Juan Vicente Melo: un cuento recobrado

Aunque su presencia en el horizonte de la literatura mexicana del siglo XX permanece, también es cierto que lo hace de manera discreta —una que otra edición, el interés de algunos críticos, la fidelidad de antiguos lectores, el reconocimiento de los más recientes. En ese marco, el legado de Juan Vicente Melo reserva hallazgos como el que esta vez nos presenta el investigador Juan Javier Mora-Rivera: se trata de un relato olvidado, bajo el signo personalísimo del autor, que nos brinda otra expresión del estilo, la densidad, el misterio, la búsqueda propia de la voz narrativa que reaparece en estas páginas.

Juan Vicente Melo larazondemexico

Originalmente publicado en el suplemento “México en la Cultura” de Novedades, el 7 de mayo de 1961 (núm. 634, pp. 1, 4), “Para una tumba sin nombre” resulta hoy un cuento perdido de Juan Vicente Melo (Veracruz Puerto, 1932-1996) al no estar incluido en ninguna de las tres ediciones que reúnen sus relatos completos: El agua cae en otra fuente (UV, 1985) y Cuentos completos (IVEC, 1997; UV, 2016). Sin embargo, figuró como la pieza central del “Festival del cuento” en la edición de ese domingo de primavera de 1961, completada con las narraciones de Guadalupe Dueñas, José de la Colina, Armando Ayala Anguiano, Carlos Illescas, Ana Mairena, Mercedes de la Garza, Carlos Valdés y José Emilio Pacheco, e ilustradas por Vlady, Elvira Gascón, Carlos Valdés, Bauche y Alberto Gironella, quien dibujó una escena que hacía referencia a la trama del cuento de Melo, en el inicio de una amistad refrendada un lustro después por el escritor veracruzano en su Autobiografía (1966).

A DIFERENCIA de Sergio Pitol o José Emilio Pacheco, afectos a expurgar de su cuentística los relatos que en un primer momento los destacaron dentro del género, no se tiene noticia, referencia o declaración expresa del propio Melo a partir de la cual se advierta que hubiera prescindido de esta narración. “Para una tumba sin nombre” no se encuentra registrado en la “Noticia bibliohemerográfica” preparada por Ángel José Fernández y Alfredo Pavón e incluida al final de las ediciones compilatorias, donde se detalla la versión tomada de cada cuento, registrando las distintas publicaciones de un mismo relato en suplementos, revistas culturales, antologías y/o compilaciones revisadas para construir las ediciones de los cuentos reunidos. Sí figura, en cambio, en la sección de “Cuento” de las fichas de 1967 y 1988 del Diccionario de escritores mexicanos del siglo XX (UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas), autoría de Aurora M. Ocampo y Patricia Ortiz Flores. De esta forma, el total de relatos que integran “la narrativa breve de Juan Vicente Melo” debiera modificarse hasta ahora, a veintiocho, uno más de la suma determinada como definitiva por Pavón en la primera línea del “Prólogo” de 1997.

“Para una tumba sin nombre” se ajusta plenamente al universo narrativo de Melo, quedando por dirimir el conjunto al cual pudo haber pertenecido. Si hubiera sido parte de La noche alucinada (Prensa Médica Mexicana, 1956) compartiría con otras de sus narraciones el contar con un narrador centrado, casi hasta la obsesión, en enfatizar su visión y su voz en detalladas descripciones, sea de un elemento, objeto o circunstancia a partir de la cual se fundan auroras y noches (“Mi velorio”, “Los generales mueren en la cama”, “El inútil regreso”); en este caso, la agonía y las sorprendidas conjeturas del protagonista ignoto que recorre su propia vida en un contratiempo de imágenes arrebatado y vertiginoso. También podría haberse integrado a Los muros enemigos (UV, 1962), volumen con narraciones más estructuradas y complejas (“Estela”, “Los muros enemigos”, “Cihuatéotl”), situadas en escenarios citadinos que, sin embargo, insisten en la presencia del mar, de la arena, del salitre y, sorprendentemente, de la luz, que corroen los cuerpos y los objetos, al mismo tiempo que su lenguaje y puntuación se tornan innovadoras, inquietantes, atrevidas, como sus mujeres protagonistas. En ambos casos, como advierte Luis Arturo Ramos, estamos ante la presencia de un demiurgo caprichoso que a cada paso recompone los hechos para confundir al lector a partir de tramas inciertas que "se bifurcan, se rompen y se astillan".

HAY EN ESTE CUENTO dos aspectos que deslindan sus voces narrativas. La tercera persona atisba y repasa con puntual dedicación la escena y sus detalles, insistiendo en el tiempo y el paso de las horas que parecen ir contra la vida del protagonista (“tictaqueante caminar de las manecillas [...] y que yo repita ‘las cinco, cinco’ y que ya no diga nada”), mientras que el Yo resulta testigo de sí mismo, afanado en recomponer el caos, reponerse de la sorpresa, del impacto al descubrir el horror de la sangre y la agonía, “el vértigo de la muerte” descrito por Octavio Paz. La amalgama que unirá ambas voces es el ansia por reponerse de la tragedia (“todavía estoy vivo, aquí está la línea rota”), lo cual las obliga a recurrir al lenguaje para salvarse de lo inexorable, desarticulando palabras, recomponiendo su sintaxis (“todos los sonidos contenidos en un solo largo agudoverdeyácido aunque sea jueves viernes sábado [...]

Todavía un caminar de regreso, calles casas sellac sasac”), a espera de que dicha estrategia les permita superar lo inevitable. La decisión del lector implica enfrentar una disyuntiva: ha sido testigo de sucesos perfectamente planeados y justificados en la mente del personaje, o bien se trata de una pesadilla con sensaciones tan claridosas que llevan a sospechar algo más. En cualquier caso, asistimos a un sueño de siesta, “el sueño cuando sueña a las cinco”, pero también es el último sueño de un ser humano a quien nunca conoceremos salvo por su voz, una voz casi anónima, ignota, incógnita, capaz de recordar mucho, salvo su propio nombre.

JUAN JAVIER MORA-RIVERA (Ixtepec, Oaxaca, 1973) es autor de El repertorio de las tramas. Una lectura inicial sobre la obra de Sergio Pitol (2014) y de la antología de ensayos de Juan Vicente Melo, La vida verdadera (2014).