A Alberto Chimal
La ciencia ficción son actos subversivos disfrazados de cuentos de hadas.
RICHARD CORLISS
Fue el escritor texano Bruce Sterling, ideólogo del movimiento ciberpunk, quien acuñó el término slipstream para referirse a aquellas obras o autores que resbalan (del inglés slip) del mainstream literario a los subgéneros especulativos y al revés. Son escritores como Philip K. Dick,1 J. G. Ballard, Michel Houellebecq, Margaret Atwood y recientemente Rosa Montero, en nuestro idioma.
Aludir a Montero obedece a una declaración hecha hace muchos años por el recientemente fallecido académico catalán Miquel Barceló, decano editor de ciencia ficción en España, durante una conferencia sobre este subgénero literario impartida en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México en 2014 (no utilizo el término subgénero de manera peyorativa, sino todo lo contrario). Cuando le preguntaron cómo se percibe la ciencia ficción mexicana en España, Barceló respondió con absoluta contundencia: “Para el lector español es inexistente”.
Curiosamente —y el paso de los años no ha cambiado esto— todo parece indicar que la ciencia ficción española, ¡también es inexistente para los lectores peninsulares! Haciendo a un lado el ejemplo de Rosa Montero, autora slipstream paradigmática, estoy seguro de que pedir a cualquier lector o lectora de Hispanoamérica que cite de memoria ya no digamos a diez sino a cinco autores españoles del subgénero le pondría en serias dificultades.
No sucede igual en Latinoamérica, donde en estos momentos la literatura fantástica en general y la de ciencia ficción en particular parecen gozar de buena salud, tras décadas de ostracismo literario y académico, especialmente aquella escrita por mujeres como la boliviana Liliana Colanzi, las mexicanas Andrea Chapela, Karen Chacek y Daniela Tarazona, o la argentina Samanta Schweblin, entre otras, todas ellas apreciadas tanto por lectores como por estudiosos.
Y si extendemos la ciencia ficción a la categoría de literatura de la imaginación —término propuesto por Alberto Chimal— y arropamos otros subgéneros como el horror, nos encontraríamos que por razones dignas de estudiarse en una tesis de posgrado, Latinoamérica produce en este momento una cantidad sorprendente de textos que por fortuna han trascendido la etiqueta genérica para colocarse en el gusto del gran público lector. Y si bien ninguno de ellos se ha convertido en un bestseller, tengo fuertes razones para suponer que no es ése el interés tras su creación ni el que mueve el éxito de autoras como Cecilia Eudave, Bibiana Camacho, Raquel Castro, Mariana Enriquez y Mónica Ojeda, entre otras.
PARADÓJICAMENTE, COMO AJENA a este fenómeno, la España fantástica parece permanecer en suspensión animada, para utilizar un término sacado de la propia jerga de la ciencia ficción.
La dificultad para ubicar autores ibéricos de este subgénero no obedece a su inexistencia. Hay en la Madre Patria varios cultores profesionales de la literatura de la imaginación tecnocientífica, activos desde hace décadas en una especie de circuito alterno que no por ser poco visible produce literatura menor. Pienso, por ejemplo, en los espléndidos Elia Barceló y Rafael Marín Trechera. Sus respectivas obras, que se expanden por varias décadas y cubren amplios territorios temáticos de la ciencia ficción —que van desde la mal llamada ópera espacial a las ucronías—, han pasado injustamente inadvertidas para el gran público lector. Al igual que sucedió con sus colegas latinoamericanos durante muchos años, los narradores cienciaficcioneros españoles parecen conformar una especie de gremio fantasmal que habita una dimensión paralela.
Y si bien ambos son casos excepcionales en el panorama de la ciencia ficción española, que en general es más bien llana e imitadora de la norteamericana, en un mundo perfecto tanto Barceló como Marín Trechera serían estrellas literarias en toda Hispanoamérica, con traducciones exitosas a varios idiomas. Pero por el momento, esa idea se quedará en el terreno de lo ucrónico (y no puedo sino sonreír irónicamente ante la cantidad de conceptos que ahora son de uso común pero se originaron en las páginas de las novelas de ciencia ficción, vertidos en este texto).
La concepción de la historia de Membrana
es tan simple que se vuelve envidiable: se trata de los textos
de sala, escritos por una inteligencia artificial colectiva, del Museo del Siglo XXI, inaugurado en el año 2100
HE HABLADO EN OTROS ESPACIOS sobre la herencia cervantina que condenó la literatura de la imaginación de nuestro idioma a refugiarse en las penumbras. Retomo aquí brevemente el asunto: mientras Shakespeare y Rabelais escriben tranquilamente sobre fantasmas, hadas, duendes y gigantes borrachos, el Manco de Lepanto se niega al vuelo imaginativo: absolutamente todos los acontecimientos mágicos del Quijote se explican en sus delirios y su celebro seco, quizá debido a la gran animadversión que profesaba por las novelas de caballería —la ciencia ficción del Siglo de Oro—, que se traducían del francés e inglés y acaparaban el gusto de los lectores hispanos por encima de los autores locales. Entre muchas otras cosas, el Quijote es un manifiesto antifantástico en el que hasta el vuelo en los lomos de madera de Clavileño —ya no hablemos de los molinos de viento— tiene una explicación racional que echa por tierra toda posibilidad imaginativa.
Lo anterior ¿condenó? la literatura hispanoamericana a quinientos años del más llano realismo, con sus muchas luces y no pocas sombras y en donde los fantasistas han sido relegados, en el mejor de los casos, al cajón de los raros y raras; en el peor, a ese espacio académico que, en palabras de Kurt Vonnegut (otro autor slipstream), algunos académicos confunden con el mingitorio.
Como los mamíferos en el Cretácico, hombres y mujeres que han escrito cualquier forma de subgénero especulativo en lengua castellana casi siempre terminaban condenados a la oscuridad. Por ello mi sorpresa fue enorme al encontrarme en la mesa de novedades local con la novela Membrana, de Jorge Carrión, que también transitó por el circuito mediático de promoción editorial y fue presentada en la Ciudad de México por Juan Villoro, autor que difícilmente se ubicaría como de género, si bien es un lector plural que sostuvo alguna vez un diálogo con William Gibson, padre del ciberpunk, en algún momento de finales de los años noventa, en el marco del extinto Festival del Centro Histórico.
Confieso desconocer, al momento de abrir el volumen, la trayectoria del autor español. Haberme perdido la presentación sólo sazonó la sorpresa que me esperaba detrás de la tapa en mi lector Kobo (era el formato coherente para leer este libro).
El primer descubrimiento es que Membrana está más cerca de Las cartas persas de Montesquieu que del Neuromante de William Gibson. El escritor aborda una empresa casi quijotesca, valga la expresión, un desdoblamiento literario en el que intenta verse a sí mismo —hablo de lo humano—, con otros ojos, usando un mecanismo de extrañamiento cognitivo similar al utilizado por Montesquieu para ironizar sobre los europeos del siglo XVIII. Pero donde el francés se disfrazaba de un turco asombrado por las exóticas costumbres de esa región bárbara llamada Europa, el español hace lo propio mimetizándose en inteligencia artificial para observar con mirada de entomólogo, con “ojos de insecto que no sueña”, para usar una frase de William S. Burroughs, a esa especie exótica llamada humanidad.
LA CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA es tan simple que se vuelve envidiable: se trata de los textos de sala, escritos por una inteligencia artificial colectiva, del Museo del Siglo XXI, inaugurado en el año 2100. Esta entelequia digital es la membrana (siguiente paso evolutivo de la red) que da título a la obra. Se trata de una voz coral e individual al mismo tiempo que hace un repaso histórico del primer siglo de la historia posthumana. Un ensayo narrativo escrito desde la otra orilla que, si se tratara de un objeto audiovisual, sería algo parecido a un falso documental, con la salvedad de que donde Montesquieu tiene intenciones satíricas y un humor corrosivo, Carrión se desprende de toda emotividad y humor, lo cual produce un aura espectral en el texto que resulta altamente inquietante.
Imposible no recordar, aunque sea de manera tangencial, Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, novela donde el autor narra veladamente, a través de las notas al pie de página de un ensayo sobre escritores exitosos que abandonan la creación —ensayo que jamás aparece frente a los ojos de quienes leen el libro—, la angustia sofocante que envuelve la vida del redactor de ese estudio, en un ejercicio de recursividad metaficcional de una ambición estructural raramente vista en la literatura en castellano.
Jorge Carrión va más allá, pero sin el despliegue de recursos literarios de Vila-Matas. A través de la presunta frialdad objetiva obligada en un texto de divulgación, el autor permite a los seres digitales esbozar un autorretrato siempre incompleto, al tiempo que plantea un ambicioso escenario prospectivo que cubre nada menos que la totalidad de este siglo que corre —y del que hemos agotado en un parpadeo casi una cuarta parte— hasta su fin, marcado por la crispada relación entre los seres conscientes carbónicos (nosotros) y silícicos (ellas, pues claramente Carrión feminiza a esta inteligencia colmenar).
LA CREACIÓN DE VOCES no-humanas es una obsesión tan antigua como la ciencia ficción misma. El propio autor alude a obras como Solaris, tanto la novela de Stanislaw Lem como la película de Andréi Tarkovsky o 2001, la cinta (Stanley Kubrick) y la novela (de Arthur C. Clarke, confeccionada a partir de su propio guion cinematográfico para la pantalla grande). Pero escribir desde la otredad sobre lo humano, ya sean extraterrestres, inteligencias artificiales o ciborgs, es una labor compleja de la que muy pocos han salido bien librados.
Desde el interior de la construcción de narrativas especulativas —y de mis varios oficios, uno de los que más orgullo me produce es el de escritor de ciencia ficción—, percibo esta imposibilidad de crear personajes no-humanos como similar a la de los habitantes de la novela matemática Planilandia de Edwin A. Abbott (¡1884!), explicada magistralmente por Carl Sagan en su serie de televisión Cosmos (1980). El llorado astrónomo coloca una manzana sobre una superficie plana y expone que para los habitantes de dos dimensiones el fruto no sólo se percibirá como una circunferencia, la sombra que proyecta sobre su mundo, sino que además les resultaría imposible siquiera imaginar el concepto de volumen.
Algo similar, intuyo, sucede con la biología extraterrestre: encadenados a la Madre Tierra, sólo alcanzamos a atisbar las sombras planas de aquellos seres que pudieran habitar otros mundos. Aquí me ciño con fervor casi religioso a la demoledora Paradoja de Fermi: si estadísticamente el universo podría ser un hervidero de vida y, por extensión, de civilizaciones inteligentes —si bien éste es un término complejo y ambiguo—, entonces ¿por qué nunca los hemos visto? “¿Dónde está todo el mundo?”, como se le atribuye al físico haber dicho durante el desarrollo del Proyecto Manhattan.
Declaración de principios no solicitada: mientras no se presente evidencia fehaciente y palpable sobre la existencia de vida extraterrestre, ya no digamos sociedades tecnológicas, habré de mantenerme en el más estricto escepticismo pese a desear fervorosamente creer en ovnis, como el Agente Mulder de Los Expedientes Secretos X.
No sucede lo mismo con las inteligencias artificiales y entidades digitales, cuya existencia forma parte de nuestra vida cotidiana desde hace mucho tiempo y cuya presunta rebelión frente a los humanos ha inspirado historias durante décadas. Como bien apunta Naief Yehya, el ser humano es la única especie sobre el planeta que diseñará en un laboratorio a su sucesor evolutivo. El hecho de que Yuval Noah Harari distinga entre inteligencia y conciencia artificial no resulta muy tranquilizador (los seres inteligentes resuelven problemas, los conscientes se cuestionan).
Jorge Carrión juega bien sus cartas. Planea y construye su historia igual que un arquitecto, y la divide en tantos capítulos como salas tiene este demencial museo, cuyo diseño se va revelando poco a poco en sus textos
EN DOSCIENTOS AÑOS de historia formal, desde la publicación en 1818 de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley, la ciencia ficción ha producido miles de personajes no-humanos, una abrumadora mayoría de ellos humanoides en los que resuenan sus propios creadores. Basta hacer una revisión de la serie Star Wars para corroborar el fracaso a la hora de imaginar a los habitantes de otros mundos, una interminable procesión de disfraces de Halloween.
Si me apuran, pienso en el océano pensante de Solaris como el ente nohumano mejor logrado de toda la historia de la ciencia ficción; en la novela, Lem plantea con parquedad eslava la imposibilidad de comunicarse con otro tipo de inteligencias, al carecer de instrumentos para ello, no sólo tecnológicos sino epistemológicos. Planeta colonizado décadas antes, Solaris ofrece a los astronautas que ocupan la única estación de investigación sobre su superficie una sola certeza: se trata de un ser consciente e inteligente que trata de comunicarse con ellos, imposible saber si con la misma vehemencia y frustración que lo intentan ellos. Ante la carencia de recursos, el ser oceánico recurre a la telepatía y la concreción de los deseos más profundos de los humanos (y la imagen de la novela de una descomunal mujer afro que se pasea desnuda por los pasillos de la estación me ha asolado desde que leí el libro, siendo muy joven).
Si descartamos como imposible la creación de creaturas extraterrestres plausibles para consolarnos con la confección de alegorías de lo humano, nos queda la opción del ser mecánico. Robots, ciborgs y entes digitales son veteranos pobladores del elenco de la otredad literaria en la ciencia ficción.
En un universo paralelo, la inteligencia artificial más famosa de la historia del cine tendría que ser Hal 9000 de 2001, pero el gran público ha rehuido siempre la complejidad de la película de Kubrick para refugiarse en productos más accesibles. ¿Qué personaje posthumano sería entonces el más identificado por los cinéfilos? ¿La Matriz de las Hermanas Wachowski? ¿La Skynet de James Cameron y su serie Terminator?
Lo cierto es que la imaginación literaria ha estado obsesionada con estos seres, desde los sirvientes mecánicos construidos por Hefesto que aparecen en la Ilíada, pasando por el gólem medieval, la criatura de Frankenstein, el Pinocho de Carlo Collodi y el hombre de hojalata de L. Frank Baum, hasta los replicantes de Blade Runner y la novela de Philip K. Dick que la inspiró. No es casual el deseo de muchos de ellos por convertirse en humanos a través de la legitimación de lo amoroso y los sentimientos individuales. Llevamos al menos dos siglos intentando dibujar la imagen que nos devuelve este espejo.
CONSCIENTE DE LO ANTERIOR, Jorge Carrión juega bien sus cartas. Planea y construye su historia, literalmente, igual que un arquitecto, y la divide en tantos capítulos como salas tiene este demencial museo, cuyo diseño se va revelando poco a poco en sus breves textos. En ese sentido se trata también de una novela del espacio, pero no como las space operas de A. E. van Vogt, por ejemplo, sino como una narrativa arquitectónica donde el edificio construido cumple metafórica y literariamente un rol protagónico dentro de la narración.
Cada capítulo abre con la descripción de las piezas expuestas en la sala, a partir de una curaduría que permite plantear una narrativa museográfica para contar el siglo XXI desde la óptica de las máquinas inteligentes. Es tan sutil que obliga a quien lee a perdonar al autor el exceso de mencionar entre los objetos exhibidos otro de sus libros o el excesivo énfasis en incluir piezas españolas en las salas de su museo imaginario.
El texto curatorial va dibujando no sólo un lugar imposible que recuerda, al menos a este reseñista, los edificios imposibles del historietista belga François Schuiten, otro narrador del espacio arquitectónico, sino el devenir de un siglo marcado por la tensión entre humanos y la propia Membrana, por donde desfilan apóstoles y apóstatas de las inteligencias artificiales.
Mi propia deformación profesional me induce a hablar de otras conciencias digitales de la tradición anglosajona en la ciencia ficción, que es la que conozco mejor. Pienso en el universo de Dune, de Frank Herbert, donde una guerra sangrienta, la Jihad Butleriana, deja como resultado la prohibición de máquinas pensantes y donde se entrena a humanos, los Mentat, para realizar cálculos complejos en segundos. O en Wintermute de William Gibson. O Hal 9000 de Arthur C. Clarke. O...
Pero Carrión viene de otro lado y si estas lecturas fueron parte de su formación, están asimiladas con tal naturalidad que no necesita convertir su texto en un catálogo interminable de referencias geek, como le sucede a varios autores contemporáneos del subgénero, sobre todo en inglés, como Andy Weir o Ernest Cline, acaso el más extremo de todos. Y eso es algo que el lector agradece y que quizá ayude a cimentar la novela del autor ibérico en el slipstream (sospecho que la misma distancia que toma de la ciencia ficción anglosajona es la que mantiene respecto a la escrita en su país, extraviada hace mucho tiempo en obras derivativas y homenajes excesivos, pero esta idea pertenece exclusivamente al terreno de la elucubración).
EL AMBIENTE CASI ANTISÉPTICO de la prosa de Membrana no sólo simula la redacción maquinal de los textos de sala. Al mismo tiempo lleva de la mano al público lector por una sucesión de salones de espejos (no pun intended), en los que el mecanismo que reafirma la identidad del hombre civilizado a través del salvaje en el espejo de Roger Bartra, reafirma al ser humano y lo que implica serlo a través de las imágenes especulares distorsionadas que se multiplican metafóricamente en la narración por medio de las piezas descritas en la novela. En un elegante recurso de diseño editorial, cada una de ellas ocupa un rectángulo vacío al inicio de cada capítulo. ¿Acaso las inteligencias artificiales no ven sino un vacío perfecto en esos objetos acumulados en un gabinete de curiosidades destinado a no ser visto por espectador humano alguno?
De este modo, el desdoblamiento que plantea el narrador a través de la voz impersonal de las inteligencias artificiales que narran la historia, que se antojan metálicas, emitidas por un vocoder como en canciones de Kraftwerk, también esbozan un par de historias definitorias del siglo XXI de las cuales, sin embargo, el narrador apenas ofrece cabos sueltos, las puntas de iceberg que sugieren, con sus frases circulares (“nosotras nos entendemos”), una historia más grande. Es probable que de haber contado completa la historia del soldado gringo desertor y la gurú programadora, la novela habría perdido su ambición literaria en aras de la anécdota llana. Véase en el primer párrafo del capítulo 16, elegido aleatoriamente, el tono que prevalece en todo el libro:
... La lógica de la actualización constante es ilógica y tan humana no obstante, pues un ser humano no es más que una trepidante sucesión de versiones celulares de sí mismo, ya se ha dicho, ya el lenguaje ha sido una vez más repetido, una vez más masticado, pero cuando las redes genética y neuronal se volvieron secundarias, porque Internet monopolizó las atenciones todas, la neofilia se convirtió en la patología mental por excelencia de toda una década, la tercera del siglo XXI que este Museo escanea, resume y representa.
El ambiente casi antiscéptico de la prosa de Membrana no sólo simula la redacción maquinal de los textos de sala.
Al mismo tiempo lleva de la mano al público lector por una sucesión de salones de espejos (no pun intended)
ÉSTA TAL VEZ SEA la máxima virtud de Membrana, y nuevamente aludo a Stanislaw Lem: en un panorama editorial donde las historias de ciencia ficción se multiplican para satisfacer el mercado voraz que exige abultadas sagas (cómo detesto el mal uso de este término), cuya vocación juvenil y apuesta por el asombro suele rayar en la frivolidad y la confección formulaica, Carrión presenta una narración contenida y cerebral, carente de tropos hollywoodescos, explosiones, tiros, naves espaciales y demás pirotecnia.
Obligados a establecer un símil musical, imagino los libros de los antecitados Andy Weir o Ernest Cline como discos de pop, bien facturado pero digerible, ambicioso pero concesivo con el público. Membrana, desde su título de sugerente viscosidad, semeja más un álbum de jazz, cuando no de música minimalista contemporánea, que en su aparente economía exige la atención y erudición de quien lo lee, a riesgo de extraviarse entre sus tegumentos coloidales. Viene a la memoria la respuesta de Alan Moore, cuando se le cuestionó sobre la complejidad del primer capítulo de Voice of The Fire, novela con la que debutó en prosa y el cual está escrito en balbuceos preverbales para describir los pensamientos de un homínido: “Yo quería ahuyentar a la pelusa”.
Brillante en su concepción, ejecutada con la parquedad de quien programa un código binario, en donde no puede sobrar ni una línea, acaso demasiado intelectual para el público habitual del género y excesivamente freak para aquellos ajenos a la narrativa especulativa, Membrana se erige como un artefacto complejo de difícil clasificación, transgresor hacia ambos campos, el de la literatura formal, lo que quiera que este término signifique, y el de los subgéneros. Pero justamente en su naturaleza intersticial construye un estuario narrativo que habrá de fascinar a quien se anime a aventurarse en las entrañas de este edificio virtual, dicho en la acepción más extensa del adjetivo, a explorar sus salas y los objetos que se exhiben al interior de sus páginas. Imposible salir incólume de este museo.
Y si Carrión está destinado a engrosar el aún magro grupo de autores de ciencia ficción en castellano que goza de respetabilidad literaria, será con sobrados méritos slipstreamosos. Que su influencia cunda en ambas orillas de los océanos Atlántico y literario. Nosotras nos entendemos.
Nota
1 Como una forma de respeto al público, el título de este texto no aludirá al de la novela de Philip K. Dick que inspiró Blade Runner.