La cabeza de mi padre

La ausencia de figura paterna ha dotado la literatura de obras referenciales, de Hamlet a Carta al padre, La invención de la soledad y La muerte del padre, hasta Pedro Páramo o El olvido que seremos. Alma Delia Murillo, narradora y columnista, incursiona en ese registro con su libro más personal, el más poderoso hasta ahora: La cabeza de mi padre, del que ofrecemos un adelanto. En él explica su historia desde aquella carencia, además de reflexionar sobre el México actual. En breve estará en librerías bajo el sello Alfaguara.

Hugo Simberg, El jardín de la muerte, acuarela y gouache, 1896. Fuente: es.wikipedia.org

I. SIN MAPA

Esta vez tengo más miedo que otras. No será la primera que me enfrente a la página en blanco y sus abismos, sus atentados contra la autoestima, su ridícula neurosis y sus pozos de sequía. Pero tengo que empezar admitiendo que estoy aterrada.

Tengo miedo porque no llevo mapa, ni guía, ni estrategia narrativa. Me subo a esta historia como aquella mañana de diciembre de 2016 me subí a una camioneta roja para buscar a mi padre sin otra cosa que una foto vieja de su hermano.

Disculpe, ¿ha visto usted a este hombre?

Escribo para contar una historia, para contar el relato de la historia. O eso me digo.

Pero también es verdad —una verdad más profunda—, que escribo para soltar el peso de cuarenta años rumiando el mito de mi padre, las infinitas versiones de mi padre, su ausencia, su presencia, su nombre, su abandono, su pañuelo rojo como la camioneta aquella con la que atravesamos las carreteras de Michoacán buscándolo después de treinta años de no verlo.

Escribo para soltar el dolor del pasado y la angustia del futuro. Escribo para encontrar a mi padre.

Perdone, ¿reconoce usted a este hombre?

Así que vine a La Mira porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Porfirio Murillo.

Quería evitar el referente pero no tiene caso, me atrevo a decir que en este país todos somos hijos de Pedro Páramo.

Fue también mi madre, como la de Juan Preciado, quien me dijo que mi padre vivía en La Mira, un pueblo en el municipio de Lázaro Cárdenas, Michoacán.

Lázaro Cárdenas es zona portuaria, zona de carga y descarga, legal o ilegal.

Visit Mexico. Cómo no.

Sonrío cuando leo “Siete cosas que hacer en Lázaro Cárdenas, Michocán” en las páginas web de turismo mexicano.

Puedo listar perfectamente las siete cosas que hacer en esa zona que además es frontera con Guerrero. Aquí van: la primera es sobrevivir a la pobreza, la segunda es sobrevivir al hambre, la tercera es sobrevivir a la falta de servicios de salud, la cuarta es sobrevivir a la falta de oportunidades, la quinta es sobrevivir a la guerra criminal por el control del aguacate, la sexta es sobrevivir a la falta de educación, la séptima es sobrevivir al narco. Ahí tienen, los siete caballos del apocalipsis de los que tanto hablaba mi abuela —también michoacana.

Ay. Dije narco, y yo que no quería. Y la industria editorial que no quiere. Y la industria del entretenimiento que no quiere. Y la corrección política que tampoco. Que ya nadie quiere hablar del narco, que eso era antes.

Pero ésta no es una novela sobre el narco, no. Sé que no es así por más bromas bélicas on the road que me fui contando mientras recorríamos los caminos a veces verdes y otras polvosos, al reparar en la impronunciable lista... de los nombres de los pueblos michoacanos: Visit Mexico, en Angamacutiro te pueden secuestrar, en Angangueo te pueden asaltar, en Carácuaro pueden confiscar tus bienes, en Copándaro pueden incendiar tu casa, en Chucándiro te pueden violar, en Churintzio te pueden matar, en Churumuco te pueden desaparecer... pero yo te traigo en La Mira, papá.

La cabeza de mi padre.

Porfirio Murillo Carrillo. Ése es su nombre completo. Era. Es. Es en tiempo presente, más presente que nunca.

Porfirio viene de purpúreo, es romano, quienes llevaban la túnica de ese color eran poderosos y adinerados pues el pigmento venía de un molusco, la producción era escasa y cara. Púrpura y oro se convirtieron en los colores para detentar el poder en Roma, incluso fueron los colores del emperador.

Me detengo. Dudo si seré capaz de escribir esta historia a la altura y en las profundidades que merece. Estoy nerviosa. Muero de miedo, muero de amor. Me digo que tengo que regresar a contar cómo empezó todo. Cuenta cómo empezó todo, mujer, que no el principio; el principio no puedes escribirlo. Quién sabe si alguien pueda escribir el principio de alguna cosa.

Vamos a ver si puedo contar esta historia.

Era noviembre, unos cuarenta días antes de subir a la camioneta para emprender ese viaje. Desperté temprano y con la imagen de un búho que había visto durante el sueño.

Una de esas mañanas en que te levantas con ácido en el pecho, una legión de insectos que llevan ansiedad pegajosa entre las patas y que marchan al interior de tus arterias.

Como si sobre mi cabeza se hubiera posado no una nube gris, sino una hiriente de tan luminosa y blanca mandando un mensaje que no podía dejar de repetirme: mi padre va a morir.

Le queda poco tiempo.

Va a morir y no lo conozco, lo he visto una vez en mi vida, podría toparme con él ahora mismo en la calle y no saber quién es.

Había vivido sorteando el tema,

negándolo, inventándolo o asesinándolo a mi antojo y así había llegado a la cima de mis treinta. La psique había encontrado modos para darle la vuelta aun en el consultorio de mi analista. Desde muy pequeña había aprendido a imitar a mis hermanos que ponían “Finado” en cada formulario escolar que pedía el nombre del padre; como yo no entendía pero intuía que debía sumarme al mito familiar, escribía “Refinado” en esos mismos formularios hasta que una de mis hermanas me corrigió el prefijo y me dijo que finado quiere decir muerto. Ah. Y yo que creía que tenía un padre muy elegante.

Elegante y refinado, purpúreo.

Finado. Finito. Terminado.

Pero aquello era una mentira familiar que mis hermanos y yo nos contábamos porque es más digno tener un padre muerto que un padre que no te quiere, y duele menos.

Era más fácil asumir que el destino había sido maldito dejándonos sin padre a revelar que el maldito era mi padre que nos abandonaba. Calma. Que no es así, no tan simple. Pero cómo negar que en este país, casi la mitad de los hogares viven sin el papá que un día fue por cigarros y no volvió. Millones de mexicanos y de mexicanas crecimos así. ¿Cuántos serán como yo hijos de aquel padre “refinado”?

Mi casa tenía algo de Comala porque, aunque la narración oficial daba por muerto a mi padre, de vez en cuando recibíamos noticias de él, de vez en cuando mi madre contaba que la había buscado, alguna vez ella misma fue a verlo. O sea que estaba muerto pero hablaba y todo. Y bebía, mucho. He ahí el quid de la cuestión: un padre alcohólico.

En México hay doce millones de hogares sin padre.
Unos veintiséis millones de hijos sin padre. Un ejército
de Juanes y Juanas Preciado

Un padre hinchado de aguardiente.

El hecho es que aquel noviembre de 2016 yo estaba intentando un proceso de adopción como madre soltera. Sí, mi hogar sería parte de la estadística de mexicanos sin padre.

Quería un hijo y no tenía pareja y mi edad reproductiva ya no era la mejor para buscar y esperar un hijo biológico. Pero el deseo era grande, poderoso. Así que me puse a intentar el camino de la adopción.

Y como las dos puntas de la madeja siempre tienden a tocarse porque son un mismo hilo por más que tratemos de cortarlo, aquello del hijo me llevó inexorablemente al padre.

¿Cómo voy a tener una hija o un hijo sin poderle contar siquiera quién es su abuelo?, ¿qué relato familiar voy a hacerle a esa cría?

Todos escribimos la novela de nosotros mismos. Y yo quería que mi novela tuviera un padre y que ese hijo deseado tuviera un abuelo. Sí, señor.

Todos escribimos la novela para terminar el relato que nos contaron a medias los que nos dieron origen, o al menos lo intentamos.

¿Pero por qué somos tantos los mexicanos buscando al padre?

Más allá de la estadística yo puedo repasar en un pestañeo la historia de mis amigos Juan Preciado y mis amigas Juana Preciado. Son muchos.

Mi amiga R tiene treinta y dos años y no ha visto a su padre una sola vez en su vida, aunque sabe quién es, cómo se apellida —tiene un apellido importante en la política mexicana—, ha husmeado en su página de Facebook, incluso se atrevió a buscarlo. Recibió silencio a cambio.

C sigue sin saber quién es su padre a pesar de que ha intentado conectar con él desde hace una década. Ha interrogado a tías y tíos para que le den pistas, datos, algo.

Mi sobrina sabe quién es su padre y tuvo contacto con él pero se cansó de sus promesas, de esperarlo, de que le dijera que estaría por ella tal día en tal evento y eso nunca sucediera.

F consiguió el contacto de WhatsApp de su papá y no se ha atrevido a escribirle pero recurrentemente mira su perfil para ver si está conectado o ha cambiado la foto que ella le roba para así tener algo parecido a un álbum familiar donde aparezca su papá, un álbum familiar que va conformando siendo stalker de su propio padre que no quiere saber nada de ella.

Mi amigo A dejó de ver a su padre más de una década y volvió a encontrarlo cuando le avisaron que había muerto de una congestión alcohólica.

Apostaría con el Diablo que muchos de quienes me leen ahora mismo están haciendo su propio relato, el del padre ausente, desconocido, mitificado.

Lo digo porque la ausencia también tiene datos.

Según el relato de los números oficiales, en México hay doce millones de hogares sin padre.

Unos veintiséis millones de hijos sin padre.

Un ejército de Juanes y Juanas Preciado. Algunos lo estarán buscando, otros no. Puedo entender bien la elección del carpetazo: abandonar también a quien abandonó primero, si tú no me quieres pues yo a ti tampoco.

Pero yo busco, yo soy de las que buscan. Tengo la maldición, qué le voy a hacer.

II. ANTICIPAR LA MUERTE

Mi padre va a morir. Empecé a ver el presagio por todos lados, a convencerme de que tenía que hacer algo.

Vayan ustedes a saber por qué, pero a menudo anticipo la muerte. Cuando mi abuela iba a morir, la soñé, venía a mí con dos monedas de plata sobre los ojos, yo sabía que estaba haciendo el viaje al otro mundo. Murió a la mañana siguiente.

Una noche antes de que mi amigo Ramón muriera, soñé que se había casado con mi madre. Desperté en la madrugada y pensé que ese rito no era nupcial sino mortuorio, eran las ocho de la mañana cuando recibí la llamada que confirmó su muerte. Y así tantas veces. Me asusta. No les cuento a mis amigos cuando sueño lo que sueño porque cuatro veces he anticipado la muerte de sus padres y abuelos. Es jodido pero es así. No miento. No sé quién podría mentir con esto.

Si la vida es sueño, la muerte también. Por qué habría de ser diferente.

Así que el sueño de mi padre me inquietó en lo más hondo.

Entonces hice lo que suelo hacer para controlar el pánico: me senté a escribir.

Faltaban muchos días antes de ver a mi terapeuta y vivía sola, no tenía con quién desahogar la necesidad de hablarlo, a quién hacer ese relato matutino del sueño cuando todavía está reverberando en la consciencia. Mis interlocutores naturales habrían sido mis hermanos pero no estaba lista para contarles mi disparate: hola, fíjate que amanecí con la certeza de que va a morir nuestro padre, vamos a buscarlo a la punta del carajo en Michoacán a ver si damos con él, sólo porque yo no soporto la idea de tener un hijo sin abuelo o de que Porfirio se muera sin antes ir a buscarlo.

No.

Escribe, dice la voz del inquilino que me habita y que me regala distancia para mirar a través de ella.

Y escribí una carta:

Papá, ¿te digo papá o te digo padre o te llamo por tu nombre?

Ni siquiera sé cómo comenzar. Voy a cumplir cuarenta años, y es la primera vez que escribo este vocativo.

No te conozco, no sé el color de tu piel, la forma de tu mirada, tu estatura, tu peso, tus manos, tu voz. No sé nada de ti. Y sin embargo soy tú.

Intento recordar algo pero esa pequeña de siete años que te vio alguna vez no me devuelve nada. La memoria está vacía. No hay datos. O no los suficientes.

No te conozco y he pasado por tanto contigo. Quizá la vergüenza fue lo primero, esa sentencia que el mundo intenta normalizar pero que sabe a vinagre en el paladar de una niña: no tengo papá.

He pensado muchas veces que soy hija de mi padre. Lo he pensado en secreto, sé que algo en mi personalidad responde a la demanda imaginaria de un padre que espera mucho de mí: que sea trabajadora, fuerte, atlética, valiente, resolutiva. Como si buscara tu mirada, tu aprobación, un diploma otorgado por ti que constatara que lo hice bien, que mi lado Padre está bien ejecutado.

¿Quién eres? ¿Cómo fue tu vida?

¿Cómo es ahora? ¿Qué te gusta comer? ¿Cantas? ¿Cuáles canciones? ¿Te gusta el café tan caliente como a mis hermanos y a mí? ¿Tomas la sopa hirviendo hasta quemarte la lengua? ¿Eres como nosotros?

Soy tu hija menor. Y escribo, o eso pretendo. Tal vez tu ausencia me dio la primera palabra de todas las historias que quiero contar.

Dicen que me parezco a tu madre. ¿Dirías lo mismo si me vieras? ¿Querrías decir algo?

Ahí estaba yo, componiendo el relato. Escribiendo la novela de mi padre. Bajando al Hades para convertir la ausencia de mi padre en una Perséfone rescatada que al menos la mitad del año convierte la tierra en primavera. Escribiendo para mutar su debilidad y su abandono en regalo. Para liberarme.