

Se tambaleaba, rehusaba irse a acostar, nadie lo forzaba a ello. Tan necio. Era la hora. Avanti! Doblando la esquina. Vuelta al redil.

Addio, addio, addio, addio...

Y añadió:

—Descansaremos después de la muerte...

Fuente > Patrick Roegiers, La nuit du monde, Seuil, París, 2010.

Cruzaron la explanada de los Inválidos, donde Jim tendría un accidente en septiembre de 1930: un coche al que no vio venir sE lanzó sobre el suyo