De tanto en tanto me preguntan a qué se debe que no escriba nunca novelas que hablen de nuestro tiempo (en ocasiones utilizan la expresión “que hablen sobre la realidad”, y es entonces cuando la conversación se interrumpe bruscamente).
Una posible respuesta es que, de hecho, un extenso libro que habla sobre nuestro tiempo lo vengo escribiendo, y de qué manera, desde hace años, pero en los periódicos, a base de artículos. Si he de escribir sobre lo que pasa a mi alrededor, no sé, no se me ocurre usar el formato novela: se me ocurre escribir artículos, ir directamente al asunto, eso es. Se trata de algo que vengo haciendo desde hace un montón de años. Como empecé escribiendo una sección que se llamaba Barnum (el mundo me parecía entonces un festivo espectáculo de frikis, pistoleros e ilusionistas), me acostumbré a ese nombre y ahora cualquier cosa que escriba en los periódicos termina, bien o mal, bajo ese paraguas. Barnum.
Aquí tenéis en vuestras manos uno nuevo, un nuevo Barnum. Son casi veinte años de artículos, si no calculo mal.
Ah, he eliminado los malos, o los fallidos, o los aburridos. Los había, obviamente.
Ahora no cabría añadir nada más, si no fuera porque, al releer estas páginas, he encontrado un par de artículos sobre los que me urge, no sé muy bien por qué, decir algo. Son artículos que para mí tienen un sentido muy particular y me desagradaba verlos allí, en medio de los demás, sin que fuera posible entender que para mí habían sido especiales.
Por eso estáis leyendo este prefacio.
El primero está en la página 70. Lo escribí el 11 de septiembre de 2001, un par de horas después de lo que había ocurrido en las Torres Gemelas. Ahora es difícil recordarlo, pero en ese momento todo el mundo era presa del pánico, estaba atónito, era incapaz de reaccionar. Sobre todo, queríamos entender qué había pasado. En trances como ese, si no eres periodista, lo que quieres es escuchar, no hablar. Leer, no escribir. Quieres que te expliquen, no quieres explicar. Y, en cambio, me acuerdo de que pensé: pues ahora al bombero le toca subir allá arriba y salvar a la gente, y al que sabe escribir le toca escribir, coño. Así que enciende el ordenador y haz lo que te corresponde. Y me puse a hacerlo. Será una tontería, pero es una de las cosas de las que estoy más orgulloso de mi vida laboral: no haberme callado ese día. Había un montón de cosas más convenientes que hacer y en ninguna de ellas te arriesgabas a decir, en caliente, cosas que quince años más tarde podrían resultar estupideces estratosféricas.
Luego el artículo no me salió muy bien, pero tampoco mal. Si puedo dar mi opinión, con la modestia que suele atribuírseme, resulta más profético el que escribí al día siguiente (para seguir haciendo el trabajo que me tocaba, como el bombero). Me sorprende que podría volver a escribirlo hoy, podría volver a escribirlo después de Bataclan. Desde entonces no he cambiado de idea. Este discurso de que el concepto de la guerra estaba perdiendo el apoyo de la noción de frontera describe bastante bien lo que está ocurriendo hoy, de un modo aun más claro que entonces. Y sigo estando convencido de que el terrorismo es mucho más una necrosis de nuestro cuerpo social, que una agresión procedente del exterior. Algo se pudre, en esos gestos terribles, y ese algo es una parte de nosotros, de nuestras democracias, de nuestra idea occidental del progreso y de la felicidad. No es un ataque a esas cosas: es una enfermedad de esas cosas.
Otro artículo que para mí resultó especial lo encontraréis en la página 192, y está dedicado a la manera que tenemos en Italia de gastar el dinero público para promover y defender la cultura y los espectáculos. Estuve incubándolo durante años y lo escribí en 2009. No decía cosas agradables para un mundo acostumbrado a vivir instalado en sus privilegios sin preguntarse desde tiempo inmemorial si se los merecía y si aún tenían sentido. De hecho, al día siguiente me vi cubierto de insultos y de acusaciones, procedentes de todas partes (pero con especial empeño de los míos: los de izquierdas fueron incapaces de digerirlo). Los más benevolentes me tachaban de traidor. Los demás, de borracho a oportunista pasado al enemigo (Berlusconi, obviamente: eran los años de la paranoia). Ya han pasado siete años. Pocas cosas han cambiado y, si bien sigue existiendo el discreto círculo de intelectuales que continúan viviendo tan tranquilos, se han visto un poco forzados a apretarse el cinturón, por un concepto de servicio público que, como mínimo, resulta obsoleto y, siendo un poco radicales, ruinoso. Lástima. Sólo puedo decir que lo lamento mucho. Y añadir que no, que no he cambiado de idea entretanto: volvería a escribirlo todo, desde la primera hasta la última línea. Algo se pudre, en alguna zona de nuestro tejido social, creedme, y es también porque no queremos repensar nuestro modo de educar a nuestros hijos y, sobre todo, a los hijos de todo el mundo, no sólo a los nuestros.
Me gustaría proseguir y recordar el hecho de que escribir sobre Carver cuando no era posible hacerlo me gustó muchísimo; me gustaría confesar que decantarme por Renzi el día antes de que perdiera fue un gesto que recordaré con cariño, a pesar de las tonterías lamentables que empezó a hacer; me gustaría anotar que escribir a propósito de dos críticos que se hacían los listillos sin poder permitírselo fue algo discutible de lo que nunca me he arrepentido: y seguiría así. Pero, soy consciente de ello, sólo me gustaría a mí. De manera que termino aquí, pero no sin antes recordar que al final, si uno puede escribir semejantes cosas, siempre es porque cuenta con periódicos y directores a sus espaldas que le permiten hacer, que están dispuestos a defenderlo y que consiguen que uno se sienta importante. Yo he contado con ellos. Muchísimos de estos artículos nacen de mi labor con Ezio Mauro y todo el equipo de La Repubblica: ha sido un privilegio trabajar con vosotros y sigue siéndolo. Muchas de mis ideas más alocadas me las ha dejado escribir Luca Dini, director de Vanity Fair: es increíble con qué calma este hombre puede escuchar determinadas locuras mías y encontrarlas sensatas. En fin, el texto sobre la profundidad, el que encontraréis como bonus track, se lo debo a Riccardo Luna, que por aquel entonces dirigía Wired, una revista de la que no entiendo casi nada, pero evidentemente ellos me entienden a mí y es algo que les agradezco.
Creo que esto es todo.
Ah, no. El texto más hermoso de todos, en mi opinión, es sobre el 4 a 3 de Italia a Alemania. Un texto decididamente inútil, se dirá. Pero es el mejor escrito, estoy seguro de ello.
A. B.
Venosa, 23 de julio, 2016
No soy capaz de no volver a pensar en la frasecita que todo el mundo pronuncia, de una forma obsesiva, sin miedo a ser banales: parece una película
11 DE SEPTIEMBRE DE 2001
Y todos nos acordaremos de dónde estábamos en ese momento. Sentados en el coche buscando aparcamiento, con la cabeza entre los congelados para buscar la paella, delante del ordenador buscando la frase justa. Luego el sonido del móvil, y el amigo, el familiar, el colega que te sueltan una historia inverosímil sobre aviones y rascacielos, pero anda ya, venga, déjame tranquilo que hoy ya tengo yo un día difícil, pero él no se ríe y dice: te juro que es verdad. Recordaremos ese instante pasado buscando en esa voz un ligero matiz de ironía sin lograr encontrarlo. Te juro que es verdad. Y no olvidaremos a la primera persona a la que llamamos por teléfono, inmediatamente después, ni tampoco ese pensamiento —inmediato, idiota pero increíblemente real—, “¿Dónde está mi hijo?”, mis hijos, mi madre, mi novia, una pregunta inútil, incluso cómica, te das cuenta inmediatamente después, pero mientras tanto ha saltado —la historia somos nosotros, es sólo un verso de una canción de De Gregori—,1 pero ahora he entendido qué quería decir despertarse con la historia encima. Qué vértigo.
Ni siquiera sabemos exactamente qué ha pasado. Pero, por supuesto, la sensación es exacta: muchas cosas ya nunca serán como antes. Y muchas cosas ya no serán, simplemente. Envidio la inteligencia y la lucidez de quien es capaz, aquí y ahora, de entender cuáles y de explicárnoslo. Espero confiado. Y, mientras tanto, no soy capaz de no volver a pensar en la frasecita que todo el mundo pronuncia, de una forma obsesiva, sin miedo a ser banales: parece una película. Una frase obvia, pero todo el mundo la repite y ésta debe contener algo que nosotros queremos decir pero que no logramos entender, algo que tenemos en la cabeza y que es importante, pero que somos incapaces de exteriorizar. Le doy vueltas en la cabeza, a la frasecita, y logro entender que hay algo, en lo que veo en la televisión, que no cuadra, y no son los muertos, la crueldad, el miedo, es algo diferente, algo más sutil, y mientras veo por enésima vez ese avión que vira e impacta de lleno contra el tótem reluciente a la luz de la mañana, entiendo lo que me parece, de verdad, increíble y, aunque me parezca atroz decirlo, intento decirlo: todo es demasiado bello. Hay una hipertrofia irracional de exactitud simbólica, de pureza del gesto, de espectacularidad, de imaginación. En los dieciocho minutos que separan los dos aviones, en la sucesión de los otros atentados verdaderos y falsos, en la invisibilidad del enemigo, en la imagen de un presidente que se marcha de un colegio de Florida para ir a refugiarse en el cielo, en todo esto hay demasiado dominio dramático, hay demasiado Hollywood, hay demasiada ficción. La historia nunca había sido así. El mundo no tiene tiempo para ser así. La realidad no empieza por el principio, no concuerda los verbos, no escribe frases bonitas. Nosotros lo hacemos, cuando explicamos el mundo. Pero el mundo, por su cuenta, comete errores gramaticales, es sucio y puntúa que da asco. Y, entonces, ¿por qué la historia que veo suceder en la tele es tan perfecta? ¿Por qué es perfecta ya antes de que la relaten, en el mismo instante en que ocurre, sin la ayuda de nadie?
Entonces me parece entender algo en esa frasecita repetida de una forma obsesiva, es como una película. La repetimos porque con ella estamos intentando pronunciar un miedo bien preciso, un miedo inédito, que jamás sentimos hasta ahora: no es el simple estupor de ver la ficción convertida en realidad, es el terror de ver la realidad más grave que existe ocurrir con las maneras propias de la ficción. Te imaginas al hombre que planeó todo eso y quizá puedas soportar la ferocidad de lo que planeó, pero no puedes soportar la exactitud estética con la que lo planeó: cómo lo ha hecho es tan espantoso como lo que ha hecho. Estamos aterrorizados porque es como si alguien, de un modo tan repentino y espectacular, nos hubiera arrebatado la realidad. Es como si nos informara de que ya no existen dos cosas, la realidad y la ficción, sino una, la realidad, que ahora ya sólo puede darse con las maneras de la otra, la ficción; y no sólo por una broma, en las transmisiones televisivas en las que los hombres verdaderos se convierten en falsos para ser de verdad, sino también en las curvas más reales, atroces, impactantes y solemnes del acontecimiento. Parecía un juego: ahora ya no lo es.
No sé. Quien lo sepa tendrá que explicarme qué pasó ayer, 11 de septiembre de 2001, y qué ha cambiado para siempre. Yo, entre otras cosas, estoy pensando que también ha cortocircuitado el refinado mecanismo con el que nuestra civilización llevaba tiempo jugando con fuego y con el que drogaba la realidad empujándola hacia las performances que sólo estarían al alcance de la ficción. Nos creíamos capaces de mantener el dominio suficiente sobre ese jueguecito. Pero alguien, en algún sitio, ha perdido el control. En nombre de todos. Ahora es fácil llamarlo loco, pero es obvio que está loco de una locura bastante extendida en la familia. La hemos cultivado alegremente: ahora aquí estamos, con el televisor que despliega delante de nosotros esta historia pulida y perfecta; aquí estamos, con la vaga sospecha de ser el espectáculo del sábado noche de alguien. Aquí estamos, mirando a nuestro alrededor asustados, sólo para comprobar que todo esto es vida, tal vez muerte, pero no una película.
12 de septiembre de 2001
Nota
1 El verso da título al tema “La storia siamo noi” de Francesco de Gregori, uno de los más clásicos exponentes de la canción de autor italiana. (N. del T.)