La imaginación sin poder

Luego de su ensayo sobre “Literatura y enfermedad” (ver El Cultural 322), Guillermo Fadanelli continúa la vertiente filosófica que complementa su obra narrativa —ésta última compuesta ya por más de veinte títulos: su novela Stevenson, inadaptado, de la cual publicamos un adelanto en el número 280, acaba de llegara librerías. Pero el autor ha publicado también diversos libros de ensayo y en esa línea se inscriben las siguientes páginas: ante la cerrazón, el dogma y la ortodoxia que desde las esferas del poder invaden o avasallan la vida contemporánea, considera una salida —a partir de “la sustancia creativa” de la literatura— frente a la inercia del rebaño.

La imaginación sin poder.
La imaginación sin poder. Ilustración: shutterstock.com

Cualquiera puede ratificar que la escritura es, sobre todo, la aspiración a un orden donde cada palabra sucede a la otra agobiada por la misma responsabilidad: hacerse de un nido o de lugar correcto con el propósito de darse a comprender. Damos por un hecho que ese orden posee un sentido o al menos el comienzo de un sentido; o ya de perdida la simulación de un sentido. Por algún lado debe comenzarse antes de penetrar el caos que reina en la selva del lenguaje y en las infinitas combinaciones que esta selva contiene o nos impone. Adentrarse desde algún lugar de la maleza verbal.

Escribir se parece a cerrar los ojos mientras los padres se enfrascan en su acostumbrada pelea cotidiana. Los poetas y escritores vanguardistas del siglo XX intentaron quebrantar ese orden con el propósito de dar lugar a la simultaneidad o al desorden lógico y visual que proponía significados extravagantes o inéditos en la escritura: baste recordar los caligramas de Guillaume Apollinaire o las ocurrencias de Tristan Tzara. A pesar de estos excéntricos cisnes negros, las palabras, ya sean escritas o expresadas a viva voz, aparecen una a una en el lienzo ofrecido a la interpretación: se toman de la mano, copulan, marchan e intentan dar forma a una idea, a una descripción, a un concepto: vociferan, susurran tomadas de la mano, enredadas en su sexo: amantes que se miran y entrelazan su ansiedad de expresión y de futuro.

LOS DADAÍSTAS SE REBELARON contra la condena marcial del orden premeditado y detonaron la supuesta coherencia de los símbolos y su natural necesidad de supervivencia: la destrucción del sentido fue su obsesión en el campo de la batalla verbal. La preeminencia del símbolo y el epifenómeno por encima del orden causal o el significado común fue su grito de rebeldía. Dada no inventó nada nuevo, solamente lo ignoró todo. O como le decía una amiga suya al escritor español Francisco Umbral: “La virginidad no se pierde, se suprime”.

Un conjunto de palabras cualquiera se yergue sobre la infinidad de combinaciones posibles y se presenta como un hecho —un algo— cuya misión es transmitir cierta clase de conocimiento. Tales palabras se abren camino y nos anuncian su presencia: han emigrado desde la inexistencia al mundo de los hechos. Y, sin embargo, requieren de un maldito orden, de un tiempo que transcurre, como los vagones de un tren marchan sobre los rieles de la conversación o de la página. Es a raíz de esta limitación que los escritores leen, releen, pulen, borran, ensayan órdenes diversos en busca de aquel que más se aproxime a lo que, supuestamente, desean o tratan de expresar.

Desgraciados los escritores que as-piran a encontrar el texto perfecto, la combinación alquímica. Pretender que lo pensado posee semejanza con lo expresado en el lenguaje es una ilusión comprensible; sin embargo, algunos tenemos la sospecha de que si algo no puede expresarse con palabras es, simplemente, porque no ha sido pensado. Viejo problema, por lo demás. Y aburrido. Quien busca la estricta coherencia entre el pensar y el decir o escribir, es un cruzado; un héroe que desembocará seguramente en la tragedia. Labor inútil en cuanto sólo el silencio podría contener un significado perfecto y abarcar el universo completo de expresiones que, en potencia, se encuentran dispuestas a nacer. Las palabras chillan, no por putas como en el poema de Octavio Paz, sino porque quieren ser paridas.

Por el contrario, las palabras y el orden que las hilvana representan un acontecimiento inesperado, un milagro, y también el más profundo misterio de la creación. ¿Estas palabras, oraciones, párrafos, poemas, novelas se encontraban allí aun antes de ser escritas, o son en verdad consecuencia de un talento o de un poder divino que les ofrece un lugar en el mundo de las cosas? Si me preguntan cuál es mi opinión al respecto sólo diré: “No se elige nada, basta el más leve movimiento para que todo se modifique: andamos a ciegas”.

Las palabras y el orden que las hilvana representan un acontecimiento inesperado, un milagro, y también el más profundo misterio de la creación. ¿Estas palabras, oraciones, poemas, novelas se encontraban allí aun antes de ser escritas?

EN SU BREVE LIBRO PEREGRINACIONES

(Cátedra, 1992), Jean-François Lyotard imaginaba el pensamiento como un conjunto de nubes que van cambiando de forma. El movimiento transforma esa nube que a cada fracción de tiempo (en caso de que el tiempo pueda ser fragmentado) varía o se convierte en un paisaje novedoso cuya duración es también efímera. Las palabras intentan congelar estas caprichosas nubes en el horizonte, su labor mecánica es sugerir los límites de esas nubosidades e interpretarlas como hechos o nociones que pueden ser compartidas con otros seres humanos: detener por un momento su vaivén eterno.

Vuelvo a Lyotard cuando escribió que el yo es el punto desde el que uno mira el universo. Estoy de acuerdo y añado que ese punto, ese yo o nudo, puede emerger como una frase o un texto que engulle el paisaje cuando lo representa. Pensar es, a grandes rasgos, movimiento e imaginación de un mundo que se modifica durante cada fracción o partícula de tiempo. Wilde fue un poco menos sutil, más contundente: “Todo pensamiento es inmoral, su esencia misma es la destrucción. Si piensas en algo lo matas: Nada sobrevive a ser pensado”.

Elegimos un orden, una palabra después de otra, las ponemos en fila y sólo de esa manera nos damos cuenta de la imposibilidad de hacer coincidir todos los mundos en un espacio tan discreto, arbitrario o finito. Por fortuna, tal esfuerzo o disciplina no nos lleva directo a la locura, sino a la prudencia, porque al obligarnos a actuar disciplinadamente nos expulsa de un mundo vasto, inabarcable e imposible de narrar o siquiera imaginar: sólo el arte o la poesía intentan, como un caballo de Troya, penetrar la ciudad amurallada del lenguaje humano. Al moldear la imaginación y obtener un objeto, un relato o un aforismo uno se enfrenta al fenómeno de la creación, no tanto porque ofrece vida, sino porque la simula, como las ideas erosionadas en la caverna de Platón, como los humanos-títeres que presumen gozar de una conciencia con tal de no sentirse marionetas manipuladas por algún hilo divino o tiránico.

Los códigos civiles o las constituciones que representan acuerdos generales y concretos por parte de los integrantes de una comunidad, y que buscan que estos actores civiles no se asesinen entre sí, carecen del privilegio del arte, aunque no están exentos de los alcances de la imaginación y de la especulación creativa. Estos códigos tendrían que ser claros y emitir mensajes que puedan ser comprendidos por todos los afectados, pero la realidad es otra y su oscuridad nos cae encima la mayoría de las veces. Nosotros, quienes hemos leído alguna vez un legajo jurídico, sabemos que, por el contrario, son inentendibles, farragosos y crípticos, pero eso es harina de otro costal.

SÓLO EL ARTE Y LA LITERATURA incluida son imaginación pura, abierta y estimulante, por más que nos remitan al origen remoto o próximo de esos tenebrosos códigos civiles o reglamentos cortesanos. La misma idea del bien y del mal posee su estrato o fundamento en la manera en que la imaginación les ofrece un lugar en el mundo a los sentimientos, al dolor o a la felicidad (todos ellos conceptos complejos y a los que habría que renunciar a concebir como dogmas infalibles). Nos ayudan a dibujar nuestro entorno, a improvisar la fiesta, a levantar el tejado, pero no debería uno ponerse pesado a la hora de diseccionarlos y convertirlos en piezas de un mecanismo dizque perfecto: a fin de cuentas, tarde o temprano todo se vendrá abajo o explotará en los aires.

El tema de esta breve carta (no sé de qué otra manera llamarla) es expresar que la vehemente exaltación que rezó “¡La imaginación al poder!”, en los años sesenta del siglo pasado, ha perdido lentamente su cariz heroico. Hoy, me parece, vivimos a la sombra de colosales poderes sin imaginación y, aún peor, totalmente refractarios a ella. Obedecemos dictados, algoritmos, “inteligencias” artificiales, leyes absurdas, consignas tramadas en la globalización económica, dogmas del entretenimiento fatuo e ideales de belleza premeditados, asimilados y vendidos de antemano a quienes yacen atrapados en redes de significación congelada. La imaginación como un impulso del bien en sí está ausente, no sólo porque el individuo languidece en su posibilidad de manifestarse como un ser único e irrepetible (ahora es un robot informado, regido por algunos programas, si tiene suerte), sino porque ya no parece necesaria, ni siquiera para remendar las pobres leyes que dan fe de la organización humana. La imaginación destruye el lugar común, puesto que ella sólo se expresa abiertamente y sin compromisos en un cerebro, mente, ser, individuo que siente y piensa, en un orden azaroso. No hay imaginación social, eso es un dislate, un premio de consolación o, lo peor, un engaño. La imaginación nace de la relación de un individuo con el universo que sólo él es capaz de habitar.

La imaginación sin poder.
La imaginación sin poder.

EN TODO CASO, lo que resulta notorio es que la imaginación social —suponiendo que algo así tenga lugar— se da a partir de la suma de fragmentos literarios, filosóficos, ensayos, y demás obras escritas por autores incluso equidistantes entre sí y que nos ofrecen una opinión acerca de las vicisitudes en la esfera humana y de sus distintas perspectivas o acomodos éticos. Si de algo estoy seguro es de que ya no existe una explicación comprensiva o absoluta de las cosas que acontecen y que nos importan como comunidad global. El deterioro ambiental se vive, por ejemplo, como una experiencia kantiana, categórica o mística, pero no como violencia personal. Algo así se le deja a la ciencia para que vuelva a equivocarse y de esa manera evolucione. Byung-Chul Han, como en su momento André Glucksmann, Fernando Savater, Octavio Paz, Susan Sontag, Umberto Eco o Michel Houellebecq, por ejemplo, nos ofrecieron configuraciones intelectuales acerca de algún tema filosófico, pero no había en su ser intelectual un ánimo sistemático definitivo o la necesidad de crear una ideología sin fisuras. Eran escritores, poetas, semiólogos, críticos de arte.

La danza o la música no dan lugar a códigos civiles pese a que logren influir en quienes los escribieron: pensar es lenguaje articulado capaz de transmitirse a través de signos que a su vez son aproximaciones simbólicas a algo que no puede ser conocido. Y si parte de ese algo puede transmitirse es porque logra dar lugar a acuerdos prácticos para sobrevivir en este mundo cuya nostalgia humanista se disipa o se erosiona en el transcurrir del tiempo. Los seres humanos no somos iguales, sino sólo a expensas de una convención, y tal es el mayor fracaso de la teología ilustrada que ha dado por hecho que existían derechos universales extensivos a todos los seres humanos que han poblado la Tierra. Permítanme excluirme.

COMIENZO LA RETIRADA de este escrito insistiendo en que la imaginación ha sido exiliada del poder político y comercial y por la brutalidad, el razonamiento ordinario e impúdicamente interesado, la pleitesía que se le rinde a la estupidez y a la política montaraz, las alabanzas a un progreso que beneficia sólo a una pequeña porción de la sociedad, la sorpresa que nos causa la tecnología vía sus novedades —como si no supiéramos que sus creaciones existen ya en potencia y que la novedad es el acontecimiento más viejo del mundo.

Todo ello le resta espacio a la imaginación que da pie a mundos menos manipulados y expuestos a una mayor diversidad, a un concilio entre diferencias. Por primera vez en la historia, el progreso no requiere de la imaginación, sino de seguir la línea pintada en la carretera. Al referirme al mundo no intento esbozar una visión divina u ontológica del mismo, sino sólo a crearle un lugar en mi imaginación; por supuesto tampoco trato de dar lugar a una retórica humanista que nos incluya a todos: ¡Eso ya no es posible!

No obstante mis “buenas intenciones”, me aterra que la imaginación en su sentido más íntimo de libertad creativa, de extrañeza y misterio que bosqueja caminos haya sido extirpada en la mayoría de actividades sociales que llevamos a cabo, especialmente en la política, donde tendrían que concurrir las diferencias investidas de su singularidad. El grito de batalla del 68 no es más que una referencia histórica y romántica. Hoy, al menos en México, la imaginación se ha quedado sin poder y se ha marchado, además ha sido expulsada de las instituciones que, supuestamente, tendrían que procurarla. Tal pareciera que institución e imaginación son entidades opuestas o contrarias, pero el problema actual no consiste en su oposición, sino en la imposibilidad de ser complementarias.

Me aterra que la imaginación en su sentido más íntimo de libertad creativa, de extrañeza que bosqueja caminos haya sido extirpada en la mayoría de actividades sociales que llevamos a cabo, especialmente en la política

SERÍA FATAL que este breve escrito se entendiera como una más de las tantas defensas que la literatura hace de sí misma cuando se mira socavada en su importancia o trascendencia social o comunicativa. Algo así sería un alarde cándido de mi parte, pero no por ello dejo de reconocer que la imaginación como capacidad creativa se ha dispersado a un grado imprevisto e inesperado en estos días. No obstante, como lo escribió Richard Rorty, continúo pensando, necio, que la literatura es fundamental en el progreso moral de las personas, y también estoy seguro de que sin la sustancia creativa que emana de lo literario la memoria se disuelve y las alternativas que nos ofrece la conversación con el propósito de vivir mejor disminuyen a escalas digamos subterráneas.

Ser marginal, practicar el exilio, renunciar al púlpito y a la guía del rebaño puede fortalecer a un intelectual o a un filósofo, como lo afirmó Edward W. Said, pero es imposible que se aparte del rebaño que lo contiene, puesto que forma parte de él pese a que su papel sea excéntrico o irrelevante. La imaginación dispersa en pequeños grupos, asociaciones, reuniones, suplementos culturales, foros modestos o cofradías es una realidad y alternativa que es posible comprobar si se tiene interés en ello, pero la imaginación que dota a los grandes poderes de una naturaleza benefactora se acabó.

La imaginación no llegará al poder, como rezaba la arenga estudiantil del siglo pasado. Si acaso lo desintegrará a partir de su astucia, dispersión y acción modesta. No es necesario acudir a más ejemplos para aquilatar mi sospecha, ya que basta sopesar el deterioro intelectual e imaginativo de los gobernantes, legisladores y actores públicos que impera en la época de la globalización para saber que se ha llegado a una especie de final patético, aunque ya anunciado por un puñado de filósofos desde hace más de una centuria. La imaginación sin poder es una noticia alarmante, pero también, y ello representa un tenue y efímero alivio, es posible que la incapacidad de ejercer un poder mayor o totalizador la lleve hacia otros rumbos o caminos, a crear grietas, a dar lugar a otra clase de vida moral y económica.