La novela del país de los poetas

Algo inexplicable late bajo esa tierra. O quizá sea el agua, más transparente que la del resto de América. Lo cierto es que en Chile la poesía fermenta sin obstáculo: sorprende su lista de versificadores de primer nivel. Según plantea Federico Guzmán Rubio en este ensayo tan avezado como creativo, recientemente ha florecido una variante: autores chilenos que cuentan la vida de poetas o vates que narran su propio devenir en la literatura. El corpus del análisis lo forman Zambra, Bisama, Gumucio y el muy reconocido Raúl Zurita.

Pablo de Rokha (1894-1968). Fuente: latercera.com

“Yo soy un novelista chileno y los novelistas chilenos escribimos novelas sobre los poetas chilenos”, afirma el narrador de Poeta chileno (Anagrama, 2020), la encantadora novela de Alejandro Zambra. Hay en el comentario algo de resignación e impotencia, aunque también de lealtad a una literatura, la chilena, que ha logrado sacar a la poesía de las historias de la literatura para colocarla, inexplicablemente, en algún punto medio entre la siempre odiosa identidad nacional y la esquiva vida de todos los días. Y no se trata de cualquier poesía, sino de una vanguardista por naturaleza, conflictiva por temperamento y épica por destino, desde que Alonso de Ercilla decidió narrar la conquista de ese país en interminables octavas reales e infinitos endecasílabos, a diferencia de nuestro Bernal, tan prosaico y libre.

Zambra lo sabe mejor que nadie, pues como buen novelista chileno antes fue poeta y quizás, en secreto, se conciba como tal; después de todo, como dijera Pasolini, “la prosa es la poesía que la poesía no es”, y lo más cercano a escribir poesía sea escribir sobre ella. La novela cuenta la vida de Gonzalo, un poeta chileno devenido en profesor (de poesía, de qué más), y la de Vicente, su hijastro, que sin saberlo hereda la vocación de Gonzalo. Carla, mamá de Vicente y por tanto el vínculo entre ambos poetas, es quizás el único personaje de la novela al que no le interesa la poesía, pero vaya que la padece, atrapada en las vocaciones y las frustraciones de su pareja y de su hijo, a quienes quiere a pesar y a veces también debido a su manía de escribir versos. Pero, más allá de la trama, en la novela late constantemente la pregunta de para qué sirve la poesía —además de arruinar vidas—, que nunca tiene una respuesta explícita.

APARTE DE ZAMBRA, dos novelistas chilenos publicaron biografías noveladas de poetas chilenos, en lo que parece un empeño ya obsesivo por desmentir la afirmación de Octavio Paz de que “los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. Pero Paz escribió esta sentencia pensando en la vida apacible y gris de Fernando Pessoa y no en Pablo de Rokha ni en Nicanor Parra (ni en sí mismo), como sí hacen Álvaro Bisama en Mala lengua (Alfaguara, 2021) y Rafael Gumucio en Nicanor Parra, rey y mendigo (Literatura Random House, 2021). Se trata de dos poetas que intuitiva y programáticamente hicieron de sí mismos una obra —a veces sugerente, a veces insoportable—, y que sin duda leerían estas biografías como leían las reseñas de sus libros: como un pacto de amistad o como una definitiva declaración de odio.

Bisama logró trasladar la personalidad tempestuosa de Pablo de Rokha al estilo de su biografía, lo que es su principal logro. Si la literatura es un fondo que sólo puede expresarse a través de una forma, entonces Mala lengua es literatura en estado puro: más allá de las anécdotas simpáticas y los datos bien buscados, de la lograda reconstrucción del ambiente cultural chileno de la primera mitad del siglo pasado y del inteligente ejercicio de crítica literaria con que se lee la obra del poeta, hay en cada párrafo un homenaje y un acta de rendición al carácter y la poesía de De Rokha. Esto no significa que Bisama escriba una hagiografía y se entregue al elogio permanente; de ninguna manera. De hecho, el biógrafo establece una cercanía estilística pero una distancia vital con su biografiado, a quien presenta con el resentimiento que fue acumulando durante toda la vida por no ser reconocido como lo que siempre se creyó y en cierta manera fue: el mejor poeta del país de los poetas. Esta certeza siempre acompañada de frustración hizo de De Rokha un personaje cruel y patético que acabó opacando al poeta de los versos más hermosos y más horribles de la poesía chilena, como apuntó más de un crítico, según recuerda Bisama, asintiendo en secreto.

Álvaro Bisama logró trasladar la personalidad tempestuosa
de Pablo de Rokha al estilo de su biografía, lo que es su principal logro... Mala lengua es literatura en estado puro

Gumucio, por su parte, escribe sobre Nicanor Parra a partir de los muchos encuentros que sostuvieron a lo largo de quince años. La biografía, así, es también el testimonio de una amistad y las anotaciones que el alumno fue tomando de las conversaciones con el maestro o, como el mismo Gumucio lo aclara:

Esta no es una biografía de Parra, le explico a toda la gente a la que le explico el libro. Miento cuando digo eso, y digo la verdad. Esta no es una biografía de Parra. Esta es una biografía con Parra. Es una biografía contra Parra. Parra es en este libro apenas un abrigo, una máscara más.

Aunque se trate de un gesto de admiración, la biografía escrita por un amigo también constituye una pequeña traición, pues de pronto las sobremesas y la complicidad se transforman en entrevistas profesionales encaminadas no al gusto de estar juntos sin más, sino a la escritura de un libro. Gumucio es consciente de ello y varias veces se muestra indeciso entre cometer la traición y convertir al amigo en objeto de estudio o, por el contrario, en renunciar a la biografía para conservar al antipoeta como recuerdo íntimo y no como un título más en la propia obra. Este conflicto podría haber sido productivo en el libro, más en un autor fascinado con su propia persona como lo es Gumucio, quien, sin embargo, no se decide entre el retrato amistoso, la distancia despiadada o la falsa biografía para hablar de sí mismo, y el libro acaba por ser las tres cosas y ninguna.

La novela del país de los poetas

LOS POETAS CHILENOS se prestan a la biografía por su tendencia a convertirse en el personaje que ensayan en sus textos. La misión que Parra se impuso fue ensanchar el territorio de la poesía, mediante las fórmulas matemáticas primero, la publicidad o la ecología después, y siempre con la frase hecha, descontextualizada y renovada. Este objetivo lo llevó a vivir para explicar su obra, no mediante monólogos reflexivos, sino con su propia existencia, escéptica y sarcástica. De Rokha tituló Multitud a la revista con la que insultaba y creaba, actividades en él complementarias, porque conjugó en una sola persona la energía y el poder destructivo de una turba. Los poetas de Zambra son más anodinos, aunque sin darse cuenta realizan más de un happening cuando, por ejemplo, uno de ellos recita poemas ajenos como propios para obtener el único éxito poético de su vida. Lo mismo sucede con Bolaño, cuyo espíritu ronda los tres libros mencionados y que escribió novelas sobre la poesía con el ardor de quien se sabe un mal poeta. Aunque bien pensado, no es que Zambra, Bisama y Gumucio escriban bajo el influjo de Bolaño, sino que este último era también un novelista chileno y, a estas alturas ya está claro, los novelistas chilenos escriben sobre los poetas chilenos.

De hecho, Bolaño fue poeta para poder escribir su novela autobiográfica, se hizo amigo de Mario Santiago Papasquiaro para escribir su novela biográfica y creó el infrarrealismo para novelarlo; esas tres novelas son Los detectives salvajes. Lo menos que se le puede exigir a un escritor chileno es que cree su propia vanguardia y escriba sobre ella o, en su defecto, que encuentre quien lo haga o halle una sobre la cual escribir.

Bolaño hizo lo suyo y además escribió varios libros sobre poetas, tanto chilenos como latinoamericanos, una ampliación del campo de batalla que se explica por los periplos más o menos involuntarios del chileno-mexicano. De esta forma, Monsieur Pain gira en torno de los últimos días de César Vallejo; Amuleto se basa en la “madre de la poesía mexicana”, la uruguaya Alcira Soust Scaffo, quien se refugió durante semanas en un baño cuando los militares ocuparon la UNAM en el 68 y de quien Adolfo Castañón escribió un retrato inolvidable en estas mismas páginas (El Cultural 254, 6 de junio, 2020); Nocturno de Chile caricaturiza la figura de Ignacio Valente, el cura del Opus Dei y crítico literario, inesperado amigo y protector de Parra; La literatura nazi en América imagina biografías exageradas para cualquier poeta del mundo, salvo para los chilenos, y Estrella distante recupera, en clave maldita, la performance más célebre de Raúl Zurita por medio de un piloto torturador que escribe versos en el cielo ensangrentado de Santiago. Será Zurita, precisamente, la pieza que complete o destruya el rompecabezas de la relación entre poesía y novela chilenas.

Nicanor Parra (1914-2018).

SI YA ES CURIOSO que tres novelistas chilenos escriban casi simultáneamente libros sobre poesía y sus autores, la operación se completa cuando el poeta vivo más importante del país andino decide escribir una novela autobiográfica, como hace el prodigioso Raúl Zurita en Sobre la noche el cielo y al final el mar. Parecería de pronto que en la literatura chilena ya no se escribieran novelas más que sobre la poesía y ya no se pudiera escribir poesía sino tan sólo novelas. O quizás no se trate de una limitante, sino de la exploración de un nuevo territorio: el de la novela de la poesía y la poesía de la novela. Es, al menos, lo que claramente pretende Zurita con su libro, que por otra parte tampoco es una sorpresa, sino una continuación de El día más blanco, aquel hermoso relato que publicó justo antes de que terminara el siglo y que se centra en su infancia. En Sobre la noche el cielo y al final el mar, de modo casi delirante, mezcla los tres ejes de su vida: la creación, la locura y la política.

Más que en la poesía escrita, al rememorar sus trabajos creativos, Zurita se centra en sus espectaculares intervenciones artísticas, tanto en las emprendidas con el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) como en las individuales. Destacan entre ellas, por una parte, la intervención en el Museo de Bellas Artes de Santiago cuando el Colectivo, tras un desfile de diez camiones lecheros, lo cubrió con un manto blanco, con lo que clausuraba la oficialidad artística del pinochetismo mientras aludía al comunismo de Allende que pretendía que cada niño chileno tomara un vaso de leche diario y, por el otro lado, la escritura con una avioneta sobre el cielo de Nueva York de algunos versos del poeta, ante la imposibilidad de retratar en el aire el rostro de cada desaparecido chileno para que lo disipara el viento, revés poético del crimen salvaje que cometieron los militares. Pero estos happenings, con un claro antecedente en la poesía chilena en Lihn, Jodorowsky y el mismo Parra, son inseparables de la locura de Zurita y de las intervenciones, por llamarlas de algún modo, en su propio cuerpo.

Si me atrevo a considerar las lesiones que Zurita se infligió a sí mismo como intervenciones es porque él decidió que la portada de Purgatorio, su primer libro, fuera una fotografía en blanco y negro de la cicatriz en la mejilla de una quemadura que él mismo se había practicado. El mensaje era claro: la vida como herida, la poesía como cicatriz. Poco después, y tras una estancia en un hospital mental, Zurita intentó cegarse con amoniaco, acción que consideró un fracaso por no haberlo conseguido. Los recuerdos de esta pulsión autodestructiva y la descripción detallada de la comisión de las lesiones se narran con la misma euforia y desesperación que los recuerdos de las obras artísticas, ya que para Zurita ambas constituyen una unidad que se completa con el horror del mundo, en este caso, bajo la forma de la dictadura que asesinaba al tiempo que reivindicaba los buenos modales.

ZURITA SIEMPRE FUE un militante de izquierda y no interrumpió su actividad política con el golpe de Estado de Pinochet. A diferencia de tantos poetas prestigiosos que lograron exiliarse y de otros —empezando por Nicanor Parra— que se quedaron en Chile y se adaptaron sin mayores problemas a los nuevos tiempos, Zurita sufrió en carne propia la violencia dictatorial. Sobre la noche el cielo y al final el mar narra la tortura y la violación que sufrió por parte de los militares golpistas, pues era culpable de tres delitos imperdonables: ser joven, ser artista y ser de izquierda. Estos episodios de violencia también se narran como visiones venidas de otro mundo, porque lo son: el pasado es una profecía en sentido contrario cuya existencia conocemos por medio de la memoria, una herramienta mágica si tomamos en cuenta que nos traslada a otra realidad, estrictamente verdadera y sin embargo irreal.

En medio de tal ferocidad y dolor, podría esperarse que el libro fuera una larga queja formulada en prosa poética. Nada más lejos de la verdad. La novela de Zurita intenta, angustiosa, apresar los instantes de felicidad que se rebelaron contra tanta muerte y locura, ya sea por medio de un verso, un abrazo o un paisaje chileno, horizontes que su poesía sintetiza:

La misión que Parra se impuso fue ensanchar el territorio de la poesía mediante las fórmulas matemáticas, la publicidad o la ecología, siempre con la frase hecha, renovada. Este objetivo lo llevó a vivir para explicar su obra

Muchos años después te preguntarán que qué recuerdas de esa época. Y te das cuenta de que lo más difícil de explicar es la extraña felicidad que se puede llegar a experimentar en un país con dictadura, porque incluso en medio del derrumbe total, incluso en medio de los desaparecidos y los muertos, toda persona tiene el derecho a su segundo de felicidad.

Quizás para expresar esa imposible felicidad en medio de la noche sea para lo que sirva la poesía, al menos en el caso de Zurita. El planteamiento de Zambra, en su novela, no es muy distinto, aunque lo exprese con menos grandilocuencia, pues sus poetas no son héroes ni víctimas de la historia con mayúsculas, sino personajes que intentan llevar una vida normal en un mundo traicioneramente normal. Pero leen y escriben poesía, lo que delata cierta herida o cierto anhelo, que los lleva tanto a convivir con determinada gente como a separarse de ella. Por último, Gonzalo y Vicente, padrastro e hijastro, tras un largo periodo de no verse, se reencuentran por casualidad y hablan de todo y de nada, es decir, de vida y de poesía, con lo que se muestra que esta última puede ocasionar varias pérdidas, pero también más de un reencuentro y alguna reconciliación: con los otros, con el lenguaje, con el pasado, con la infancia, con la vocación, con el lugar de origen; en suma, con nosotros mismos.

LA LECTURA DE ESTOS LIBROS traslada al lector a un mundo no tan lejano, que sin embargo ya no existe: aquél para el que la poesía era importante. Por supuesto, sus autores parten de la premisa de que la poesía es una actividad trascendente desde algún punto de vista, aunque Zambra, al situar su novela en el tiempo presente, es el más escéptico al respecto, y por lo mismo el más reivindicativo. Los cruces entre los cuatro textos resultan sugerentes, pues los poetas-personajes saltan de uno a otro, y así encontramos, por mencionar algún ejemplo, las míticas visitas al centenario Nicanor Parra en su casa en el Pacífico en forma de ficción, en el caso de Zambra; de testimonio, en Gumucio, y de reproche, en De Rokha, cuando Parra se niega a publicarlo en su revista Multitud por temor a ganarse la enemistad de Neruda. Estos cruces retratan una bohemia mítica y decadente, un desfile de grandes poetas enamorados de sí mismos y ocupados a tiempo completo en organizar los homenajes a sí mismos y arruinar la carrera de los muchos rivales, a captar fieles y expulsar indecisos.

Ese mundo perdido era también el de la polémica salvaje, la crítica destructiva y las envidias feroces, en el que la mayoría del tiempo ni siquiera estaba en juego algún premio cuantioso sino tan sólo el reconocimiento y su hermana más engalanada y pretenciosa: la posteridad. Sorprende la vitalidad literaria en un entorno básicamente pobre, en que un Pablo de Rokha, para sobrevivir, tenía que errar por la estirada geografía chilena vendiendo libros autoeditados, cuadros falsos y estafando al que se descuidara, lo que no le impidió cometer sus documentados excesos, como comerse medio cerdo y tomarse diecisiete cervezas en una parada de la carretera. Y aunque los poetas, claro está, no vivían de sus libros sino se replegaban en cátedras de universidades de provincia o en el periodismo, el país parecía seguir ansioso la última polémica literaria, reportada casi en primera plana, en la que lo más estruendoso eran los insultos pero también estaba en juego una concepción de la literatura y de la política. Se trataba de tiempos rabiosos en que militar significaba elegir el bando para equivocarse, como le pasó al maoísta De Rokha, al estalinista Neruda o a Parra, quien tras ganarse el regaño de La Habana por tomar el té en la Casa Blanca con Nancy Nixon, acabó apoyando desganadamente, pero apoyando al fin y al cabo, el golpe de Pinochet.

Raúl Zurita (1950).

EN LUGAR DE SATURARSE de poetas chilenos, el lector puede esperar que los novelistas se pongan manos a la obra y novelen la vida de Huidobro, cuya tumba veía a diario Nicanor Parra desde su balcón; de Mistral, lesbiana y latinoamericanista en un medio literario homofóbico y nacionalista; y de Neruda, acaso la más difícil de escribir, debido a que los poemas de Residencia en la tierra sobreviven intactos a su autor, cada día más impresentable. Ojalá lo hagan, aunque estos libros, motivados por la curiosidad intelectual y la admiración literaria, son acaso también un síntoma.

Según recuerda Gumucio, Nicanor Parra, para quien la novedad lo era todo, tenía la manía ensayada de preguntarse retóricamente “qué se hace después de esto, qué se hace” cuando quedaba impresionado por un verso de Ernesto Cardenal, algún libro de Neruda, la revista The Clinic o una frase oída al pasar en una calle. Lo mismo parecen preguntarse, con nostalgia y con ansia, estos cuatro libros que celebran y revisitan una tradición riquísima, sin saber qué hay, en caso de que haya algo, después de ella. Si los grandes poetas chilenos escribieron su obra a partir de una tradición imaginada y libre, à la Borges, en la que cabían los simbolistas franceses, el Tao, Whitman, la publicidad o la ciencia, los novelistas contemporáneos se enfrentan a un sólido pasado literario que lo mismo puede ser un impulso para la reinvención que una losa: los monumentos, fatalmente, sólo se aprecian desde la inmovilidad. Este dilema puede extrapolarse a la literatura latinoamericana contemporánea, cuyas expresiones más vitales parecen ser ligeras variaciones de corrientes previas o competencias por ver quién representa con más originalidad las nuevas formas de violencia.

Por eso se agradecen estos libros. Porque sólo retando estilísticamente a De Rokha como se atreve Bisama, constatando que Parra acabó siendo el artefacto más irreverente de sus obras completas como hace Gumucio, rememorando la propia vida —y qué vida— con la potencia de Zurita y rindiendo un homenaje sincero pero irónico, crítico pero agradecido, como el de Zambra en su novela, es como se construirá el siguiente capítulo de la literatura chilena y latinoamericana.

Tras la locura del siglo pasado, es hora de releer, de retroceder un par de páginas, de hacer un balance, de integrar y seleccionar en lugar de desechar y censurar, para entonces sí, responderle a Parra qué se hace después de él y de todos los poetas del horroroso Chile, remoto y presuntuoso, como lo llamó Enrique Lihn, a quien también, por cierto, le sobran méritos para que un buen novelista chileno le dedique su próximo libro.

Quizás para expresar esa imposible felicidad en medio de la noche sea para lo que sirva la poesía, al menos en el caso de
Raúl Zurita. El planteamiento de Zambra no es muy distinto