El 20 de enero de 1922, Franz Kafka escribió en su diario que se consideraba víctima de la vida y el tormento. “Como si me fuera vedada la posibilidad de una vida de creación tranquila”. En ocasiones parece que vida y tormento son sinónimos en el código de Kafka. Se encuentran anudados y le resulta imposible separarlos.1
Alma Delia Murillo ha remado con éxito contra el tormento, invocando de su vida, a través de la escritura, las nubes que la ensombrecían. Hija menor de un matrimonio con ocho hijos (uno más murió), emprende con tres de sus hermanos y su madre la búsqueda del padre que los abandonó treinta años atrás. No es una empresa sencilla porque el trayecto anímico, de introspección, no deja de ser doloroso.
En el relato que construye palpitan la lucidez, la ira y la compasión. No trata de juzgar sino de comprender.
Es un viaje por una pequeña franja del territorio nacional (de la capital a La Mira, Michoacán), pero el recorrido autobiográfico lo convierte en un desplazamiento dramático por los pliegues de una vida difícil y al mismo tiempo, gracias al esfuerzo, generosa.
Cuarenta años vivió con retazos de una historia evanescente. Un padre que aparecía en relatos fragmentarios, contradictorios, en buena medida inasibles. Y una madre heroica que, pese al abandono, la pobreza, el hambre, logró sacar adelante a sus hijos. Es una búsqueda de la persona y del profundo significado que tiene en su vida, un rastreo de lo que ella misma es y cómo fue modelada, un cuadro familiar que arroja luz sobre su trayecto vital. Sin edulcorantes, de manera franca y en ocasiones brutal, reconstruye una historia que, como afirma, se parece a la de millones de hijos abandonados, un triste “uso y costumbre” que conforma no pocas de nuestras relaciones familiares.
La narración tiene diferentes capas. La necesidad del padre es una que resulta inescapable. Conocerlo, demandarlo, es un resorte permanente. Saber de él, indagar si hay algo en ella del padre fantasmal es una sombra que la acompaña; también una “vergüenza” recurrente. Y la resignación ante el hecho consumado, al parecer, le resulta imposible.
LA MADRE, POR EL CONTRARIO, es la presencia cotidiana, rotunda. Es la protectora, la proveedora, la formadora. Una madre “maravillosa” que sola, al borde del precipicio, desesperada, oscilante en sus humores, es capaz de llevar a sus hijos a buen puerto. Encuentra en la religión un auténtico salvavidas, una fórmula terapéutica para seguir viviendo, un eficaz “ansiolítico”. No resulta entonces raro entender la admiración de Alma Delia Murillo por su madre. Es un homenaje merecido.
La protagonista despliega su vida ante nuestros ojos, por momentos aterrados y en otros conmovidos. No fue fácil su transformación en una potente escritora. Al abandono le siguieron carencias, acosos, violación, un accidente mayor, trabajos rutinarios presididos por un machismo apenas disimulado, un enojo persistente, un laberinto que parecía no tener salida, aunque siempre acompañado, mitigado, por el gozo que irradiaban sus hermanas o la entereza de la hermana mayor, marcada desde niña por un terrible accidente casero. Parece decir: el dolor no tiene que ser permanente e irreductible y existe una cara luminosa incluso en la adversidad.
Desde la despedida de la casa materna —un adiós sobrio, triste, necesario— hasta el final, aparece una joven mujer irritable, anhelante, corroída por temores varios, pero con el nervio e inteligencia necesarios para trascender un cerco que no escogió. La terapia ayuda, pero la fuerza de carácter y la sagacidad (creo) logran convertir las fracturas y descalabros en episodios, es decir, en momentos superables, no en un destino infranqueable.
Se trata además de una narración reconcentrada que no sólo se detiene en los hechos sino en su significado. La juventud o la ansiedad, los lazos familiares o las pérdidas generan microensayos agudos, penetrantes. Creo leer en ellos un desahogo lentamente destilado, pulido, pensado. Una especie de exorcismo, una fórmula de autoayuda, si la palabra no estuviera tan desgastada. Una navegación hacia ella misma que rinde frutos.
LOS ESPACIOS DONDE TRANSCURRE la historia develan ambientes asfixiantes. La vecindad de Santa María la Ribera, Ciudad Nezahualcóyotl o las tierras michoacanas dominadas por el narco, se encuentran en las antípodas de una vida sencilla. En Ciudad Nezahualcóyotl “no hay dignidad, ni derechos, todo huele a mierda, a corrupción, a leyes que se violan, a cuerpos arrojados en el Gran Canal o en el río de los Remedios... ahí no se puede preservar la belleza”. En los pueblos “perdidos” de Michoacán los reciben con recelo, producto del miedo a los forasteros; comunidades encerradas en sí mismas, gobernadas por el mutismo, las miradas cruzadas y cómplices, arropadas en la sombra de la violencia latente.
No todo, sin embargo, está rodeado de esa aura patética. No faltan estampas de alegría auténtica. Las hermanas cantando a Juan Gabriel es algo más que una viñeta, resulta aire puro ventilando los ambientes opresivos.
LA AUTORA SABE, además, nutrir su prosa con referencias de la cultura popular y también de los escritores clásicos. Lo mismo Cervantes, Shakespeare, Lorca o el mencionado Juan Gabriel, aparecen y acompañan una historia que se alimenta de influencias que la vivifican. No resultan impostaciones sino palancas que ayudan a que la historia fluya y embarnezca.
Creo que al final, al contrario de Kafka, Alma Delia Murillo logra escindir, aunque sea parcialmente, la vida del tormento. Y la escritura acaba siendo su poderosa herramienta.
Alma Delia Murillo, La cabeza de mi padre, Alfaguara, México, 2022, 211 pp.
Nota
1 Franz Kafka, Diarios (1910-1923), Tusquets, Barcelona, 2021, p. 355.