La seducción del lenguaje de López Velarde

El pasado 17 de junio, el investigador, poeta y reciente miembro del Seminario de Cultura Mexicana, Fernando Fernández, recibió en Zacatecas el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde 2022. Entre sus intereses consta la predilección por el autor de “La suave Patria”, que ha derivado en los libros de ensayo Ni sombra de disturbio (2014) y La majestad de lo mínimo (2021). En su discurso de aceptación del reconocimiento destaca las tareas que considera indispensables para profundizar aún más en la producción del creador zacatecano.

Imagen conmemorativa del centenario del poeta. Foto: Fuente: inba.gob.mx

Como conté ya en diversas ocasiones, descubrí a Ramón López Velarde en las páginas de un ejemplar de Cuadrivio, el precioso libro de Octavio Paz que estaba en la pequeña biblioteca de mi casa. Caí en una extraña fascinación, hecha de perplejidad y admiración a no sabía yo exactamente qué… lo cual se entiende bien, puesto que López Velarde es un poeta difícil y Octavio Paz, un prosista complejo.

ALENTADO POR UN VIAJE previo por medio país que hice con un amigo de la preparatoria en trenes y camiones, y con la mochila al hombro, que incluyó una primera visita a Zacatecas, al poco tiempo estuve de regreso en esa ciudad, que se me quedó grabada con especial intensidad.

Mi segunda visita, a diferencia de la primera, tenía como último destino esta villa jerezana. Conservo el boleto del tren que me trajo a tierras zacatecanas, a cuyo reverso puede leerse con claridad la fecha 6 de mayo de 1985 y, también por ahí, perdido entre otros papeles, el boleto que atesoré de mi primera visita a la Casa Museo del Poeta en esta ciudad.

Fue interesante, aunque un tanto infructuoso, tratar de encontrar en las calles de Jerez, en su gente, sus edificios, su atmósfera, los referentes de cuanto había leído. Me llamó la atención, eso sí, que algunas calles llevaran como nombre algunos de sus versos más famosos. En el camino, de ida y de regreso, leí a López Velarde: empecé a sentir y disfrutar la poderosa atracción que ejercía en mí su lenguaje.

El encuentro con el libro de Paz, y la visita al Jerez de mis 21 años, se complementaron con la adquisición de mi primer ejemplar de las Obras de López Velarde, editadas por José Luis Martínez, en una librería que estaba a la entrada de Lecumberri, convertida hacía no mucho en sede permanente del Archivo General de la Nación.

Aunque esos dos libros y aquella visita juvenil conformaron mi arranque formal de lecturas hacia el país de López Velarde, todavía pasó mucho tiempo antes de ocurrírseme siquiera escribir sobre el tema, cosa que no empecé a hacer sino entrado ya este siglo, cuando me invitaron a hacerlo los añadidos de Octavio Paz a su ensayo original recogido en Cuadrivio, una vez que descubrí con sorpresa, en el ejemplar de una edición más reciente que saqué de una biblioteca pública en una ciudad extranjera, en donde yo entonces vivía, que había sido modificado por su autor en dos importantes aspectos. Uno de ellos, el que más me impresionó, fue que había añadido unos párrafos críticos sobre “La suave Patria”. Publiqué ese artículo en una revista y volví a olvidarme del tema.

Los estudios dedicados al poeta siguen siendo tan animados como siempre, si no es que recibieron un empujón después del centenario de su fallecimiento

Tuvieron que pasar otros diez años para que tomara en serio la posibilidad de armar un libro sobre López Velarde, lo que ocurrió hasta 2014, por los días en que yo cumplía cincuenta años de edad, en cuanto el editor italomexicano Marco Perilli aceptó echarle un ojo a una propuesta mía y decidió publicarla. El libro se llamó Ni sombra de disturbio y fue coeditado por la Dirección General de Publicaciones, a cuya cabeza estaba Ricardo Cayuela Gally.

Siete años más tarde, el editor Juan Luis Bonilla accedió a publicarme un segundo volumen, titulado La majestad de lo mínimo, el cual fue apoyado por mi viejo y querido amigo Sergio Vela, cabeza de Arte y Cultura Grupo Salinas, y a su vez por el Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde, de modo que apareció en dos ediciones simultáneas.

LOS ESTUDIOS ACTUALES dedicados al poeta zacatecano siguen siendo tan animados como siempre lo han sido, si no es que recibieron un nuevo empujón después del centenario de su fallecimiento, que se conmemoró el año pasado. Y eso que el antiguo vínculo entre su obra y el poder público ha desfallecido en los últimos años. Gracias a que López Velarde sirvió al discurso político desde el día de su muerte, siempre ha habido interés en animar a sus estudios y estimular a sus investigadores. Tristemente, esa etapa ha entrado en decadencia en los últimos pocos años en México. Eso se explica por la ignorancia soberbia o la ceguera ideológica de algunos de los responsables de mantener viva su memoria. Por una parte, esto nos ha beneficiado, porque por fin nos ha dejado a solas con nuestro poeta. Deseo resaltar y agradecer que el gobierno del estado de Zacatecas mantenga viva esa llama, de la que este premio es un resplandor, ahora más necesaria que nunca.

Yo participo de ese fenómeno de animación inagotable. Somos varios investigadores quienes estudiamos a López Velarde al mismo tiempo, a distintas profundidades, y nuestras áreas de trabajo ni siquiera se rozan. Así de gigantesco es el asunto. En lo personal, nunca dejo de tener algún proyecto nuevo que me inquieta, como la búsqueda en alguna biblioteca o una vieja revista. Tengo pendientes dos o tres cuestiones específicas que quedaron sin resolver en el segundo de mis libros; quiero escribir sobre las principales novedades editoriales, entre ellas sobre un magnífico libro aparecido a finales de año, titulado El ruiseñor de Alfeo, del poeta y crítico jalisciense Luis Vicente de Aguinaga. Además, tengo interés en estudiar todo lo que se publicó sobre “La suave Patria” el año pasado y que no pude atender como hubiera querido: artículos de Ernesto Lumbreras, quien ganó este Premio en 2021 y ahora forma parte del jurado, más un par de libros de Víctor Manuel Mendiola.

Ramón López Velarde (1888-1921). ı Foto: Fuente: letralia.com

QUIERO APROVECHAR LA MENCIÓN de Lumbreras para decir algo sobre el jurado, empezando por él mismo, por supuesto, quien nos vino a mostrar a los arrogantes capitalinos que dormíamos sobre una pequeña mina de información relativa a los últimos años de López Velarde, los que pasó entre 1914 y 1921 en la Ciudad de México, información que ahora, como continuación de su espléndido libro sobre ese tema, ha ampliado y está en proceso de explorar.

Evodio Escalante, ganador también de este Premio Iberoamericano Ramón López Velarde, a quien estimo personalmente de manera especial, y el cual todavía el año pasado me estuvo hablando de Julio Ruelas con conocimiento y emoción, ante las piezas mismas del gran artista zacatecano.

Alejandro Higashi, quien es hoy el miembro más joven de la Academia Mexicana de la Lengua y al mismo tiempo uno de los más entusiastas velardianos de esa institución, a la que debemos el que los papeles del poeta, los manuscritos en tinta y lápiz que dejó al morir, se hayan conservado perfectamente, desde que la familia de López Velarde los entregó en 1971 al presidente Echeverría, quien los depositó en la institución académica. La pasión de Higashi asegura que esos papeles entrañables están en las manos idóneas y podrán ser proyectados en el futuro de la mejor manera.

ADEMÁS DE LAS RAZONES esperables, el premio que hoy generosamente se me concede es muy importante para mí. Por un lado, porque representa una aprobación a mi trabajo como investigador independiente, desligado de cualquier institución académica pública o privada. Por el otro, porque es un estímulo para seguir adelante. Este estímulo y aquella aprobación me llegan con más fuerza porque proceden del hecho de que los escritores reconocidos anteriormente con este Premio Iberoamericano Ramón López Velarde han sido los principales conocedores y estudiosos de la obra de nuestro poeta.

No sólo eso: al mismo tiempo son algunos de los principales escritores de México. No deja de ser un hecho llamativo el que muchos de los mejores autores de este país hayan sentido fascinación por López Velarde: pienso en Juan José Arreola, Alí Chumacero o Eduardo Lizalde, por mencionar tres que me impresionan especialmente. A esos nombres señeros hay que añadir los de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. En años recientes no ha dejado de hacerse justicia con ninguno de los conocedores de nuestro poeta, y por esa razón se ha reconocido con él a Marco Antonio Campos, Guillermo Sheridan, Alfonso García Morales, Marta Canfield, José de Jesús Sampedro, Vicente Quirarte, Evodio Escalante, Juan Villoro y Ernesto Lumbreras. Ver mi trabajo entre el de ellos me produce una enorme satisfacción.

Si somos varios los que estamos en esa brecha no es sólo por el poderoso atractivo del jerezano, sino también porque hay un largo camino por delante. Bien podemos preguntarnos: ¿qué falta por hacer? Si me lo preguntaran, diría para empezar que una versión mejorada de la edición de José Luis Martínez, con la que no tenemos nada más que agradecimientos, pero es lamentable que haya quedado vieja.

Mi amigo, el crítico Carlos Ulises Mata, presentó un informe que quita el aliento sobre cantidad de problemas de todo tipo que hay en una edición que teníamos como satisfactoria, si no es que como definitiva.

Falta una buena edición de las crónicas, que son, al menos algunas de ellas, francamente notables, literatura de primera calidad, anotadas, por supuesto, y puestas en orden, porque ya vimos, y dejé consignado en La majestad de lo mínimo, que hay incluso problemas de datación y de orden, como ocurre por ejemplo con una de las más emblemáticas, “El don de febrero”, la que dio título al libro en que Elena Molina Ortega las recogió por vez primera.

Falta una buena edición de la prosa política, que ha sido injustamente tratada por la crítica, por autores como el propio Martínez y José Emilio Pacheco, a pesar de que Juan José Arreola aseguraba que en ella está lo que él llamó la sal de la vida.

Falta una iconografía que reúna todas las imágenes que tenemos de López Velarde en la mejor reproducción posible, donde se nos explique de dónde vienen, cuándo fueron dadas a conocer, incluso dónde están hoy sus originales.

Falta una nueva edición de los manuscritos del poeta con los que cuenta la Academia Mexicana de la Lengua, analizados por sí mismos, como manuscritos, más allá de la primera que hizo Martínez de ellos, en Obras poéticas de 1998, y de la bella edición de presencia institucional publicada el año pasado por la propia Academia.

Falta emprender una búsqueda seria por todas las publicaciones del interior del país, donde el propio Guillermo Sheridan, quien sabe algo al respecto, asegura que tiene que haber más material de nuestro poeta.

Hace falta que se reediten algunos libros esenciales, por ejemplo la correspondencia con Eduardo J. Correa, reunida por el propio Sheridan, sin duda la aportación más significativa a los estudios velardianos en más de treinta años. También, el libro esencial de evocaciones del amigo íntimo de López Velarde, el doctor Pedro de Alba.

Falta una nueva edición del libro de Allen W. Phillips, que sigue siendo el título de referencia sobre los procedimientos literarios de López Velarde, y no se reedita desde 1988.

De entre lo valioso que se ha hecho en Zacatecas en estos años, habría que retomar la espléndida Biblioteca Ramón López Velarde que inició José de Jesús Sampedro con tino intelectual y perfecto buen gusto, y que las torpezas de los cambios de sexenio interrumpieron de manera lamentable. Y eso por referirse a lo más evidente y prác-tico, a lo mínimo necesario, para volver, con las mejores herramientas, a él.

PARA MÍ, DESDE AQUEL VIAJE de mis 21 años, la obra de López Velarde ha cambiado de ser un territorio arduo, extraño, un tanto insondable, a uno que conozco razonablemente bien y en el que me muevo con alguna facilidad. Casi cuarenta años más tarde, entiendo mejor su mundo y me explico más fácilmente la manera en que pensaba y comprendo con mejores razones dónde está y en qué consiste la seducción de su lenguaje. Una cosa no ha cambiado, o quizás dos: aquella fascinación del principio y esa dosis de misterio que siempre termina por aparecer, aquí y allá, tanto en su vida como en su obra.

El año pasado, un periodista me preguntó cuál es el lugar que ocupa López Velarde en mi consideración como lector de poesía mexicana. Sin pensarlo mucho, contesté algo que más tarde, cuando me cuidé de razonarlo con calma, me pareció que no era injusto y valía la pena rescatarlo del comentario ocasional. Es esto: mientras sor Juana Inés de la Cruz nos deslumbra, y a Alfonso Reyes lo queremos como a un abuelo risueño, y con Carlos Pellicer simpatizamos, y a José Gorostiza y Octavio Paz los admiramos sin límites, es a Ramón López Velarde a quien amamos. La razón está en que, él solo, produce en nosotros todo lo que hemos dicho de los demás: nos deslumbra, lo queremos como a un pariente entrañable, simpatizamos con su vida y nos conmueven sus fracasos políticos y amorosos tanto como su muerte temprana, y, sobre todo, admiramos ilimitadamente el lenguaje con que nos transmitió, con emoción, misterio y nitidez, lo que pensaba y sentía.