Perro mundo

En los años recientes, varias colonias tradicionales de la Ciudad de México han sido escenario de la emergencia del fenómeno llamado gentrificación, en el que nuevos habitantes desplazan a los antiguos, en un proceso que transforma y encarece las condiciones del entorno. J. M. Servín, probado cronista de nuestra megalópolis, detalla cómo operan algunos de esos cambios en una zona emblemática del Centro Histórico. La transición en marcha luce todavía informe, heterogénea, pero los visitantes y pobladores recién llegados ya encuentran sitios propicios para cumplir, bajo modalidades novedosas, las promesas de la noche, la fiesta y el deseo.

Perro mundo
Perro mundo Foto: Fuente: El Salario del Miedo

I

Una tarde de viernes, a fines de mayo de este año, fui a curármela a La Herminia, un híbrido entre fonda y cantina, en la esquina de Ernesto Pugibet y Arandas. A unos pasos está un mercado y una plaza inaugurada durante el Porfiriato por el empresario tabacalero que dio su nombre a esa zona. Está dedicada a locutores de la época dorada de la radiodifusión y es concurrida por indigentes, aprendices de bailarines de danzón, padres con sus hijos que corren de un tosco juego de tubos a otro, vigorofílicos que hacen repeticiones interminables de ejercicios calisténicos en aparatos de tubo de acero. Los franeleros y vieneviene mariguanos con sus chiflidos y lenguaje estridente contrastan con los ancianos y enamorados sentados en las bancas. En conjunto otorgan una personalidad singular a una enorme zona de vivienda vintage con rentas últimamente tasadas en dólares. Ideales para los nuevos colonos con estilo de vida aprendido en un iPhone. La Zona 4 del llamado Centro Histórico alberga el mercado gourmet de San Juan, adonde acuden turistas tacaños y estudiantes de gastronomía que descubren con azoro que el maíz, el tomate y los insectos comestibles alguna vez fueron parte de la dieta prehispánica.

En el área de los aparatos de ejercicio hay tres cruces con altar por una muerte anónima para mí hasta hace unos días. Pero una vecina me informa que balacearon a un tal Emanuel Torres, asiduo a las barras de ejercicio. La informante no sabe las causas pero afirma:

—Aquí matan a cualquiera.

Apenas unos días antes pasé por ahí y no estaba la ofrenda. Hay un cintillo amarillo para impedir el paso a los altares. Busco la información en La Prensa, El Gráfico y el Metro, y no encuentro ninguna noticia que refiera los hechos. Pregunto por ahí y no hay una sola respuesta que aclare el misterio de las cruces de metal con flores blancas ya resecas. Días después corroboro la información que me dio la vecina a través de un cartoncillo clavado en el árbol con la leyenda: “Eres eterno para nosotros, no lo olvides. Mientras vivamos los que te amamos. Damas morras”. Lo firma una tal Ema Torres, quizá hermana del fallecido. La fecha del mensaje no coincide con la de la instalación del altar, dos semanas atrás: 22/06/22. No importa, ya todo es estadística surrealista, ni dolor ni pérdida. Uno punto nueve homicidios diarios según números oficiales del gobierno de la ciudad.

II

Hay un mural con colores muy mexicanos del rostro de un ser andrógino que me parece un Maradona gay. A su lado, el pequeño comedor con barra para el chupe parece una rareza en la calle de Arandas, angosta, pérfida y dominada por bodegas y locales de pollo al mayoreo. Cerca hay una pulquería, Las Duelistas, refugio etílico para neomexicanistas que gustan del reggae y el rock en español ochentero. El aire apesta a hielo sucio que se derrite bajo el sol implacable y aves congeladas. De las hieleras gigantes escurre un líquido amarillento. Están alineadas como trincheras por toda la calle y su paralela, López, hasta Arcos de Belén. Venta al mayoreo y al menudeo que ha elevado al nivel de pechuga a las alitas, debido a esta epidemia de negocios juvenilistas de frituras de pollo y cubetazos de seis infames cervezas. El Supertazón ha generado una legión de consumidores de comida chatarra insípida que hace más daño al corazón y el hígado humano que un litro de Tonayan.

Son aproximadamente cincuenta manzanas delimitadas por el Eje Central, Avenida Juárez, Bucareli, Avenida Chapultepec y Arcos de Belén. Calles mugrosas, chacalonas, escandalosas día y noche, habitadas por decenas de indigentes que sobreviven con dignidad a su destino funesto y coprófilo, gracias a su resistencia silenciosa y sin aliados contra lo que hoy en día representa la exclusión nice: la gentrificación.

En la calle de Humboldt hay un bastión del comercio chino en México y casi al final de la calle hacia Avenida Juárez, una fonda china con un menú exquisito para llevar. Nadie habla español, los dependientes son unos mulas y me divierto gritándoles palabrotas pues según el consenso entre mis amistades no entienden español. A saber. De todas maneras esa colonia de chinos maleducados va ganando espacio y presencia en la zona. Van y vienen veloces en sus motos eléctricas pasándose los altos, en sentido contrario, e invaden calles peatonales. Ignoran a todo mundo y no piden permiso para nada. A la fonda llegan por sus pedidos en lujosas camionetas y con ropa de marca estilo Masaryk.

Lo cierto es que este barrio era mucho más interesante antes de que llegaran las burguesías del arcoíris y progres, de extranjeros europeos y gringos que aprovechan el valor de su moneda para vivir como aristócratas por más que se disfracen de fachosos para disimular su arrogancia y superioridad moral de nuevos ricos.

Pienso en mi novia, Lucy. Desde hace varios años trabaja doce o más horas diarias como operadora financiera en un banco. La pandemia la recluyó en el home office, otra variante de la esclavitud globalizada. Tiene un buen sueldo en abstracto, que en los hechos sólo alcanza para sostener un ritmo de vida agotador y enajenante. Habita una covacha en la calle de Ayuntamiento porque no puede rentar un departamento y mucho menos pagarlo con el préstamo que le ofrece la empresa. Le alcanzaría para un cuarto de servicio en la zona o un depa miniatura en una de las periferias pobres. Pero no todo está perdido, al contrario. La jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, presume el “gran desarrollo inmobiliario” que vive la capital del país. Así lo declara en una nota del periódico Milenio, el 2 de junio de 2022, escrita por la reportera Alma Paola Wong. Durante su participación en el cierre de la edición 18 del Real Estate Show de la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios, dijo entusiasta que “la ciudad se va recuperando en su actividad económica, fue difícil la pandemia, pero estamos ya en un proceso de recuperación muy importante... recibimos este año, como el año pasado, la mayor inversión extranjera directa, 7 mil 973 millones de dólares, el 41 por ciento de todo el país con distintos sectores, no solamente el financiero, que representan una inversión muy importante para la ciudad”. ¿Y eso entre quiénes se reparte y a quiénes beneficia? Mi sugerencia para Lucy es que se siga sobando el lomo sin respingar porque no le tocará nada de este renacimiento financiero.

La Ciudadela congrega a hordas de turismo tacaño y chanclero que hace sus conversiones de euros o dólares para maravillarse por el costo de 400 pesos por un sombrero de charro

III

El barrio, la ciudad, transforman a pesar suyo su identidad comunitaria para alinearla a la visión del empresariado criminógeno. Series televisivas como Ozark, Billions, McMafia, Succession o The White Lotus deben su éxito a la representación del ascenso social mediante la depredación del entorno por personajes que más allá de su codicia, representan familias respetables, moralizadas por el dinero.

Existen 106 obras en puerta y 836 obras en construcción en este momento, dice orgullosa la gobernadora de la ciudad donde nadie es inocente. Desde mi azotea resaltan las torres de negocios, grúas de construcción y edificios mixtos (vivienda y comercios) como godzillas de la especulación inmobiliaria. Hacia al sur bloquea la vista el muro gris de un horrendo condominio habitacional en su última fase de construcción. En la ciudad predomina el estilo búnker que forma parte de la percepción de aislamiento como medida de seguridad preventiva contra el populacho.

IV

La mayoría de la actividad diurna en la Zona 4 del Centro termina a las ocho de la noche. Negocios de venta de lámparas, enseres domésticos, azulejos, muebles sanitarios, plomería, electricidad, chácharas chinas, fondas, restaurantes y cantinas. Un Chedraui vigilado como si enfrentara amenazas de saqueo. Cinco mercados. Dos de artesanías, uno de flores y dos de comestibles. En el mercado original de San Juan, la esquina de López y Arcos de Belén, en el perímetro más áspero del sector, prácticamente no se ven extranjeros ni hípsters. Uno de los dos mercados de artesanías, frente a la plaza de La Ciudadela, es el más concurrido y popular. El otro, inútil y siempre vacío, es otro ejemplo de la mala planificación urbana.

El mercado de La Ciudadela congrega a hordas de turismo tacaño y chanclero que hace sus conversiones de euros o dólares para maravillarse por el costo de 400 pesos por un sombrero de charro forrado de terciopelo y lentejuela. Esos turistas entran en grupos grandes a todas partes, a veces guiados por un guía local que reproduce fiel al buen salvaje roussoniano, deseoso de agradar a los güeros que siempre cargan con sus botellas de agua, mochilas de campismo y visten como misioneros. Piden una cocacola, una cerveza, las comparten y si ven la oportunidad, exigen la botana que les es servida con amabilidad. Miran desconfiados a nadie en particular, no vaya a ser. Avezados en protegerse de la violencia que rara vez les toca, pero sobre la cual les han advertido hasta la saciedad las autoridades diplomáticas de sus países de origen.

Cantinas, piqueras y hoteles de paso son registros de un pasado prostibulario que al día de hoy aún da señales de vida. Por las noches, a partir de las 8 pm hay un corredor de cruising que inicia en la esquina de Tolsá y Enrico Martínez y sigue por esta última hasta Emilio Dondé, en la esquina de La Ciudadela. Enfrente está la secundaria Sor Juana Inés de la Cruz. Prostitución masculina para todos los bolsillos y edades. Parados sobre la calle, los escorts muestran sus vergas a los coches que circulan lento por una calle que durante el día se disimula con venta de libros usados. Entre ellos hay varios chacales, como se conoce en el ambiente de la prostitución gay a sujetos de rasgos indígenas, musculosos; los demás no tienen ningún atractivo físico destacable, ni siquiera el de sus genitales, que no paran de sacudir al aire libre. En las bancas del parque de La Ciudadela he visto señoras ya mayores masturbando discretas a hombres de edad similar. Fingen platicar mientras la mano de la mujer trabaja oculta bajo un saco, un suéter o una mochila de campismo.

Perro mundo
Perro mundo ı Foto: Fuente: El Salario del Miedo

En la esquina de Bucareli y Artículo 123 está la vinatería del Osorio Chong, un chaparrito idéntico al exsecretario de Gobernación. Abre las 24 horas. Vende alcohol y cigarros a cualquier hora, a despecho de la reciente medida del gobierno federal y de la ciudad con su más reciente prohibición: fumar en once zonas del Centro Histórico. Esta popular vinatería representa una de las tantas reacciones y consecuencias que vuelven aún más fallida la visión moral predominante en el siglo XX y lo que va del XXI: la intrusión en las libertades individuales disfrazada de higiene física y mental. La medida se extiende a la prohibición de los vapeadores y cigarros eléctricos, e incluye los cigarros de chocolate. Por cierto, me entero por una noticia de la BBC News que Canadá, en la parte de la Columbia Británica, despenalizará provisionalmente el uso recreativo de la cocaína y el MDMA o éxtasis.

En contraesquina del Osorio Chong abre hasta altas horas de la madrugada una piquera pequeña y vistosa que reúne a los chichifos, mayates y demás variantes gays del rumbo. A unos pasos de la vinatería, hacia el norte, está la legendaria cantina La Reforma, con un ambientazo de jueves a sábado gracias su música en vivo. Los Hitters, agrupación legendaria de los años sesenta, pone a bailar rocanrol a oficinistas, jubilados y obreros de edad madura en un ambiente de armonía de pronto interrumpida por alguna bravuconada sin consecuencias.

En General Prim hay una enorme discoteca LGBT mixto (así la define su administración), que antes fue swinger: Enigma. En ella hay cuartos oscuros, ballroom y vogueo: expresiones de baile y fashion a la neoyorquina, adaptadas e interpretadas por una comunidad pansexual de extracción proletaria. Hay el Viernes mamón, que vaya uno a saber de qué se trata pero que podría convocar a buena cantidad de los nuevos habitantes del barrio. Así me explico la circulación en las calles de muchos jóvenes con look a la RuPaul, el famoso drag queen.

Hamponcetes, indigentes, diableros y repartidores en moto prestos al tiro y al descontón. Orientales por todos lados. Abundan las vinaterías de franquicia y de las otras, las tiendas de enseres domésticos, los baños públicos San Juan, que ofertan el libertinaje privado. Cuando se despide el sol, reloj checador de la apariencia, las calles solitarias, fúnebres pero apacibles, me abren los oídos a una música que relaciono con el bebop.

En General Prim hay una discoteca LGBT mixto (así la define su administración), que antes fue swinger: Enigma... El Viernes mamón podría convocar a buena cantidad de los nuevos habitantes del barrio

V

En las calles aledañas a La Herminia rifa el reguetón de Bad Bunny. A las cinco de la tarde, sentado solo en una mesa para cuatro comensales, veo y escucho emocionado en una enorme pantalla HD a Frankie Ruiz, el padre de la salsa romántica, ideal para culminar la aventura fortuita en uno de los tres o cuatro hoteles de paso cercanos. Frankie Ruiz representa al hombre común que vive y goza, descontento mientras seduce y se enamora. Un forajido a la latinoamericana, sin medallas, fiel a su parroquia donde se rinde culto a Santa Cocaína. Mi padre diría que es un segundón, lo cual no comparto.

Lucy está enamorada de Frankie. La entiendo y lo celebro. Estuvo cinco años preso en una prisión federal de Estados Unidos por golpear a un agente aduanal. Frankie traía droga en su equipaje y se negó a que lo revisaran. En cana formó el grupo Salsipuedes. Un seductor de barrio que irradia simpatía y estilo. Héctor Lavoe diría que es una alimaña, un gentil hombre que no se dobló ante Fania, la empresa musical que en los años setenta del siglo XX representaba una resistencia cultural latina, migrante y reprimida, pero gozosa y contestataria, a través de su música. Murió a los cuarenta años. Rubén Blades, Willie Colón y Héctor Lavoe fueron una expresión musical emergente de la dimensión del punk de los Ramones, el rap de Sugar Hill Gang y Grand Master Flash, y la disco a la Neal Rodgers. Todos ellos hicieron de Nueva York la cuna de una revolución cultural más allá de lo meramente musical, dieron un golpe de timón accesible a las masas que, de cualquier forma, manipuladas en su gustos y creencias, encontraron aire fresco para sus reclamos.

Todo esto lo divago ya a medios chiles en La Herminia.

De la calle nos invade en el local, para unos treinta comensales, un dueto de músicos callejeros con un tamborcito fabricado por la maquila china especializada en instrumentos africanos y guitarras de palo. La idealización del vagabundeo libertario compra productos hechizos al país que controla al mundo con su basura a precio de regalo. Ambos desafinados y con un tono de voz rasposo, lastimero pero intimidante, que se escucha en todo el mundo globalizado con su exclusión hipócrita que en realidad tolera lo que más odia: su reflejo en el espejo roto del azar y la falta de oportunidades para millones de sobrevivientes de la democratización de la pobreza como control social. Más pobres, más Walmarts, populismo y similares.

VI

Debido a la demanda, un mesero apodado por Lucy como Mi Señor, porque así se dirige a mí y a ella la ignora, me propuso compartír mi mesa con una pareja godín; por su plática llena de indirectas seductoras, me di cuenta de que eran empleados de un Ministerio Público del búnker de la Doctores. La chica le confesó a su pretendiente que a cada rato se la querían ligar en las fiestas de la chamba. “Pero como aguanto mucho chupando, no me estreso y los bateo. Yo sola me acabo una de Bucanas”. “Entonces eres bien peda”, afirma el pretendiente, como corresponde a un ministerial acomplejado y menso. “No tanto”, responde ella segura de sí, “hay compañeras que toman más”.

El dueto de trovadores agota su repertorio de cuatro canciones y entran al local a pedir apoyo. Mi mesa está en la entrada y soy el primer candidato para sostener su causa. Se me ocurre decirle al de la guitarra que ese día sólo apoyo con dinero a consumidores de drogas. Estupefacto, el músico se me queda viendo a la cara, serio. Mientras tanto Frankie Ruiz ha cedido su lugar en la pantalla al gordazo Maelo Ruiz, y no son parientes. Los trovadores dudan sobre cómo resolver al momento la oportunidad de llevarse el billete de cincuenta pesos que tiembla entre mis dedos índice y pulgar.

—Se lo aceptamos, jefazo, aunque no sea para lo que usté cree —dice confundido, antes de voltear a ver a su comparsa y estallar juntos en una carcajada estridente, cínica y cómplice conmigo.

Perro mundo
Perro mundo ı Foto: Fuente: El Salario del Miedo

Se van de prisa sin dejar rastro, como ladrones. Diez minutos después llega un hombre mayor, canoso y con corte de pelo militar. Los amorosos frente a mí siguen poniéndose a prueba para ver quién es más marrullero.

A esos amorosos no les preocupa el amor, viven al día y no les importa, al parecer.

El nuevo animador trae una bocina enorme sobre un diablito con grabadora y micrófono para karaoke. Con estridencia de evento popular en el Zócalo nos deleita con “Billie Jean”. Este wey es de mi edad, calculo. Qué grande era Michael Jackson. Otro inmortal.

Pero este sujeto con su cacharro reproductor de música me pone los pelos de punta. Volumen insoportable. No me explico por qué los meseros no lo ahuyentan. Mira retador a su audiencia involuntaria. Casa llena. La mayoría, empleados del gobierno de la CDMX. Visten un chaleco verde. En su mesa improvisada para unas diez personas hay una enana con acento argentino que no para de hablar sobre la injusticia en su país y sus cercanos fingen oírla, comprensivos.

La pareja frente a mí sigue midiéndose, como si estuvieran en Enamorándonos. De pronto pagan y se van, urgidos, pero creo que de regresar a la oficina. Siempre se están yendo porque su amor es una prórroga perpetua gracias a las horas extras. Si Jaime Sabines los viera.

Termina “Billie Jean”. Alguien al fondo aplaude. El DJ sigue luego con “More”, en versión de Vic Dana. Originalmente era una pieza instrumental que fue compuesta para el documental Mondo Cane (Perro mundo), un fenómeno de audiencias a finales de los años sesenta. Si alguien la vio es tan viejo y nostálgico como yo. Sin hilo conductor, el pseudodocumental muestra imágenes estrujantes de diversos lugares del mundo. Se adelantó a la era de la simulación en pantalla e inauguró un género muy explotado antes del boom de los reality shows.

La nostalgia es el maquillaje de la memoria, sin ella no soportaríamos el presente. Este sujeto es un conocedor, me digo. Lucho por contener las lágrimas. El DJ se da cuenta de mi debilidad y hace los coros tarareados. Nomás faltaba que supiera inglés, la mejor versión es la de Frank Sinatra con la orquesta de Count Basie, me digo en descargo de mi nostalgia berrinchuda. Es imposible resistirme a su túnel del tiempo musical, con tecnología china obsoleta, pero a modo del reconocido ingenio mexicano que nos hace mañosos pero crédulos. Con micrófono reverberado nos pide “Una na pequeeeña cooperación-on-on-on...”, y se sigue cantando “Payasito” con fondo de Enrique Guzmán, quien por cierto también tiene su versión en español de “Más”.

Parece que me dicta mis memorias.

Estoy de su lado. Nos da la espalda y mira a la calle rechazando cualquier asomo de conmiseración. Los sobrevivientes tenemos una soberbia convenenciera pero irrompible. Trae mandil de plástico negro, una Polo rosa y pantalón de mezclilla de los que también se ven en Masaryk. La lengua de fuera le cuelga sobre el labio baboso, cojea. Pasa a las mesas a pedir dinero, menos a la mía, y se va bailando a ritmo de “Popotitos” en voz de nuestro Neil Sedaka. Un plomazo, el Guzmán. También le extiendo un billete de cincuenta pesos, sintiéndome capo de Goodfellas, pero me ignora. Antes de empujar su diablito musical, me dedica una carcajada que yo diagnosticaría como pérdida del juicio. Es decir, en sintonía con los habitantes promedio de esta ciudad.

VII

Regresa la calma y en la pantalla aparece el video de un concierto en vivo del legendario Frankie Ruiz cantando “Una aventura”. El mesero que me llama Mi Señor viene otra vez a pedirme que acepte la intrusión, ahora, de un milenial moreno, fortachón y con panza. Viste playera negra con el logo de Metallica. Viene bien crudo y comienza pedir anís dulce. Al segundo se me ocurre recomendarle que lo tome campechano, es decir, seco y dulce. Te hará menos daño, aseguro. Toma a bien el consejo y comenzamos a platicar, o más bien yo a interrogarlo. Tiene un puesto de telefonía en López y también trabaja para la delegación cobrando cuotas a los puesteros. “Nunca sabes con qué te vas a encontrar”, afirma categórico. “Tomo diario pero el anís me tranquiliza. Empiezo temprano, mi jefe. Así es esto, ¿no?” Se acerca un amigo suyo y se sienta con nosotros un momento.

Pide una cerveza y antes de terminarla le hace señas con la mirada y se lleva al fortachón anisero. Le da tiempo para agradecerme el consejo y dice:

—La neta lo voy a probar más seguido, me supo muy bien.

Afuera hay mesas pero todavía pega el sol a todo lo que da. Las ocupan compañeros de los cobradores de piso. Regresa el dueto de músicos jipiosos y el fortachón pide que le presten el tambor. Comienza a sacar ruiditos con cierto ritmo. Sus compas aplauden y le sueltan cábulas por su escasa habilidad. El fortachón se cansa y entonces toma asiento en un banco mientras pide una caguama a Mi Señor. Cae la tarde y se nubla el cielo. El viento sopla del hocico de un lobo celestial que amenaza con tirar la casa de los treintaytantos cerditos de ambos sexos que llenamos La Herminia. A nadie le importa que los dos amplios ventanales que dan a la calle de Arandas no tengan vidrios. No hay puerta. Es así todo, en caliente y franco.

En la pantalla aparece un concierto en vivo de Frankie Ruiz cantando  Una aventura . El mesero viene otra vez a pedirme que acepte la intrusión de un milenial moreno, fortachón 

VIII

Son las 7 pm y pido la cuenta a Mi Señor. En lo que llega se sientan a mi mesa sin preguntar un trío de extranjeras, dos de ellas lesbianas, pareja. Frente a mí comienzan a hablarse al oído y se besan. Premeditadamente me ignoran. La tercera queda a mi lado y no le queda de otra más que sonreírme mientras me da las buenas noches a manera de saludo.

—¿Andan de turistas? —pregunto.

—No, vivimos aquí.

—¿Dónde, desde cuándo? —pregunto como agente migratorio, un tanto molesto por esas presencias cargadas de magnanimidad y altanería.

Pide una cerveza y dos aguas embotelladas.

—En la calle de Mesones. Llevo nueve meses en Ciudad de México. Estoy en un proyecto de apoyo a comunidades en riesgo.

—Uta, pues tienes chamba para rato. Nada más en esta ciudad somos como diez millones. ¿Qué es lo que haces?

Son australianas y mi interlocutora tiene un local de ropa reciclada en el Edificio Gaona, a media calle de mi domicilio en Bucareli. Viven del verbo, es decir de la retórica del lenguaje incluyente y sus proyectos abstractos que en los hechos a nadie le importan. Ella no paga renta. Elabora programas patrocinada por una asociación extranjera. Le da pequeños sorbos a su cerveza como si temiera que la envenenaran. La pareja frente a mí no pierde de vista a su guía que responde a mi interrogatorio con cautela. Hablan en inglés entre ellas, creyendo que no las entiendo.

—Tengo que entregar el local en septiembre —dice en descargo suyo.

—¿Pues a quién conoces? A mí como mexicano me resultó imposible rentar un local.

—Tienes que conocer a la gente indicada.

—Si eres extranjero seguro lo logras —respondo, ya molesto.

—Yo creo que sí podemos hacer algo para que las cosas cambien.

—Aquí ya no cambiará nada. El día que nuestra moneda valga lo mismo que la tuya, que podamos conseguir empleos bien pagados como el tuyo, que nos permita pagar rentas como la que tienes, vemos.

Llega un tipo joven de barba de piochita, cola de caballo, sombrero de paja y botas de explorador. Es el novio de la misionera y se sienta a su lado. Nota que la conversación no es del todo amigable y apenas me saluda. Le sugiere a su novia irse a otro lugar porque ya no tarda en llover.

—Aquí no hay esperanza para nadie —sigo, ya impertinente.

Noto que está subido mi tono de voz. No sé si es porque ya se me pasaron los tragos tomando anís campechano, lo mismo que le sugerí al joven cobrador de cuotas dos horas antes. Pido de nuevo la cuenta y Mi Señor llega de inmediato. Traigo efectivo y dejo una generosa propina en mi descargo y sintiéndome obligado. Todo es muy raro y me siento fuera de lugar, aturdido. Ni siquiera me tomo la molestia de despedirme porque mi malestar y el estruendo de la lluvia lo hacen innecesario.

La tormenta responde a mi intransigencia. En la entrada, el mesero me sugiere esperar y tomarme otro trago. No, gracias. Frankie Ruiz sigue bailando y cantando en pantalla como si no debiera nada. Eso y el diluvio con granizo me dan ánimos para caminar a casa.

Me empapo y piso charcos como el niño del tambor. Frankie me contagia su alegría de vivir.

Al llegar a casa pongo “More” en su versión original.