Desde el inicio de la humanidad, la literatura y la guerra han estado íntimamente relacionadas. Si pensamos en el poema fundacional de la lengua griega, la Ilíada (siglo VIII a. C.) o en dos obras que anticiparon la historia moderna, Los nueve libros de la historia, de Heródoto (V a. C.), e Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides (V-IV a. C.), constatamos que la literatura fue el molde sobre el que se fraguaban las naciones.
LENGUA Y CARÁCTER NACIONAL
Ya sea como el poema primigenio que narra el asedio de Troya, o como la saga de Tucídides, considerada un atemporal manual de guerra, el lenguaje se ha ocupado de ser la memoria y la piedra de fundación después de que la guerra y la barbarie han sucedido. Como en un eterno retorno, después de la devastación viene la construcción y, de ahí, la literatura. Así, con este afán, el Beowulf —de origen céltico-anglosajón— y el mito de Tristán e Isolda comparten el designio de justificar reinos.
Debido a esto, la Edad Media continental se nutrió de la narrativa de la guerra al explotar su carácter heroico. El estímulo de engendrar una subjetividad nacional halló una veta histórica y literaria en su lucha contra los sarracenos: La canción de Rolando (siglo XI), El cantar de Mío Cid (XIII) o La Divina Comedia (XIV), de Dante —que versa sobre las consecuencias del enfrentamiento entre el papado de Bonifacio VIII y el gobierno laico de Florencia—, o El Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda, de Thomas Malory (XV), hasta el monumental Orlando furioso, de Ariosto (XVI), en Occidente la guerra se proyectó como una muestra de valor, poder y, sobre todo, una prueba de lealtad.1 En gran medida, la literatura replicaba el pacto vasallático, como señaló Sartre: validaba la ideología de la época.
Con base en estos poemas se fundó el carácter nacional de los pueblos europeos, ponderando una estirpe de nobleza y la materialización de un mandato divino que les permitían asumirse como el pueblo que ostentaba la verdad y la justicia frente a la abyección del extranjero. Al imponerse mediante la violencia atribuían su éxito a la voluntad celestial para desarrollar su imperio económico. En la reinvención de su pasado veían la certeza de su futuro.
Por su parte, William Shakespeare se serviría de la guerra entre las diferentes familias y casas de la región británica, así como de los conflictos grecolatinos, y concretaría una visión de un mundo complejo, donde la forma en que el hombre hacía la guerra era muestra de su ser. En el clasicismo francés, con Jean Racine o Pierre Corneille —tan distintos entrambos, según afirma Steiner en La muerte de la tragedia—, también se abordaron las querellas de la nobleza. En éstas, emulando a los griegos, la mente de los poderosos era expurgada, así como se retrataba psicológicamente a los monarcas encumbrados, quienes eventualmente actuaban como los seres más despiadados.
En Estados Unidos hubo toda una generación de jóvenes universitarios brillantes, científicos y artistas que partieron al frente, persuadidos de que debían cambiar el mundo con un fusil. Gertrude Stein llamó a esos talentos la generación perdida
LOS HÉROES SE DESDIBUJAN EN LA MODERNIDAD
Sin olvidar que hubo obras antibelicistas previas, incluso en la época clásica, como Lisístrata (V a. C.), del comediógrafo Aristófanes, la conclusión de que la guerra era un insano despliegue de violencia debió esperar hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración suscitó escepticismo frente a la epopeya de los pueblos. No sugiero que dejaran de ocurrir guerras o invasiones, sino que la perspectiva literaria comenzó a introducir un punto de vista crítico en el relato fundacional. Figuras como Goethe, Schiller y otros aportaron a la cultura de la paz desde la reescritura de mitos o la concepción secular del universo. El Guillermo Tell, de Schiller, es un bastión de resistencia ante el poder.
Con base en el materialismo más rampante, la sociedad burguesa ponderaba —como aún lo hace— los periodos de calma y certidumbre para la producción y el comercio por encima de los conflictos. Fue con Rousseau,3 Montesquieu y Kant que se le dio prioridad a la ley en la resolución de los conflictos. La época de la Ilustración creó una subjetividad colectiva que procuraba la vida humana, sí, para sus privilegiados —obvio—, aunque paulatinamente se expandiría hasta los demás estratos. A decir de Kant: “tienen que pasar siglos para que la moral de los pueblos avance tan sólo algunos centímetros”. De igual forma se utilizó el discurso libertario para irrumpir en otras regiones, como lo hizo Francia durante la independencia de Estados Unidos. En su contraparte dialéctica, el nacionalismo se convirtió en el móvil de muchas sectas. En todo caso, me apegaría a la diferenciación señalada por George Orwell entre patriotismo y nacionalismo:
es preciso distinguir entre ellas, puesto que aluden a dos cosas distintas, incluso opuestas. Por “patriotismo” entiendo la devoción por un lugar determinado y por una determinada forma de vida que uno considera los mejores del mundo, pero que no tiene deseos de imponer a otra gente. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente. El nacionalismo, en cambio, es inseparable del deseo de poder; el propósito constante de todo nacionalista es obtener más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad que haya escogido para diluir en ella su propia individualidad.2
En el campo irlandés, encontramos rasgos antibelicistas en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759), del agudísimo Laurence Sterne, quien caricaturizaba a los personajes del tío Toby y al padre del aún feto Tristram al presentarlos como admiradores obcecados de batallas y estratagemas marciales. Sterne muestra el belicismo como una de las formas de la zafiedad.
En este sentido, Napoleón Bonaparte sería una figura discordante en gran parte de Europa, por su afán de continuar el imperio romano y extender la revolución allende el hexágono francés. No es por azar que fuera otro francoitaliano, como Stendhal, quien ironizara sobre la figura de Napoleón en Rojo y negro e hiciera de él, al menos en sus novelas, motivo de escarnio. Pasa igual en La guerra y la paz, de León Tolstói, o en El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas: gran parte de los personajes lo execran y lo llegan a demonizar. En su momento, Beethoven retiró el título “Napoleón” de su concierto para piano número cinco, luego de que Bonaparte bombardeara Austria.
EN LA NOVELA BURGUESA, la sátira y el desenfado son punto de partida para representar un mundo violento y colectivista. Un punto culminante del sarcasmo ante los enfrentamientos armados aparece en La educación sentimental, donde Gustave Flaubert narra el trayecto de Frédéric Moreaux a través de las barricadas de la revolución parisina de 1848, para llegar a una cita con su amante, desentendiéndose del conflicto armado. En el mundo ilustrado se adoptaba paulatinamente una idea básica: la guerra es un evento contrario a la razón y a toda la naturaleza humana, como escribió Tolstói.3
En este momento es interesante que los temas de la literatura se manifiesten en géneros que no habían ocupado el escenario principal, como el cuento, la crónica o la poesía. Los cuentos de Maupassant, Las flores del mal, de Charles Baudelaire, Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, y las obras de los poetas parnasianos se alejaron del todo de las epopeyas y destacaron temas en los que el sujeto respondía sensiblemente al proceso de industrialización europeo.
NOVELAS ANTIBELICISTAS VS. FASCISTAS
Sorpresivamente, sería en el siglo XX, por medio de la vanguardia del futurismo, que la guerra gozó una vez más de buena reputación, especialmente desde perspectivas fascistas que no tenían objeción en intervenir con violencia en el mundo. Sobresalen las ideas del poeta fascista Filippo Tommaso Marinetti, quien glorificó el militarismo y promovió la Guerra de 1914. Lo mismo sucedió con Guillaume Apollinaire, quien partió a las trincheras gustoso. Trágicamente, el autor de los Caligramas sufrió una herida en el cráneo y murió poco después de la epidemia de gripe. En Inglaterra, el poeta y pintor Wyndham Lewis se regodeaba de haber participado en el frente.
A su vez, en Estados Unidos hubo toda una generación de jóvenes universitarios brillantes, científicos y artistas que partieron al frente, persuadidos de que debían cambiar el mundo con un fusil o un mortero. Gertrude Stein llamó a esos talentos la generación perdida, lo que retrató con acierto la regresión intelectual y académica que sufrieron tanto Estados Unidos como Inglaterra. De los dos lados del Atlántico, artistas y pensadores consideraron erróneamente que la inequidad, la injusticia y la miseria serían resueltas con el mar de sangre que fue en realidad la trágica Gran Guerra. Vale la pena mencionar al socialista Jean Jaurès, que sostuvo una cruzada por la paz y cuyo asesinato prácticamente dio el tiro de arranque de la Primera Guerra Mundial, como bien recuerda Joseph Roth en Confesión de un asesino.
Señala el historiador Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX,4 que la Primera Guerra fue tan descomunal en su saldo de muertes porque los países ricos la concibieron como la oportunidad de hacer alarde de su poderío bélico. Se trataba de una guerra de imperialismos. También señala que el porcentaje de fallecimientos arrasó con la población alemana a mayor velocidad (ya que fue más breve) que la Segunda Guerra Mundial, en la que hubo más muertos por ser mayor la población. La letalidad tenía como objetivo una masacre internacional para obtener la supremacía definitiva ante todos los países en la carrera colonialista.
Francia, Inglaterra y Rusia contra el Imperio Austrohúngaro y Alemania querían demostrar quién tenía mayor poder de destrucción. Por su parte, con ayuda de científicos, los alemanes desarrollaron armamento químico y utilizaron el gas vesicante contra sus adversarios. De las consecuencias de estos daños, sería Hermann Broch quien rindiera cuenta de la devastación en su trilogía Los sonámbulos (de 1931-1932), con la cual se convertiría en el autor de mayor sensibilidad literaria al plasmar —a partir de tres años clave, 1888, 1903 y 1918— el declive sociopolítico de Austria. Con base en tres personajes inmersos en una sociedad convulsa: Pasenow, Esch y Huguenau, la trilogía brinda un bajorrelieve de la transición que se dio de una sociedad idealista, prácticamente romántica, pasando por una actitud de escepticismo frente a las viejas creencias, para trocarse en una sociedad proclive al pragmatismo. En esta voluminosa epopeya el personaje principal es intangible e indeterminado, se trata de todo el ente social en el trayecto de dos siglos sanguinarios. Para Broch, el hombre común y corriente lo había perdido todo desde antes de nacer y sólo le quedaba actuar a sabiendas de que no podría cambiar su destino.
En cuanto al hombre, ese hombre que antaño fue imagen de Dios, espejo de los valores del mundo, de los que él era portador, ese hombre ha dejado de existir; aunque todavía posea reminiscencias de su antigua seguridad, aunque se pregunte qué lógica superior a él ha trastocado su buen sentido, el hombre, impelido hacia el horror de lo infinito, por mucho que se estremezca y, lleno de romanticismo y de sentimentalismo, anhele retornar a la protección de la fe, sigue estando desamparado ante la fuerza de los valores independizados. Y no le queda otro recurso que someterse a cada uno de los valores que se han convertido en su profesión; no le queda otra alternativa que, en función de dichos valores, convertirse en un profesional, devorado por la lógica radical de los valores en cuyas garras ha caído.5
Los sonámbulos está conformado por varios géneros literarios, hay ensayo filosófico (“Lógica para un mundo en destrucción”), crónica, narrativa y, además, dramáticamente logra que los personajes principales concurran en la tercera novela, emulando lo intempestivo de la vida misma. Posee la densidad literaria que pocas obras han podido brindar al mundo y, aunque no lo parezca, tiene un mensaje esperanzador pese al triunfo de los seres más infames.
Thomas Mann hizo una suerte de preámbulo a la Primera Guerra Mundial al final de su novela La montaña mágica, por lo cual, junto a su posterior advertencia de qué representaba Hitler, se consagraría como uno de los mayores pacifistas de su época
ENTRE LAS MAYORES OBRAS antibelicistas y antinacionalistas no podríamos encontrar un autor más distinto a Broch que Louis Ferdinand Céline. Francés y de origen humilde, médico convocado al frente de la Primera Guerra, sería el gran pacifista de esa época. No hay nadie tan antinacionalista y tan tajante contra el belicismo. Con su Viaje al fin de la noche (1932), Céline recreó la ironía, el absurdo y la idiotización que permeaba en el ejército. En su estilo se encuentra una de las prosas más musicales y de mayor expresividad. Sin embargo, qué difícil homenajear esa tremenda novela sin pensar en el pésimo papel que este mismo hombre representó durante la Segunda Guerra Mundial como colaboracionista de los nazis. Sólo si abrimos la mirilla y evitamos un juicio sumario podremos aquilatar la hondura de sus primeras dos obras —junto con Muerte a crédito— y no llenar de oprobio su imaginario político posterior. Sin embargo, es posible que entre Los sonámbulos y Viaje al fin de la noche estribe el culmen de la literatura antibelicista.
La desazón y el desconcierto antibelicista también han hecho gala en autores de diferentes contextos, desde el militar Erich Maria Remarque, con Sin novedad en el frente, el checo Jaroslav Hašek con Las aventuras del buen soldado Švejk—concluida por Karel Vaněk—, o Joseph Roth con La marcha Radetzky, Confesión de un asesino o Job. Entre ellos está el pintor y narrador Józef Czapski, quien relata la desaparición de más de diez mil personas durante la invasión ruso-alemana a Polonia en su obra En tierra inhumana.6 Asimismo, Thomas Mann hizo una suerte de preámbulo a la Primera Guerra Mundial al final de su novela La montaña mágica, por lo cual, junto a su posterior advertencia de qué representaba Hitler, se consagraría como uno de los mayores pacifistas de su época. En el ámbito francés, Jean-Paul Sartre se dedicaría, desde su novela La náusea (1938) hasta su tetralogía Los caminos de la libertad, a narrar los estragos individuales de la guerra. A partir de la influencia de Dos Passos y Faulkner, incluyó en su relato desde las negociaciones de Neville Chamberlain con Joseph Goebbels —para la firma del Acuerdo de Múnich, de 1938— hasta la Ocupación nazi en Francia, con lo cual logró un friso histórico con múltiples personajes y escenarios.
AL NO SER ÉSTE un ensayo exhaustivo, sino un transitar por esa mórbida noche que es la guerra, donde el ser humano muestra su peor cara, afloran sus peores instintos y el sentido común pareciera convertirse en un lujo, forzosamente muchos autores quedan fuera. A manera de conclusión, es urgente recordar que el discurso de “defensa propia” en menoscabo de otro país siempre ha sido usado como una retórica engañosa. Nadie tiene derecho a utilizar armamento contra una nación soberana por más que se arguya el riesgo de compartir una frontera —o cualquier otro. Notamos que la guerra y la literatura tienen una conexión, pues el lenguaje —como en la época clásica— es el primero en ser retorcido para justificar el uso de las armas. Como diría George Orwell:
Hechos como la prolongación del dominio colonial británico en la India, las purgas y deportaciones de Rusia o el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón pueden, sin duda, defenderse, pero sólo mediante argumentos que son demasiado brutales para la mayoría de los seres humanos, y que tampoco casan con los objetivos expresos de los partidos políticos. Por eso, el lenguaje de la política ha de consistir, sobre todo, en eufemismos, en interrogantes, en mera vaguedad neblinosa. Se bombardean aldeas indefensas desde el aire, sus habitantes son expulsados al campo, se ametralla al ganado y se pega fuego a las chozas con balas incendiarias; a esto se le llama “pacificación”.
Se despoja a millones de campesinos de sus parcelas cultivadas y se les envía a pie por la carretera, provistos tan sólo de lo que puedan llevar encima; a esto se le llama “desplazamiento de habitantes” o “rectificación de las fronteras.7
Tal como lo hace, justo ahora, Vladímir Putin al invadir Ucrania.
Nota
1 Por no citar aquí toda la literatura de caballería.
2 George Orwell, “Apuntes sobre el nacionalismo”, en Ensayos, varios traductores, DeBolsillo, Barcelona, p. 592.
3 Pierre Pascal, “Introduction”, en León Tolstói, La Guerre et la Paix, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, París, 1978, p. XXI.
4 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. 1914-1991, varios traductores, Crítica, Barcelona, 2003, p. 34.
5 Hermann Broch, Huguenau o el realismo, traducción de María Ángeles Graut, prólogo de Lluis Izquierdo, DeBolsillo, Barcelona, 2006, p. 159.
6 Józef Czapski, En tierra inhumana, traducción de J. Slawomirski y A. Rubió, Acantilado, Barcelona, 2008.
7 George Orwell, “La política y la lengua inglesa” en Ensayos, op. cit., p. 667.