Para una tumba sin nombre

El autor, estudiante en Francia, 1957.
El autor, estudiante en Francia, 1957. Foto: Fuente: Archivo familiar

Largo, agudo, verde y ácido el sonido hace saltar la cajita redonda, el sonido contenido durante horas, amasando acidez y color verde en el lento, luminoso, tictaqueante caminar de las manecillas, llegando a sus oídos, reventando a las cinco los lunes martes miércoles, resumen de todos los sonidos contenidos en un solo largo agudoverdey ácido aunque sea jueves viernes sábado y tenga calor o nada a las cinco y sea domingo contenido sonido que le corta el sueño cuando sueña a las cinco.

Movió una mano, un dedo, otro, otro más, flexionándose, extendiéndose, mientras ella lo miraba y el sonido entraba en sus oídos: punto primero, minúsculo lunar que crece y ya no es redondo, crece y sube, arriba más arriba, zumbando en las fosas nasales, recorriéndolas, pegándose en el paladar, punto primero, lunar y luego círculo que se resuelve en línea que sube, parece que no va a llegar y siempre llega. Ahora mueve las piernas, el tórax, el vientre, comienza un leve temblor en sus párpados mientras ella sigue mirándolo, observándolo, inmóvil, conteniendo la respiración, sintiendo correr delgadas hileras de sudor por la espalda, aplastadas contra la pared húmeda, así toda la noche, repitiéndose de nuevo “ahora, ahora”, no permitir que abra los ojos, que se levante y se lave manos pies dientes y cara mirándose al espejo y comprobando que todo está en orden y en su sitio, no permitir que me mire con esos ojos que tiene, que me diga esas palabras, bellas tiernas dulces palabras que me dice siempre, no permitir que vea la cajita redonda y las manecillas detenidas y que yo le diga “las cinco” y que él repita “las cinco”, y que tome el agua de ese vaso medio lleno de agua que está sobre la mesa y que otra vez deje salir ese olor que tiene cuando se levanta, y que una mosca se detenga en la pared, ahí, y otra mosca, allá, dos moscas, una dos tres cuatro negras cuatro opacas moscas y que yo repita “las cinco, cinco” y que ya no diga nada, que no me toque, no ya no, nunca más, esos dedos que se mueven que no me toquen, esas piernas, ahora.

Largo, agudo, verde y ácido el sonido hace saltar la cajita redonda, el sonido contenido durante horas, amasando acidez 

ABRIÓ LOS OJOS. Hoy, como ayer, como todos los días a esta hora, el despertador está sonando y él escucha el sonido, lo ve, lo siente caminar por la nariz y el paladar y ella comprueba que todavía está vivo. Abrió los ojos y siguió automáticamente el dedo rígido que señala el reloj, la voz que ya no quisiera oírle y que me está diciendo “las cinco”. Sólo que hoy, en este momento, en este nuevo día, adivina lo que va a suceder, sabe que no podrá levantarse, que no bajará las escaleras ni recorrerá la ciudad de un extremo a otro para llegar al muelle, que no dirá buenos días, que se quedarán esperándolo con los brazos cruzados, que nadie va a entregarle el dinero, que no va a repartir la comisión, que otro llegará a checar las horas pasadas toda la noche subiendo bajando bultos costales, ese subir bajar de espaldas sudadas, ese subir bajar del sudor, ese caminar y mover palancas y pasar así toda la noche y todas las noches desde los quince años, como él, igual que él entonces, mientras ahora abre los ojos y ella lo observa, mientras guardan los billetes y escriben cifras en papeles blancos, mientras él debía ir a firmar y guardarse los billetes y ellos suben bajan caminan cargan por nada, por un apenas descansar y fumarse un cigarro y escupir en el suelo y volver a subir bajar, del barco al muelle, del muelle al barco y él observa, cuenta las horas y el dinero, dice buenos días y se va adivinando lo que piensan de él, las mismas cosas que él pensó cuando tenía quince años, sabiendo que nadie protesta, que no gritan, que no le pegan, que él es el dueño, el único que puede llevarse todo a su casa y mandarlos al demonio, disponer ordenar cambiar turnos y nombres a su antojo, mirarlos desde abajo sentado en un sillón, respirando el mar, el único que todas las noches siente el cuerpo de ella aplastado contra la pared, la mano que se aproxima y se apoya débilmente en los párpados y luego se retira y va y viene a la boca y al pecho, adivinando que un día ella dirá “ahora” y no permitirá que se levante y camine hasta el muelle, sabiendo que no preguntará nada, que no se defenderá, que permanecerá acostado, laxo, ayudándola y que no podrá evitar su muerte. Abrió los ojos y supo que hoy era el día. “Las cinco, cinco”; y el sonido, las moscas ahí detenidas, el sol que entró más temprano al cuarto y el griterío de la calle acompañando al sol. Esperó que ella terminara de repetir “las cinco, cinco”, que dejara de mirarlo de esa manera, que se quitara esa voz que ya no quisiera oírle. Esperó que hiciera algo, quiso decir que estaba listo, que comenzara. Recorrió rápidamente la habitación, la ventana, adivinando el sol afuera. Cerró los párpados y sintió el golpe en el cráneo. Oyó el grito de ella confundido con un romperse de cosas dentro de las órbitas, la línea vertical que parece que no va a llegar, que no llega, se detiene, no sabe dónde ir, se bifurca, rompe, astilla, desbarata y cae, y esas sus manos que golpean con furia, con una fuerza no imaginada, que ahora están apretando la garganta, buscando los latidos en el cuello, volviendo de nuevo a golpear, y esos sus gritos de alegría y el sonido largo agudo verde y ácido que se pierde, se acaba, se detiene.

INMÓVIL, LAS MANOS extendidas, la línea rota y yo con el cráneo abierto, sin sentir el caminar de la sangre entre el cabello, la sangre que baja a la cara, la sangre que te quitas de las manos, y yo que quisiera decirte “sigue, sigue más, más fuerte, ahora sí, aprisa, todavía estoy vivo, aquí está la línea rota, el sonido roto, destrozado el sol y los gritos de la calle y la calle y las cuatro moscas”.

Alberto Gironella, ilustración de "Para una tumba sin nombre", detalles, 1961.
Alberto Gironella, ilustración de "Para una tumba sin nombre", detalles, 1961. ı Foto: Fuente: Novedades, 7 de mayo, 1961.

Todavía un caminar de regreso, calles casas sellac sasac, sigue, no duele, nada duele, apenas un caerme, un perderme, un escuchar tus gritos allá lejos, cada vez más lejos, como esta mañana y la ciudad, lo que era mío, mi pedazo de sol de mediodía y el sueño de siesta que siempre me entraba y esas gentes del muelle que nunca supe su nombre y ese dinero que se vuela y ese olor de tronco mojado con agua de mar soleada y las campanas allá lejos y el grupo de niños que se levantan con el sol y juegan en las esquinas el mismo exacto juego que jugaba cuando niño y las puertas imaginadas y nunca tocadas y aquellos países inventados que pudimos haber visitado y aquellos días que debimos haber vivido y las batallas planeadas, las batallas perdidas, las heroicas feroces maravillosas batallas, afuera, lejos, cada vez más lejos, y un pequeño lunar que tenía en el hombro izquierdo y la cicatriz de una caída dando vueltas en un dedo, se van se fueron se perdieron, y la mirada de mi padre, de mi madre, y la callada labor de mis hermanas, sigue, ya no quiero escuchar tus gritos, ya no tu rabia, ya no esa tos que acompaña tus lágrimas, no, el repentino deseo de intentar otra vez días distintos, de salir juntos y visitar todos los países, tú y yo, es fácil subir a un barco y que el barco se pierda en el mar, no puedo verme con las manos extendidas en el muelle, mis quince años, llegar al primer día que nos vimos.

Un-dos, un-dos, es noviembre y la hora en que regresan los soldados al cuartel, un-dos, el día en que abanderaron la escuela con un trapo desteñido y nos hicieron marchar cinco horas con ese sol de sudor de mediodía, un-dos, cuánto ruido, los pies marcan el paso, las manos golpean la culata de madera, un-dos y yo que estoy en la última fila imaginando heroicas feroces maravillosas batallas, pensando en un caballo blanco que me espera impaciente y yo que subo al caballo y grito la orden y el inmenso ejército siguiendo a mi caballo enloquecido, marchando contra los dragones luminosos, yo con mi uniforme todo rojo (el rojo de mi capa azul, el rojo de mi espada blanca, el rojo del rojo), llegando a ese campo familiar a fuerza de imaginado, una luz de oro cae sobre mi cabeza, avanzando, llegando siempre, la música a lo lejos confundiendo tambores y trompetas con el largo agudoverdeyácido piafar de los caballos, y el galope triunfal y las piedras volando a nuestro paso y el agua del río cruzado a la mitad, el agua fatigada de alegría, y al fin las palabras mágicas que grito con júbilo y el espléndido combate, la luz de oro que cae cae y la espada rasgando el aire lechoso de tan caliente y los dragones cayendo cayendo cayendo cada vez más lejos, y tú, un par de largas trenzas, manos que me hacen señas, uniforme todo blanco (el blanco de mi espada blanca, el blanco de mi uniforme rojo, el blanco del blanco), y tú enfrente, en la última fila de las niñas, mirándome, viento que conoce mi nombre, viento que derrama mi nombre para que todos lo conozcan, antigua niña que espera mi regreso, el relato del combate, tú y yo saliéndonos de las filas, abandonando la marcha, olvidando los gritos, corriendo, el trapo desteñido a nuestras espaldas se enrosca como serpentina, se van quedando atrás las largas filas de niños y niñas que no sé cómo se llaman, ya no las veo.

Tú y yo mirando el cielo, las extrañas figuras en el cielo, ¿qué ves?, barco que pasa, lluvia, árbol, ¿qué ves?, elefante, no, y de pronto capturamos una figura, de pronto el murmullo diabólico del triunfo, de pronto la llamarada, este color rojo en nuestras caras, adivinados capturados derrotados los dragones y su nombre adivinado, las palabras mágicas que escribo en papeles azules, papeles blancos, papeles paredes y papeles papeles y yo que prometo llevarte a otro mar, a un país misterioso donde nadie haya entrado, a una playa solitaria. Somos un día alegre, el domingo, somos, tú y yo.

Oyó el grito de ella confundido con un romperse de cosas dentro de las órbitas, la línea vertical que parece que no va a llegar, que no llega, se detiene, no sabe dónde ir, se bifurca, rompe, astilla, desbarata y cae

APRIETA, TODAVÍA MÁS, escucho el juego de los niños, acaba de pasar alguien que grita mi nombre, mi nombre, mi nombre que ya no reconozco, que no me dice nada, el sol sobre mi cara, entrando, perforando, destrozando la ventana alta, allá afuera el sol, inundando la ciudad y las gentes con camisas blancas saludándose calle a calle, todavía recuerdo nuestras mutuas esperas, tu esperar a la salida de la escuela, mi esperar en un caballo blanco a la mitad del inmenso campo interminable y el hablarte de lejanos países hechizados y tu risa y esos tus ojos sorprendidos y esa tu voz tan rara, los días que caen caen caen, los días volando, huyendo y yo subiendo bajando del muelle al barco, cargando enormes bultos en mi espalda de quince, de veinte, de treinta años, cinco pesos mientras el otro se lleva todo, se guarda los billetes que yo he ganado con las horas contadas, las noches contadas, los años de cinco a cinco, no hay playas solitarias, no hay países misteriosos, se escapan pierden ensucian las palabras mágicas, papeles azules papeles blancos papeles paredes papeles papeles se escapan pierden ensucian aquellos tambores y aquellas trompetas confundidas con mis gritos, avanzando, retrocediendo, el agua, la capa roja que cae, el morir del caballo, el oxidar de la espada, el borrar el inmenso campo donde hubiera librado la terrible batalla y tu mirada.

Y tu mirada de ahora, tu apretar, tu frente llena de sudor, tu golpear, tu largo encierro, tu empezar a llenarte de arrugas, tu empezar, seguir y ya estar llena, tu sólo decir buenos días buenas noches las cinco y quedarte mañana tarde noche sentada junto a la ventana olfateando el mar y tu estar rodeada de platos sillas retratos arrugas, tu ya no pensar en aquella historia, en las extrañas figuras adivinadas en el cielo, tu ya no importarte que alguien muera o mate o haya guerra o nada, tu ya no importarte que un día te anuncie que ya no soy de los que suben bajan del barco al muelle sino de los otros, los que se guardan billetes en la bolsa mientras haya muertos de hambre que trabajen, que ya soy de los que ordenan y gritan, que ya soy rico, así de repente, que ya soy un hombre, y tu no decir nada, sólo mirarme con asombro, con asco y odio y desear perderte en el mar caminando por una playa solitaria en países misteriosos, sólo mirarme todas las noches, observándome cuando duermo, rogar suplicar desear que un día ya no esté vivo y empezar a repetirte que vas a matarme, saber que tienes que matarme y matarme ahora.

Alberto Gironella, ilustración de "Para una tumba sin nombre", detalles, 1961.
Alberto Gironella, ilustración de "Para una tumba sin nombre", detalles, 1961. ı Foto: Fuente: Novedades, 7 de mayo, 1961.

Inmóvil, los ojos apretados, los labios deshechos. Ella lo mira, se pasa el dorso de una mano por la boca, se limpia el sudor de la frente, se comprime el pecho para silenciar los latidos, jadeando, “lo he hecho, ya está, ahora sí”.

Te hubieras levantado, tomado un sorbo de café, salido. Y al abrir la puerta: el sol. La ciudad resuelta en sol, luz del sol de mediodía todo el día. La calle llevándote al centro de la ciudad entre caras que se ven todos los días, llevándote al muelle largo solo viejo, míralo qué viejo el muelle solo, óyelo qué largo el muelle viejo, llevándote hasta el mar que se mueve y avanza y quiere llegar y parece que no va a llegar y siempre llega. Hubieras visto la cajita redonda, detenido la cuerda del despertador y vuelto a subir bajar del muelle al barco en cada una de las otras gentes.

Lo mira, sus ojos de entonces, el lunar que una vez tuvo en el hombro, las palabras mágicas. Lo mira, lo reconoce. Piensa en aquel tiempo y en el tiempo que siempre pensaron. Empieza a llorar, a maldecir, a vociferar. Le salen las palabras como la sangre de una vena rota. Y el deseo de estar a su lado.

Lo mira, sus ojos de entonces, el lunar que una vez tuvo en el hombro, las palabras mágicas. Lo mira, lo reconoce. Piensa en aquel tiempo y en el tiempo que siempre pensaron. Empieza a llorar, a maldecir, a vociferar

GIME, LLORA, le pasa las manos por la cara, se aprieta contra él, lo besa, lo muerde, le habla del mar. Acaba el juego de los niños en la esquina: los dos, juntos, la noche, como la noche primera y la noche pensada en el mar. Él con los ojos cerrados. Ella con la cara, las manos sucias de sangre.

Largo,

largoagudo.

larguagudoverdeyácido.

el sonido.

Una dos tres cuatro moscas lentas ceremoniosas se desprenden de la pared y vuelan sobre ellos.

Las cinco, inco, co, dice ella. Y sigue hablándole, en un idioma nuevo, de otros países, llenándose de sangre, recuperando su rostro. Luego, con voz tímida, con esa su voz tímida, con esa su voz de luz que cae cae cae sobre un hermoso campo de batalla, lo llama por su nombre.

Juan Vicente Melo, Xalapa, 1964.
Juan Vicente Melo, Xalapa, 1964. ı Foto: ©Rogelio Cuéllar