La colección fonográfica de Carlos Monsiváis

¿Qué empuja a un persona a vaciar los bolsillos para conformar un grupo de objetos sobre el cual ejerce alguna curaduría, pero que en el fondo gobierna el azar? Carlos Monsiváis —cuya hemeroteca visitamos en El Cultural 347— declaró que el afán del coleccionista implica una aventura existencial: su recompensa es “precisar lo que aún no consigue”. Ahora abordamos su pasión fonográfica, búsqueda y placer que lo llevaron a reunir discos de todo cuño, en una ruta que sin duda enriqueció la mirada del cronista y ensayista.

La colección fonográfica de Carlos Monsiváis. Foto: Alejandra Delgado

Hoy me rentaron el nirvana. Conseguí el segundo disco de Jefferson Airplane... Hoy me hundí en el abismo. Estaba rayadísimo el disco de Uriah Heep...

CARLOS MONSIVÁIS 1

Walter Benjamin afirmó en su Libro de los Pasajes que, para un coleccionista auténtico, “cada cosa particular se convierte en una enciclopedia que contiene toda la ciencia de la época, del pasaje, de la industria y del propietario de quien proviene”.2 Coleccionar es una forma de recuperar las historias resguardadas en los objetos. Responde al deseo de transformar en materia lo recordado, lo imaginado y lo conocido; de almacenar, en cada artículo, parte de la memoria del mundo.

UN COLECCIONISTA ES UN OBSESO que lucha constantemente contra el olvido. Y, como el cazador, su quehacer se basa en el acecho; la búsqueda incesante de la rareza, el ejemplar inconseguible y el hallazgo inesperado.

En su cacería recupera, uno a uno, los elementos que darán cuenta del particular universo de sus preferencias e intereses personales. Aunque, claro, el criterio bajo el que se forma una colección va más allá del mero gusto individual. El proceso de selección para crearla constituye, en sí mismo, un ejercicio curatorial, una suerte de lectura material de la realidad. A final de cuentas, nadie puede escapar de su espacio y su tiempo; es imposible eludir los gustos e inclinaciones de la comunidad a la que se pertenece (las preferencias personales, en efecto, sólo se erigen al interior de los límites espaciales y temporales de una estructura social).

A un buen coleccionista le obsesiona conseguir el objeto que no tiene aún. No puede evitarlo. Carlos Monsiváis es un ejemplo de ello. Muchas veces expresó a sus amigos la aflicción que le generaba el asunto, e incluso, en algún momento, declaró que el coleccionista es “un aventurero existencial, que mide su vida por hallazgos y decepciones”, que “no descansa hasta cerciorarse de su infelicidad” pues “su verdadera recompensa es la tortura de precisar lo que aún no consigue”.3 Gran parte de su vida, Monsiváis estuvo inmerso en la aventura de buscar artículos coleccionables. Durante décadas se dedicó a integrar una “colección de colecciones”, en la que artesanías, fotografías, grabados y piezas de arte popular convivieron con otros objetos. En una entrevista que le hizo Carlos Payán confesó: “Soy coleccionista de lo que puedo, de todo lo que está al alcance de mi capacidad adquisitiva. Soy coleccionista de ritos, de gustos, de manías, de fetichismos. De pronto se te vuelve inevitable”.4

En su colección de colecciones hay una variada selección de fonogramas de distintas épocas. Hablamos de grandes obras de concierto, de jazz, de blues y de góspel, de música popular mexicana y latinoamericana: incluye un amplio catálogo de canciones rancheras, corridos, boleros, danzones, habaneras, porros, pasillos, tangos y otros géneros musicales que estuvieron de moda a lo largo de las primeras seis décadas del siglo pasado. Desfilan por ahí Pedro Infante, Toña la Negra, Juan Arvizu, Libertad Lamarque, Pilar Arcos, Daniel Santos o Carlos Gardel; figuran los más entrañables músicos, autores y compositores de México: entre otros, Agustín Lara, Guty Cárdenas, Eduardo Vigil y Robles, Wello Rivas, Cuco Sánchez, Gabriel Ruiz, José Antonio Zorrilla “Monís”, Ricardo López Méndez y Mario Talavera. Pero, claro, crítico de un tiempo extenso, no le pasaron desapercibidas las célebres figuras de Juan Gabriel, José José o Los Tigres del Norte, ni tampoco agrupaciones contemporáneas de ska, rock y otras músicas que se asocian a los jóvenes.

En entrevista Confesó: Soy coleccionista de lo que puedo,
de todo lo que está al alcance de mi capacidad adquisitiva. Soy coleccionista de ritos, de gustos

ERA UN AMANTE IRREDIMIBLE de la música popular. La conocía bien y gozaba de ella en sentido amplio: el disfrute de un disco no se limitaba a su escucha; siempre se trató de una experiencia compleja. Monsiváis sabía que en las abstracciones frenéticas del tiempo que almacena ese objeto redondo encontraría la huella de las transformaciones históricas, culturales y sociales de México. Entendía que, al recopilar y analizar el legado material de las prácticas locales de consumo musical, podría dar cuenta de las tradiciones vigentes o caducas, de las ideologías en boga o de los cambios en el pensamiento de la sociedad mexicana. Su afán de coleccionar materiales fonográficos constituyó una manera más de atestiguar y entender la caótica realidad del país.

Desde luego, su colección significó un subconjunto y no la totalidad del vasto universo aural en el que navegó. La experiencia sensorial que viviría a través de los sonidos se completaría gracias a programas de radio, películas y espectáculos musicales en vivo que lo sedujeron. No obstante, dicha muestra, que reúne más de 5 mil 600 fonogramas, a la vez que fuente de goces y disgustos, fue una importante herramienta sociológica para él; una ventana desde la que observaría los diversos rostros de la polifacética identidad nacional.

Le encantaba exhumar auralidades caducas. Pero, sobre todo, era un melómano que trashumaba escudriñando minuciosamente los tesoros de los templos de la tradición, la contracultura, el reciclaje y hasta el consumo exacerbado. Forjó su colección de discos analógicos, casetes y CDs a través de visitas sabatinas al mercado de La Lagunilla o al tianguis del Chopo, de paradas frecuentes en tiendas o bazares de segunda mano, de encuentros con otros coleccionistas y con vendedores de reliquias y, además, de una que otra vuelta a Tower Records y Mixup. Aunque su acervo también es testimonio de las muestras de cariño y admiración que amigos, familiares y artistas le procuraban. Por ejemplo, Judith Reyes, la cantante y compositora tamaulipeca que cambió las cabinas de radio más prestigiosas del país por las luchas sociales y los cánticos proletarios, le obsequió, firma y dedicatoria incluida, algunos de los LPs que grabó.

Tal parece que Monsiváis nunca sació su obsesión como coleccionista de fonogramas. Quizá intentaba cerciorarse de no verla satisfecha para así alcanzar la verdadera recompensa que anhela todo cazador de territorios de memoria: “la tortura de precisar lo que aún no consigue”. Su colección no se caracteriza por contener los materiales más antiguos, ni los audios más difíciles de adquirir, o las obras de los autores, compositores e intérpretes más desconocidos. Lo cierto es que logró extraer, como ha referido Jezreel Salazar, “tradiciones valiosas que en su conjunto propician una suerte de herencia colectiva crítica”.5 Ahí tenía otra razón para torturarse coleccionando lo más común: las músicas de mayor difusión, las más cotidianas.

La escucha fue un bastimento de palabras para Monsiváis. Escribió ensayos y crónicas, y habló tanto en radio como en televisión sobre autores y compositores como Juan Gabriel.6 Antes debió de encontrarse con las canciones de los 23 discos que conservaba del Divo de Juárez (cantadas por el propio Alberto Aguilera o por Lola Beltrán, Lucha Villa, Rocío Dúrcal o La Prieta Linda). Fue invitado de honor en homenajes como el que le hicieron a Pedro Infante para conmemorar sesenta años de su fallecimiento, pues en 2008 había publicado el libro Pedro Infante: Las leyes del querer, un examen sociológico disfrazado de biografía, en el que se puede apreciar que crónica histórica y apreciación cinematográfica convergen con el análisis musical que hizo utilizando los 34 discos que tenía del Rey de las Rancheras.7

La colección fonográfica de Carlos Monsiváis.

SU SEGUNDA RECOPILACIÓN de crónicas, Amor perdido, obra homónima del famoso bolero del puertorriqueño Pedro Flores, es otra evidencia de ello. Más que sólo un título, en el libro la pieza funciona como una metáfora de la vida nacional. En él analiza una parte de la historia en torno al intento fallido de alcanzar la modernidad y la democracia en México, extrayendo recursos retóricos de diversos fragmentos de ésta y otras composiciones, y de algunos personajes de la música popular mexicana: de José Alfredo Jiménez a Irma Serrano o Isela Vega.

Las voces que emanaban de su tocadiscos encarnaron una generación de genealogías históricas, en la que Agustín Lara era “una aparición necesaria”, un “medio de ebullición”. Más de cincuenta LPs de El Flaco de Oro: una contradicción aparente; la herencia del romanticismo decimonónico que es soundtrack de una nueva sociedad urbana que lucha por alejarse del provincialismo propio del México anterior a la Revolución. Entre “La ramera” de Manuel Acuña y la “Pecadora” del  Músico Poeta, Monsiváis vio una tradición lírica a partir de la cual se configuró parte del imaginario nacional del siglo XX: el espacio urbano, la vida nocturna, arquetipos como el de la prostituta santa, entre otros tópicos de representación.8 La obra de José Alfredo: “vivificación de esquemas de conducta”. La producción discográfica de El Rey pasó debajo de la lupa del escritor: “bohemia, disipaciones, amor sin límite, pasión sin esperanza”. Jiménez era “el ideólogo de las masas”.9

Por si fuera poco, el crítico además incursionó como autor de canciones con el grupo Los Tepetatles, siempre con el excepcional sentido del humor y la inteligencia que le conocimos. Éstos son algunos ejemplos de cómo la diversidad de sus incursiones en el ámbito cultural puede verse reflejada en el material que alberga su colección fonográfica o, expresado en otros términos, de cómo el coleccionismo era una antesala de su labor como crítico y cronista.

Queda claro que, en su práctica como lector de la cultura, encontró en la compulsión acumuladora una fuerza crítica: la selección y adquisición de cada fonograma que integró a su acervo era ejecutada con el fin de que tradiciones y momentos culturales dialogaran en función de un trabajo intelectual. Y es que, como él mismo dijo: “Aisladas, las piezas [de una colección] tienen un valor con frecuencia impresionante, pero únicamente sus mezclas o, como se dice ahora, sus interacciones, les otorgan la otra dimensión específica, la de pertenecer a una tradición o inaugurarla”.10

Forjó su colección de discos analógicos, casetes y CDs
a través de visitas al mercado de La Lagunilla o al Chopo, en tiendas de segunda mano

En este tiempo en el que lo desechable y la obsolescencia programada predominan, el lugar de los objetos de conmemoración y recreación del pasado se ha vuelto incierto. El avance tecnológico que supone el MP3, YouTube, Spotify y otras plataformas de streaming ha afectado la producción de esos objetos dentro del campo sonoro: no sólo las prácticas de escucha se han transformado, sino que la caducidad de los soportes físicos de los contenidos de audio ha ido en ascenso. A pesar de que el acceso a la información se ha incrementado de modo exponencial —y de que el reciente resurgimiento de los discos de vinilo se sustente retóricamente en el intento de restarle fuerza a lo digital—, la memoria parece ser cada vez más vulnerable y menos significativa.

Ante este fenómeno ineludible, la tarea de las instituciones responsables de la preservación del patrimonio histórico es clave. Afortunadamente, desde junio de 2019 la colección fonográfica de Carlos Monsiváis se halla resguardada en las bóvedas de la Fonoteca Nacional de México. Hoy este corpus documental, que descansa al lado de los otros 245 acervos sonoros que preserva la institución, espera tener otra vez la oportunidad de ser un vehículo de conmemoración, de reflexión y generación de conocimiento, de convertirse nuevamente en un medio que ayude a entender el pasado y que, sobre todo, sirva en el propósito de comprender cuál es nuestro lugar en el presente.

Notas

1 Carlos Monsiváis, “La hora del consumo alternativo. El tianguis del Chopo”, en Los rituales del caos, Era, México, 2001, p. 120.

2 Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005, p. 223.

3 Carlos Monsiváis, loc. cit., p. 120.

4 Citado por Jezreel Salazar, “Monsiváis: Voyeurismo moral y pasión coleccionista”, en Textos Híbridos. Revista de estudios sobre la crónica latinoamericana, vol. 1, núm. 1, junio, 2011, p. 68.

5 Jezreel Salazar, “El coleccionismo como historia cultural”, en Taller de Letras, núm. 50, Fa-cultad de Letras de la Pontificia Universidad de Chile, Santiago, primer semestre 2012, p. 279.

6 Carlos Monsiváis, “Instituciones: Juan Ga-briel”, en Escenas de pudor y liviandad, Grijalbo, México, 2002, pp. 279-299.

7 Carlos Monsiváis, Pedro Infante: Las leyes

del querer, Santillana / Raya en el Agua, México, 2008.

8 Carlos Monsiváis, Amor perdido, Era, México, 1977.

9 Carlos Monsiváis, prólogo a Cancionero completo de José Alfredo Jiménez, Océano / Turner, México, 2007, p. 16.

10 Carlos Monsiváis, “El Museo del Estanquillo”, en Taller de Letras, núm. 50, Facultad de Letras de la Pontificia Universidad de Chile, Santiago, primer semestre 2012, pp. 27.

ALEJANDRA DELGADO (Ciudad de México, 1985) es docente, investigadora y artista visual. Su obra se ha exhibido en el MUAC de la UNAM y en la Universidad Politécnica de Valencia. Desde 2020 es coordinadora de los Catálogos de Radio y Literatura de la Fono-teca Nacional de México.

FERNANDO ESLAVA (Ciudad de México, 1982), historiador y músico, ha dado recitales en el Palacio de Bellas Artes, el Museo Nacional de Arte y la FIL Guadalajara. Desde 2019 es investigador y coordinador del Catálogo de Música Popular Mexicana de la Fonoteca Nacional de México.