Hace trece años celebrábamos tres décadas del poderoso libro Shajarit (1979, edición de autora), el primer poemario de Gloria Gervitz. Al publicarse, ella tenía treinta y seis. El texto que enseguida presento, casi idéntico a como fue concebido, corresponde al 2009 y fue escrito para acompañarla en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
A lo largo de los años que nos separan de ese mediodía en Bellas Artes, los títulos de todos sus libros precedentes desaparecieron para unirse al único nombre Migraciones, que llegó a albergar siete apartados. Se eliminaron las mayúsculas y ya no se consignan los autores de los epígrafes que ahora forman parte del corpus (al final del libro hay un apéndice en el que se da cuenta de ello). El libro conserva una única mayúscula en la palabra “Dios”. También desaparecieron las dedicatorias y los signos de puntuación. Los únicos que prevalecen son esos ganchos que abren y cierran las decenas de preguntas tan características de su poesía. “Me ha tomado una vida entera dejar el poema así”. Quien lea Migraciones, en la versión más reciente, recibirá el impacto de un solo poema orgánico de 260 páginas, según la edición española que ella reconocía como la única, la definitiva, bajo el sello libros de la resistencia (sic, Madrid, 2020). “El poema, esta vez, de verdad, ya está cerrado. Ya no puede seguir, llegó a su tope. Sé que lo he dicho otras veces, pero esta vez va en serio”. Y, en efecto, cada vez que aumentaba un fragmento pensaba que sería el último.
AUNQUE NO ES EL PROPÓSITO de este escrito, tengo que admitir que mi enorme cercanía con Gloria Gervitz tuvo un distanciamiento radical. No supimos nada la una de la otra por diez años. Gloria cambió su lugar de residencia a California y nunca nos volvimos a hablar. Cuando supe que le quedaba poco tiempo me atreví a escribirle. No sabía si iba a contestar. Respondió de inmediato. Quise ir a verla. Ella, lo sé, sólo admitió a un mínimo de visitantes en ese período final. “El cerrojo está oxidado” —me escribió— “pero la llave sigue viva”.
Al lado de una cama de hospital que ocupaba casi todo el espacio de su sala, se agrupaban un montón de Migraciones: al sueco, al polaco, al danés, al noruego, al griego, al inglés, al árabe, al esloveno, al alemán. Estábamos juntas cuando fue avisada de su postulación al Premio Reina Sofía. Eran sus días finales. Por la tarde, pese a su estado de fragilidad extrema, se recompuso unos instantes.
Me quiso leer un fragmento reciente. “Lo escribí en inglés hace poco. Eso me ayudó a distanciarme del dolor. Es una premonición de todo lo que estoy viviendo”, me dijo desde la orilla de su última claridad. Me parece que ella misma hizo la versión al español, no se lo pregunté. Al terminar, las dos cerramos los ojos. Fue un momento largo, expandido. Me pregunto si dejó instrucciones para que, en un futuro, el libro se reabra e integre de algún modo ese último y estremecedor escrito. No lo sé. De ocurrir sería el último posible. No hay más. El nuevo fragmento hablaba de su propia muerte y fue concebido antes de ser diagnosticada con el mal que ya no pudo vencer. Le dio un título: antes del kadish (el kadish es la oración judía para los muertos). Recordé la sentencia de un escritor: “allí donde pasan los hechos, pasan primero las palabras”.
Su poesía fue más leída y apreciada en otros países que en México, donde nunca recibió un solo reconocimiento. El 19 de abril, a sus 79 (como el año de Shajarit), el mismo día que se conmemoran el aniversario luctuoso de Octavio Paz y el levantamiento del gueto de Varsovia, Gloria Gervitz tuvo su migración final. Lo dijo en distintas ocasiones: “siempre estamos migrando, incluso de nosotros mismos”.
2009, HACIA EL RETORNO
En estos treinta años en los que celebramos la poesía de Gloria Gervitz y que, si se me permite, yo celebro también más de un cuarto de siglo de amistad casi ininterrumpida, doy testimonio de esa cercanía enlazada con la poesía, enlazada con la vida cotidiana que nos ha hecho jugar distintos papeles la una con la otra.
Gloria y yo somos el día y la noche, metafórica y físicamente. Cuando ella se va a dormir yo estoy más despierta que nunca. Cuando ella despierta yo estoy perdida en los claroscuros del sueño. Sin embargo, hemos estado juntas y hemos aprendido a convivir en diversas ciudades de España, Israel, Portugal o en distintos pueblos de México, así como en San Diego (donde ahora pasa largas temporadas). Aunque diga que no es cierto, no le gusta viajar. La he visto adelantar su regreso en casi cada viaje que hemos hecho juntas. Me corrijo: quizá le gusta viajar porque implica un retorno. Gloria es en los viajes ese inquietante “ulises salmón de los regresos” del que hablaba Gorostiza. Sus migraciones personales son siempre hacia el retorno y, sin embargo, he sido testigo de su emoción antes de comenzar el viaje, pero nunca tanto como cuando va a volver.
EL IMPACTANTE TRABAJO de Gloria, me alegra decirlo, se ha reconocido en últimas fechas en el extranjero con la publicación y traducción en inglés y en alemán de Migraciones en Estados Unidos, Suiza e Inglaterra. Sin embargo, aquí, aunque ha sido saludada con enorme respeto por la crítica, también se le ha hecho a un lado porque ella no suele moverse en los ambientes cortesanos y, por su silencio y su discreción, se le han escamoteado reconocimientos que su obra merece y que el tiempo se encargará de poner en su lugar. Gloria Gervitz no tiene el Premio Aguascalientes, ni el Carlos Pellicer, ni el Xavier Villaurrutia. De lo que sí goza es de lectores de calidad que atienden y la siguen con devoción, un bien escaso en muchos coleccionistas de becas y reconocimientos. Como lo reproduje en un texto de hace tiempo (que se recogió en mi libro De frente y de perfil, semblanzas de poetas, con fotografías de Rogelio Cuéllar), Gloria sabe que “el tiempo de la poesía y el tiempo personal responden a necesidades distintas”. Todas aquellas semblanzas se escribieron mediante largas conversaciones salvo dos: la de José Emilio Pacheco y Octavio Paz, elaboradas a través de una legión de libros y consultas. La primera en escribirse fue la de Gloria Gervitz. Tanta era la cercanía que pude hacerla de memoria, casi sin hablar con ella, reconstruyendo nuestras conversaciones y echando mano de los recursos que la convivencia te regala. Así comenzaba esa semblanza:
Una mañana se encontró repitiendo como una letanía los siguientes versos:
En las migraciones de los claveles rojos donde revientan cantos de aves picudas / y se pudren las manzanas antes del desastre / ahí donde las mujeres se palpan los senos y se tocan el sexo [...]
Se sentó a escribir y se vio de pronto en un viaje que ya no pudo detener. Estaba escribiendo el inicio de Shajarit (palabra que designa el rezo judío de las mañanas), su primer libro. Supo reconocer que sus poemas anteriores no eran más que el preludio de esta escritura. Había estudiado historia del arte y usaba el pelo corto.
Hoy diría que su enorme fresco de la memoria se ha modificado porque su punto focal no está puesto solamente en el recorrido de una o varias generaciones de madres, abuelas e hijas judías que llegaron a refugiarse a un continente lejano a su lengua y sus costumbres. Esas mujeres y su circunstancia aparecen en los primeros libros con mayor número de palabras dispuestas en versículos derramándose en la página, organizadas de manera distinta a sus libros más recientes. Conservan la misma naturaleza de sus primeros poemas, aunque la velocidad de los versos se haya transformado. Su obra rebasa el afán de comunicar ciertos hechos. Encontramos siempre en el entramado de voces, en la dislocación del espacio y del tiempo, la voz inconfundible de esta poeta que rompe la narración como si anotara comentarios para un guion de cine:
al fondo pared
ventana
al noroeste mujer y silla
voz
ojos abiertos
de espaldas mujer vieja sentada
pelo corto
nuca desnuda
Con su finísimo despliegue musical, la irradiación de las palabras va repitiéndose a lo largo de sus Migraciones con ecos, con diversos elementos que obligan a detenerse
Y SI EL TELÓN de fondo ha cambiado y en sus últimas entregas (Equinoccio, Treno, Septiembre), el fresco se ha movido hacia otros fragmentos de su introspección, seguirán presentes desde entonces, reconocibles en sus inflexiones y en su particularísima sintaxis, los mismos timbres y texturas.
A veces al hablar con ella noto que su voz se adelgaza como la de una ni-ña. Nunca se lo he dicho, pero siempre me ha llamado la atención que la otra voz, la de su poesía, grave y telúrica, sea tan distinta a la física, a su voz terrena que se transforma por completo cuando lee poesía porque brota de un lugar distinto al de la vida diaria.
Migraciones de Gloria Gervitz, ya se dijo, habla del movimiento de una generación de mujeres judías arrancadas de su entorno por la guerra, pero sería reducir su alcance pensar que el libro trata de esto y de aquello. “Es un poema que me crece como un árbol”, ha repetido en distintas ocasiones. Más que al árbol que crece en una visible verticalidad, su poesía se relaciona con la figura deleuzeana del rizoma, esa raíz horizontal que se expande por sus conexiones secretas, sus tubérculos, sus raicillas internas y va trazando una especie de geografía interior: un sistema linfático. Este sistema de circulación lleva los elementos de sus primeros versos al momento actual y va agregando y va quitando y va quedándose con lo sustancial, en ese riesgo de prescindir de adornos, de quedarse al desnudo y de alimentarse de una materia concentrada. En esta poética de la intermitencia hay también una circularidad en los temas y preguntas que se repiten de distintas formas.
Proust hablaba de las intermitencias del corazón. La poesía de Gloria habla del tiempo, habla de la guerra, habla de la luz física y metafórica, habla del cuerpo, del sexo, de la madre, de los sentidos, de la muerte y, en un arco más amplio, habla de la memoria. “Eso que se llama recordar a un ser, en realidad es olvidarle”, escribió Proust, el gran memorialista. ¿A quién se dirige al concluir Treno, el poema escrito tras la muerte de su madre?
¿y ahora qué me vas a decir?
¿qué más me vas a decir?
¿Le habla a la poesía? ¿Le habla al tiempo, a la sorpresa, al vértigo de lo que nos va ocurriendo, a la madre muerta convertida, como la sibila de Cumas, sólo en voz?
AL LADO DE SU AMISTAD, he aprendido que nunca dejamos atrás lo desconocido de nosotros mismos, que al cambiarnos de lugar cambiamos de preguntas.
Hemos vivido un sentimiento de hermandad resistente a los tiempos de lejanía física, a los malos entendidos, a los momentos de dificultad. En una ocasión de cierta distancia pasajera fui a Migraciones y ahí encontré, con estremecimiento, la respuesta de lo que estaba buscando. Puedo decir que soy testigo del día, incluso del momento en que la poeta supo que todo lo que había escrito pertenecía a un solo, a un mismo cuerpo. Cuando encontró la palabra “migraciones” algo se reveló para ella misma y, con el tiempo, también para sus lectores.
Si tomamos en cuenta que la lengua como discurso tiene impresas las marcas de pertenencia, si, como dice Bajtin, el discurso es una postura frente al mundo y la entonación es un punto de vista sobre el entorno, podemos entonces hablar de la poesía de Gloria Gervitz como la posibilidad de discernir en esa voz individual y personalísima el acento de un mundo abierto, lleno de intemperie. La poesía, aun en los períodos en que no escribe (y pueden ser muy largos), es el eje de su vida. Con su finísimo despliegue musical, la irradiación de las palabras va repitiéndose a lo largo de sus Migraciones con ecos, con diversos elementos que obligan a detenerse frente a esas bombas expansivas que salen a nuestro paso en un momento de la lectura para verlas más adelante con otro carácter como los cuásares, estrellas intermitentes, especie de faros que alumbran mientras van girando sobre su propio eje e irradian conforme se desplazan en el espacio y en el tiempo.
La mirada de la artista alumbra su mundo, pero nos alumbra a nosotros, sus lectores, dislocándose y revelándonos, tocándose, tocándonos por dentro, señalando preguntas que nos atañen, nos duelen, nos inquietan. Por algo la sombra de Edmond Jabés está en sus Migraciones. En estos treinta años no ha cedido al rigor ni a la complacencia. Pocas obras mexicanas de altura tan unitaria y, al mismo tiempo, tan llenas de silencios.