El paréntesis de la hamaca

Fetiches ordinarios

Hamaca medieval, miniatura del Salterio de Luttrell (ca. 1330). Foto: Fuente: Wikimedia Commons

Que otros se enorgullezcan de su sillón de orejas, yo me precio de ser un lector de hamaca. Tal vez porque la perspectiva de una tarde distendida nunca es mejor que cuando me recuesto en el aire, leo magníficamente atrapado en su lento vaivén, e incluso diría que hay libros —como la obra de Joseph Conrad o las novelas de piratas— que parecen escritos para disfrutarse en su tela de estambre, acaso porque fueron soñados en esa suerte de animación suspendida que propicia la hamaca, en ese nido elemental tensado entre dos mástiles.

MÁS COLUMPIO QUE CAMA, con las ventajas suplementarias del autoabanico, la hamaca recuerda al tapete volador de los cuentos, pero sin la tentación de la aventura, como si nos invitara a flotar mansamente en las olas de la inacción y el ensueño. Durante el viaje estático de la hamaca toda forma de gravedad ha sido desterrada y ser absorbidos por ella equivale a adentrarse en un mundo cadencioso y sin prisa que contrasta con el frenesí imperante. La curvatura de la hamaca crea un pequeño hoyo negro en el espacio-tiempo, y en su interior —que puede ser también su exterior— todo propende a la contemplación y aun los refranes quedan sin efecto o se convierten en su reverso: “No dejes para hoy lo que puedes posponer para mañana”.

Gracias a la comba que formamos con ella, la hamaca abre un paréntesis hacia lo alto: un paréntesis de relax que, en el otro extremo, se completa con el techo de la palapa, alguna nube cóncava o la bóveda celeste. Lo importante es que la frase de ese paréntesis hable el idioma del aire fresco.

En una pieza con cadencia de vals a la que muchos padres desesperados han recurrido como canción de cuna, Kevin Johansen contrasta la hamaca con el tobogán y el subibaja. Gracias a un compás elemental y pegajoso, el cantante argentino nacido en Alaska hace un elogio redundante de su cualidad envolvente, potencialmente infinita, capaz de acoplarse al ir y venir del pensamiento.

Al fin y al cabo una red, la hamaca no esconde su condición de trampa. La siesta de diez minutos corre el riesgo de extenderse y continuar todo el día, y quizá por la cercanía formal con el capullo, no es difícil que nos transmute en larvas. Babeantes y sin preocupaciones, lejos del suelo y sus pendientes mientras soñamos ser un hombre que sueña ser una mariposa, despertamos renovados tras ese periodo flotante de hibernación, en una metamorfosis asombrosa que no puede explicarse solamente en razón del descanso. Hay una levedad particular después de dormir en hamaca; una sensación aérea y pendular, cierta embriaguez de volver a tierra firme después de que la mente pudo volar más lejos mientras el cuerpo se anegaba en reminiscencias amnióticas.

HACE UNOS AÑOS, en un viaje a Yucatán, el monero Jis me manifestó su propósito de encontrar “la hamaca perfecta”. Viajábamos a una feria del libro, pero pronto quedó claro que su motivación era más trascendente y específica y, por qué no reconocerlo, contagiosa. “Vine a Mérida porque me dijeron que acá vivía mi madre, la hamaca perfecta”, recuerdo que dijo, relegando a segundo plano el mar de libros que nos convocaba. Yo entonces no sabía que por sus venas corría sangre yucateca, pero había algo en su determinación, algo imperioso y obsesionante en su forma de peinar las calles blancas de la ciudad, que hacía sospechar que una hamaca había participado en su concepción, y que en alguna medida su temperamento escurridizo de molusco y su talento proverbial para la hueva estaban relacionados con ese artilugio de solaz y esparcimiento, del que se sentía hijo o bisnieto. (No hay que olvidar que la hamaca, además de remedio contra el sopor tropical, se presta a la experimentación en el arte amatorio, y que su solo bamboleo tiene un no sé qué de sensual e incitante).

Hace unos años, en un viaje a Yucatán, el monero Jis
me manifestó su propósito de encontrar la hamaca perfecta

Entregado al dolce far niente, mientras dejo que la brisa de mis cavilaciones me lleve de un lado a otro sin remordimientos, me pregunto qué habría pasado si, en contraste con el linaje taimado y turbio de Pedro Páramo, todo fuéramos, al igual que Jis, hijos de la hamaca. No puedo asegurar que seríamos más ligeros y despreocupados, pues ya algo del carácter seco del personaje de Rulfo propende al valemadrismo, pero tal vez nuestro talante hosco y macho se suavizaría por efecto de la reflexión ondulante, y sabríamos abandonarnos a la placidez del debraye y a las recompensas de la imaginación.

Dicen los que saben que las hamacas urdidas en la cárcel de Mérida se cuentan entre las mejores del mundo. Quizá porque los presos las tejen mientras fantasean con su libertad, los ejemplares que elaboran en el encierro tienen la vocación del aire y su trama de algodón es equiparable a las nubes. Las tejen con diversos materiales y técnicas, con puntadas que recogen tradiciones locales sin renunciar a la innovación, y las más sofisticadas —y caras— son tan tersas que, para disfrutarlas a plenitud, lo recomendable es recostarse desnudo, libre de toda atadura, como quien se desliza diagonalmente a un sueño antes del sueño.

AUNQUE UNA MINIATURA en el margen inferior del Salterio de Luttrell demuestra que la hamaca ya se conocía, al menos en Inglaterra, antes del descubrimiento de América, y más allá de las referencias clásicas —pero dudosas— que la vinculan al comandante y estadista Alcibíades, asociamos la hamaca con las playas del Caribe, con un mar azul turquesa y una calma chicha que se apodera del cuerpo y la mente. El consenso, según Corominas, es que la palabra deriva del taíno, pero hay muchas hipótesis sobre su origen, y no es improbable que el invento se desarrollara de manera paralela tanto en la Polinesia como en el Caribe, ese vasto país desperdigado en el que desembarcaron las naves españolas por primera vez y que, según García Márquez, “no es de tierra, sino de agua”. (Además de “hamaca”, derivan del taíno “huracán”, “barbacoa”, “tabaco” y “canoa”. Palabras eufónicas que hacen pensar en unas vacaciones de verano inolvidables, no necesariamente paradisiacas...).

El propio Colón fue quien popularizó la hamaca en el Viejo Mundo, y ya los tripulantes de las carabelas pudieron apreciar las ventajas de su malla colgante, de cierta manera náutica o marina, elaborada con cuerdas y nudos, mientras se mecían, de vuelta a casa, al ritmo de la embarcación.

La hamaca ha dejado atrás su marasmo solipsista y se ha vuelto más hospitalaria. Después del sacrosanto tamaño matrimonial ha dado el salto a fantasías comunitarias en que la horizontalidad no está libre de enredos. Como una telaraña que resiste a más y más elefantes, hay hamacas gigantes que invitan al poliamor, con el guiño de que, sin importar el grado de dificultad de las acrobacias, ya son, en sí mismas, una red de protección.