El otro día dudé de mi existencia. Había extraviado una tarjeta bancaria y fui a dar a la sucursal del banco a pasar tres mañanas con el alma dividida, entre las llamadas a la línea de ayuda y los diálogos cada vez más dolorosos con la ejecutiva, que torcía las cejas hacia abajo cuando la grabadora me pedía introducir, de nueva cuenta, mi fecha de nacimiento para comprobar mi identidad.
Mientras las horas iban, yo no dejaba de ausentarme y deprimirme. Algo me orillaba a vivir aquella desgracia desde la distancia. Odio los bancos, soy como cualquier cliente. Sin embargo, recuerdo las visitas con mi madre cuando era pequeña, me fascinaban los formatos para llenar a mano con hoja calca, que se desprendían por el suaje; muchas veces quise ser la cajera tras la ventanilla porque ella tenía plumas, engrapadora, libreta, lápices, sellos y era la regenta de los cortes a los talones amarillos o verdes. Mi prima y yo los solíamos tomar de las mesitas, funcionaban como fichas de intercambio para realizar retiros o depósitos. En aquella época el papel era parte de la realidad y las operaciones se comprobaban con él. Me gustó crecer en ese tiempo, ahora quisiera que esas maravillas burocráticas de papel siguieran existiendo. Resultaba suficiente verificar que éramos las personas que decíamos ser con nuestras identificaciones.
Mi prima y yo jugábamos a ser cajeras de banco llenando las fichas, mientras los clientes eran personajes imaginarios que llegaban a formarse frente a nosotras.
Del pasado bancario puedo decir, además, que la familia de mi abuelo materno comandaba bancos en Venezuela. Incluso creo que continúan dentro de este negocio redondo. Mi abuelo alguna vez fue banquero. En mi familia no nos queda ni el recuerdo de eso. Tal vez, pensé el día en que conseguí reponer mi tarjeta bancaria luego de tres mañanas trabajando como freelance, sentada en la sucursal de mi preferencia, tal vez detesto los bancos porque odio las ausencias y mi abuelo nunca estuvo con nosotros.
Memoricé las nuevas preguntas de seguridad... No olvido el nombre de mi perra, pero sí cada una de las palabras secretas
La cotidianidad se encuentra definida por el uso de contraseñas. No es suficiente una sola para un asunto: es preciso tener contraseñas de las contraseñas. Lo corroboré cuando introduje la mía con las teclas del teléfono y, de regreso, tuve que inventar una nueva para obtener otra más al final del túnel. La “verificación en dos pasos” consiste en teclear algún dato, recibir otro por mensaje de texto en el teléfono y teclearlo de vuelta: la única manera de comprobar que somos quienes decimos ser.
Las computadoras cuentan con mecanismos para guardar nuestras contraseñas porque son demasiadas y se ocupan de manera constante. Los nuevos aparatos inteligentes, como los teléfonos, también pueden guardar en su memoria nuestro rostro o nuestras huellas digitales. Orillados al sinsentido de estos abracadabras infinitos, muchos hemos cedido las huellas de nuestros dedos o el óvalo de la cara y nuestras facciones a las máquinas, con la ingenua creencia de que ellas no saben quiénes somos.
En el pasado, los ejércitos empleaban el santo y la seña. El emisor que nombraba al santo recibía la seña del receptor y así los soldados de un mismo batallón podían reconocerse. La batalla nuestra de cada día implica tener decenas de santos bajo el brazo y coserle las se-
ñas a la ropa de manera eficaz, a pesar de que las líneas telefónicas de asistencia para la “autenticación de identidad” resulten el tránsito por el purgatorio en cámara lenta.
A la tercera mañana trabajando en el banco tuve la reposición de la tarjeta que pretendí con dedicación. Los lamentos de la ejecutiva, de cejas tristes, a quien conocí primero, permanecieron en mi memoria: fuimos víctimas de la injusticia encarnada por los robots telefónicos. El segundo ejecutivo que me acompañó tenía poca fe en mi misión y prefirió dejarme sola con el teléfono en la oreja, perdida en los bosques numéricos de la línea de ayuda. La última ejecutiva que resolvió el problema parpadeó como si usara lentes de contacto y me extendió un papelito con la mano temblorosa en donde había apuntado mis códigos de usuario. Era evidente que vivía espantada en su trabajo.
Con el paso de los días asumí que soy, como somos, un número más dentro de cualquier máquina. Memoricé cada una de las nuevas preguntas de seguridad: los colores favoritos, el camino atravesado por un puente en la escuela donde estudié, de salones inconfundibles, y volví a dudar de mi existencia. No olvido el nombre de mi perra, pero sí cada una de las palabras secretas que abren puertas invisibles. Y pienso en la libreta de mi padre en la que anotó las suyas: con el paso del tiempo resultó un documento ilegible.
Estoy segura de que mi prima recuerda nuestro juego del banco. Las fichas de depósito y retiro fueron documentos veraces de nuestra ilusión. Ahora, que casi todo se ha falseado, me pongo los lentes y doy clic
al botón para guardar la contraseña que acabo de inventar. En medio de las dudas acerca de mi existencia, tal vez pueda recordar que hay nombres de santos y que habrá señas dadas por el compañero de batalla para que no me confunda y nuestro combate sea compartido, porque en la acción se encuentra el código CAPTCHA y todavía sé distinguir un semáforo de un automóvil.
Daniela Tarazona (Ciudad de México, 1975) es autora de las novelas El animal sobre la piedra (2008), El beso de la liebre (2012) e Isla partida (2021) y, en colaboración con Nuria Mel, Clarice Lispector: La mirada en el jardín (2020).