Al mediodía del 12 de febrero de 1906, Carlos Roumagnac se sintió muy frustrado. Salía de la cárcel de Belén y apenas había podido conversar con Rosalío Millán, un preso condenado por asesinar a Micaela, su esposa. Había mucha diferencia de edades, señaló un diario, algunos días antes. La mujer ya no quería pagarle sus vicios, publicó otro. En total fueron ocho los diarios que narraron el asesinato, la captura y el estado de ánimo de Millán en los días previos a la ejecución. Roumagnac no tenía intereses periodísticos. Se había dedicado los últimos meses a entrevistar presos de esa cárcel con un denominador común: habían matado a mujeres. Quería analizar con detenimiento los motivos de aquellos homicidas. Establecer pautas psicológicas.
La labor fue considerada una excentricidad por muchos médicos. Aseguraban que eso no era ciencia médica. ¿Conocer el origen de una patología criminal sin trepanar el cerebro en busca de malformaciones? ¿Sólo conversando con los delincuentes? Aquello era morbo, no ciencia. Los abogados y carceleros tampoco entendían: ¿qué sentido tenía entrevistar a quienes ya estaban declarados culpables? ¿Para qué perder el tiempo? Mientras tanto, los peritajes, las notas publicadas en la prensa y los comentarios de banqueta se regodeaban en los distintos motivos del asesinato cometido por Millán: celos, infidelidades, adicción. Pero Roumagnac no hizo caso. Determinó como eje central de su investigación el hecho que de las víctimas de sus entrevistados fueran mujeres. Creyó que ahí había un patrón.
El sistema legal no reparaba en sutilezas: la plática con Rosalío había sucedido en los instantes previos al fusilamiento. Apenas unos minutos. Pero la justicia sí se daba tiempo para otras ocupaciones. El día anterior a la ejecución ocurría el “encapillamiento”, en el que los acusados solicitaban la liturgia de despedida que su religión les pidiera, pero que en realidad, cuenta Roumagnac, tenía como propósito principal que los presos recrearan una última vez su crimen frente a familiares de las víctimas y la prensa. Que se arrepintieran, de preferencia entre aullidos y lágrimas. Nada de indagar motivos, definir patologías o una tendencia social: sólo una crónica encendida que hablara de rabia, armas y sangre, para que al día siguiente apareciera impresa y garantizara algunas ventas. Una nota roja a la medida, en la época del nacimiento de la nota roja. “En esta práctica hay algo todavía de los métodos inquisitoriales”, nos dice, “con una sola diferencia: que la tortura moral ha sustituido a la tortura física”. A pesar de ir contracorriente, Roumagnac terminó compilando y analizando la información suficiente para publicar en 1910 su libro Matadores de mujeres, un estudio que se instala en la in-cipiente criminología de la época, la psicología y la medicina social.
A PESAR DE SU APELLIDO, Carlos Roumagnac (1869-1937) era madrileño. Se dedicó a la investigación criminal, al periodismo e incluso fue jefe de policía. Que los científicos hiperespecializados no se alarmen: la ciencia en el arranque del siglo XX comenzaba a probar sus propios límites, de la misma manera que lo hace el día de hoy. La diferencia es que, a cien años de distancia, aquellos límites ya los conocemos y podemos entenderlos mejor.
La separación entre humanidades y ciencias naturales no era tajante, por ejemplo. Los tumbos dieron origen a propuestas como el espiritismo científico —que se basaba en el magnetismo, comprendido a cabalidad hacía muy poco— o el psicoanálisis freudiano que lo mismo utilizaba textos de biología que pasajes literarios para cimentar sus bases. La risa o admiración que aquellas propuestas nos provoquen no va a ser muy distinta a la jocosidad que sentirán por nosotros dentro de cien años. Con esta mezcla de ciencia dura y humanismo, Roumagnac fue un gran precursor de la abolición de la pena de muerte en México; su propuesta debió esperar sesenta y cinco años para ser una realidad palpable. El fin fue paulatino, estado tras estado. El último en aplicarla fue Sonora, en 1975. El argumento contra la pena de muerte era simple y contundente: para evitar crímenes futuros, era preferible entender en vez de eliminar.
Algunos se habían empeñado en declarar a nuestro país el principal productor de criminales del mundo ... El fundamento que utilizaban nos puede parecer endeble, por no decir absurdo: ser descendientes de los aztecas, quienes oficiaban ritos abominables
El madrileño había llegado a México con una intención clara: destruir un mito. Algunos estudios se habían empeñado en declarar a nuestro país como “el principal productor de criminales del mundo”, incluyendo —a decir de Roumagnac— a varios diputados. El fundamento que utilizaban nos puede parecer endeble el día de hoy, por no decir absurdo: la maldición de ser descendientes de los aztecas, quienes oficiaban ritos abominables. La discusión no era menor e involucraba a varios especialistas. El sociólogo y psicólogo francés Jean-Gabriel Tarde, en su libro La criminalité comparée, trataba de mediar de la siguiente manera:
Se conocen los ritos crueles de los antiguos aztecas, sus sacrificios humanos a millares, sus ídolos embadurnados de sangre de las víctimas, sus continuas efusiones de sangre en el templo y a domicilio en el día a día.
Pues bien, el indio, que desciende directamente de ese pueblo es, según Biart, el más dulce, el más inofensivo, el menos feroz de los hombres. Las costumbres de sus antepasados no eran, pues, un efecto de la raza, que no ha cambiado, sino un producto de sus creencias religiosas.
En el cambio del siglo XIX al XX, muchos prejuicios se engalanaron con la ciencia. Sin una metodología clara, las ideas más aberrantes tomaban un nuevo aire docto que las justificaba con entusiasmo. Un espejo que nos parece sorprendente en el pasado, pero que bien a bien no se ha eliminado por completo en el presente. Una ciencia que duda poco y dictamina con muy poca humildad.
ROUMAGNAC REINTERPRETÓ NÚMEROS, estudios de caso y formas de violencia en su libro La estadística criminal en México, de 1907, para intentar derrocar aquel mito. A éste le siguieron otros estudios igual de propositivos, igual de escandalosos para las buenas conciencias de la época, como La prostitución reglamentada (1909). A partir de Los criminales en México. Ensayo de psicología criminal (1904) comenzó a aplicar su método de entrar a las celdas de Belén para delinear perfiles psicológicos de los criminales.
Por cierto que aquella cárcel podría haber sido objeto de un perfil psicológico propio: el hacinamiento y la falta de control creaban pestes y terrores, lo mismo que la falta de criterio para elegir a sus internos: parecía que el destino de los enfermos mentales o delincuentes de la ciudad se decidía en un volado con una moneda de níquel. Águila: el manicomio de San Hipólito. Sol: la cárcel de Belén. Al ladrón Chucho el Roto le tocó sol, y después de una breve temporada, se fugó de la prisión en 1876.
Belén también tiene registro de varios motines, hasta que fue cerrada en 1933, cuando Lecumberri se volvió la cárcel nueva y moderna. Fue una prisión que incubaría sus propias pesadillas por la constante en la falta de estudio criminal y que, al cabo del tiempo, nos indica que Roumagnac se adelantó a su época por varios años.
Como simple dato anecdótico, y para comprender que a la historia le gusta repetir —al menos— los sitios, cuento que donde estaba la cárcel de Belén hoy está una escuela, la primaria Revolución, justo en contraesquina de la Biblioteca de México, en La Ciudadela. Adentro de esa biblioteca, en el fondo Alí Chumacero, está el ejemplar de Matadores de mujeres que consulté para escribir este texto. El resultado impreso de la investigación de campo que Roumagnac hizo a menos de dos cuadras.
Roumagnac no era el único excéntrico que empezaba a atender temas considerados tabú. En el arranque de Matadores de mujeres intenta eliminar la pasión malsana como motivo recurrente de esos crímenes. La pasión era considerada una locura momentánea que solía atenuar el castigo. La investigación judicial o médica se instalaba cómodamente en esa causa. Con el fin de profundizar los trastornos momentáneos, el autor divaga en una nota al pie y comenta el texto “Educación y suicidios de niños” de Luis Proal, en donde se analiza la tasa de suicidios en infantes. Ambos estudiosos veían con alarma cómo alrededor de los 15 años el suicidio se incrementaba radicalmente. En realidad, lo que Roumagnac y Proal estaban descubriendo eran algunos síntomas de la adolescencia, y el estado de crisis que se puede vivir en ese momento. El término adolescencia apenas se había comenzado a utilizar seis años antes, en 1904. Previo al término, los niños pasaban, sin mediar aduana, de la niñez a la vida adulta.
NO HAY QUE OLVIDAR que todo esto ocurría en épocas en las que la frenología todavía era autoridad respetada. La frenología fue una propuesta científica más que estaba empapada de intenciones políticas. Aseguraba que, a partir de la forma de los cráneos, de sus chichones y huecos, era posible identificar tendencias criminales y rasgos de comportamiento. Se utilizaba para la rehabilitación de criminales, pero también para inculpar a personas marcadas por la mala fortuna de tener una protuberancia en el sitio incorrecto. No debe sorprender que la primera escuela frenológica se estableciera en una colonia: Calcuta.
La frenología sirvió durante muchos años para justificar la esclavitud, asegurando que los esclavos —negros o indios— eran inferiores. Su cráneo lo señalaba de manera contundente. Pe-ro no era lo único, la frenología también era útil para señalar qué mujeres harían una buena esposa, como si fueran objetos calificados de aptos o defectuosos a partir de sus huesos.
Si se revisa el libro Nuevas investigaciones de la psiquiatría y de la antropología criminal (1892) del italiano Cesare Lombroso, el principal promotor de la frenología, uno puede convencerse de la seriedad de la propuesta. Tablas, grupos de estudios divididos por edad, por sexo, imágenes de cráneos y gráficas que miden frentes y sienes. El problema viene con su interpretación. La genética y los rasgos físicos definen todo. La propuesta es osada y en sus últimos estudios no trata nada más de cómo una frente ancha o un lóbulo occipital deprimido eran rasgo inequívoco de una personalidad violenta, sino que hablaba de la posibilidad de identificar pueblos enteros que tuvieran —al unísono— una personalidad nociva. Más aún, en el capítulo final, al menos de la versión francesa, indaga en las “causas de las revoluciones” a partir de rasgos estrictamente físicos.
Roumagnac dudaba más. Era bastante menos categórico. Se hacía muchas preguntas. Pertenecía a varias sociedades científicas, entre ellas, la Mexicana de Profilaxis de las Enfermedades Venéreas, en un momento en el que aquellas enfermedades lo mismo provocaban escándalos que preocupaciones nacionales. Entonces, mientras unos medían cráneos para evitar revoluciones, otros intentaban controlar enfermedades para las que antes se recetaban avemarías y padrenuestros. Si pensamos en esta contraposición, es tal vez inevitable pensar que el auténtico progreso suele colocarse del lado de los análisis más cotidianos, no de los inmensos proyectos ideológicos: designios que mu-chas veces manipulan y certifican creencias extendidas, pero que no tienen mayor fundamento.
En ese sentido iba la obsesión de Roumagnac por separar los crímenes de los matadores de mujeres —hoy llamados feminicidas. No le satisfacía que ese tipo de crímenes fueran explicados a partir de celos, motivos sexuales, pasionales
En ese sentido iba la obsesión de Roumagnac por separar los crímenes pasionales de los matadores de mujeres —hoy llamados feminicidas. No le satisfacía que ese tipo de crímenes fueran explicados, al vapor, a partir de celos, motivos sexuales, pasionales: se trataba de violencias ejercidas contra las mujeres por el hecho de ser mujeres. Así, en su prefacio sugiere que es necesaria una nueva tipología de crimen que tome en cuenta justamente eso.
Él no lo sabe, pero desde 1910 está haciendo propuestas que incluso retan la normalidad de nuestro presente. Al entrevistar a estos criminales de Belén, apunta hacia un instinto de posesión malsano: el convencimiento de que una mujer es un objeto que se posee. Muy parecido a la idea de la frenología en la cual, por ciertos rasgos, se puede determinar si una mujer es un objeto bueno o malo, o una persona tiene las características para ser un esclavo. Roumagnac observa en esto una “desviación”, una “perversión”. Precisa: “Como se verá, empieza a aparecer el deseo de propiedad exclusiva; pero vamos a asistir al desenvolvimiento exagerado de ese deseo que, por fin, se convertirá en pasión, por su duración y su intensidad”.
¿QUÉ TAN ATINADO ESTABA Roumagnac desde el punto de vista clínico? Un siglo y ocho años después, se publica el libro Criminal–mente. La criminología como ciencia, de la también española Paz Velasco de la Fuente, criminóloga graduada por la Universidad de Barcelona. Es una visión exhaustiva de casos y tipos de criminales: asesinos en serie, el síndrome de amok (ataque homicida indiscriminado), neópatas (quienes cometen agresiones para exhibirse con ellas en las redes). Me detengo en concreto en los psicópatas.
La psicopatía como una enfermedad tipificada aparece hasta la década de los cuarenta del siglo XX. Es decir, treinta años después del estudio de Roumagnac. Entre otras características, Velasco de la Fuente define al psicópata como una persona “insensible, encantador, impulsivo y violento”. También nos señala que puede ser “el más peligroso de los criminales, el más depredador de los políticos y el negociador con menos escrúpulos”. La base de su comportamiento es la incapacidad de la empatía, de ponerse en los zapatos del otro, de conectar con los sentimientos del que está enfrente. El ver al otro como un objeto. Por ello es que, bajo determinadas circunstancias, pueden ser asesinos que no conocen el remordimiento. Cotejando los dos estudios, hechos en tiempos distintos, vemos que Carlos Roumagnac identifica en ciertos hombres los comportamientos propios de los psicópatas con las mujeres. Peor aún: halla que esa psicopatía proviene de un consenso generalizado donde se acepta a la mujer como un ser cercano al objeto. Al no tener sentimientos ni voluntad propia, puede ser tratada a uso y abuso de su poseedor. Es decir, este tipo de psicopatía no requiere de enfermos propiamente, al ser una violencia aceptada. Eso era lo que veía en las notas rojas de su época.
Y nos ofrece varios ejemplos de 1906: un esposo que mata a su cónyuge porque recuerda una antigua discusión que tuvieron. Un examante que asesina a su antigua pareja por haber asistido a un baile. Un maestro que tenía relación con una alumna a la que hiere de gravedad con una navaja porque “no sale en cuanto la llama”.
Un esposo alcoholizado que, al llegar a casa, le pide a su esposa la cena, ella le responde que espere un poco y entonces le infiere catorce puñaladas. En total registra 49 casos en la prensa durante ese año.
Todos sabemos que las cosas se han puesto peor, mucho peor. Cien años después, las víctimas han pasado a ser números. Ya no caben tantas muertes en la prensa contemporánea. Ya ni siquiera venden. Nos hemos acostumbrado al infierno.
CADA VEZ QUE APARECE la cifra de mujeres asesinadas día a día en nuestro país, ese corte de caja terrible y macabro, siempre me viene a la cabeza la novela 2666 de Roberto Bolaño. Justo a la mitad del enorme volumen aparecen las primeras muertas de Juárez. Estamos en 1995, todavía no imaginamos el tamaño que tendría esa pesadilla. Tal vez Bolaño ya intuía el peligro de la despersonalización de las víctimas, así que, a lo largo de más de cien páginas, va dando identidad a las muertas. Nos cuenta cómo quedó la habitación de una, los problemas de salud que tenía otra, lo que querían estudiar, en dónde trabajaban. Cómo dejaron atrás sus vidas cuando desaparecieron. También nos cuenta cómo aparecieron muertas más tarde. Son narraciones terribles en las que la violencia modulada recuerda el dolor desaforado. Narraciones basadas en una larga investigación periodística que en realidad hizo Sergio González Rodríguez y que le valió, al menos, un secuestro.
Mientras Roumagnac necesitaba analizar a los asesinos de mujeres en 1906 para crear patrones y entender mejor la amenaza, Bolaños —a partir de Sergio González Rodríguez— intenta regresar la humanidad a los cuerpos de las víctimas. Por razones distintas, el denominador común se resume en humanizar: registrar, entender, examinar, registrar, no olvidar. La frustración de Roumagnac cuando no pudo conversar con Rosalío Millán tuvo que ser muy fuerte.
Lo dicho: a la historia le gusta regresar. Hacer hincapié en los detalles que, en el descuido de la insensibilidad, se nos han olvidado. Señalar con dos periodistas en momentos distintos, dos instantáneas de un mismo horror. Pero la mayoría transita por sensibilidades diferentes.
Justo mientras corregía el párrafo anterior, en una pausa, Twitter se inundó con un escándalo. Un usuario atestiguó el asesinato de una mujer en un restaurante y de inmediato puso el registro en su cuenta. “Mataron a una chava a 2 mesas de nosotros. Terrible, terrible, terrible”. Luego vino la cascada de respuestas. Transcribo:
—“Me imagino la escalofriante y lamentable escena. Abrazo fuerte, querido. Bendiciones”.
—“¿Y si llamas a la policía o a una ambulancia en vez de twitear y arrobar a la cuenta de tráfico de la CDMX?”.
—“The killers will leave with an infraction”.
—“Only if they rub a red light”.
—“Run* Stupid fat fingers”.
—“Jajajaja fat fingers?”.
A lo largo de seis comentarios, el crimen fue olvidado. Eso hace Twitter —más que ninguna otra red—: saturarnos de escándalos donde lo más importante es el ego del tuitero. Escándalos fugaces que hacen lo contrario que González Rodríguez, Bolaño o Roumagnac. Una cómoda indolencia generalizada.
Un día después, la noticia se define: la mujer fue asesinada a tiros. Al parecer lo hizo su esposo. La víctima era cantante. Al parecer fueron celos. La diferencia de edad entre ella y él era de unos sesenta años. Lo sé porque esos son los datos que han tenido mayor énfasis.
Mientras corregía el párrafo anterior, Twitter se inundó con
un escándalo. Un usuario atestiguó el asesinato de una mujer
en un restaurante y de inmediato puso el registro en su cuenta
AL INSTANTE RECORDÉ la prensa de los años veinte, las noticias de nota roja que inundaron los diarios una década después de que apareciera Matadores de mujeres. El “encapillamiento” tenía como uno de sus fines recoger los detalles de un acto violento para que apareciera en la nota roja. Y no mucho más. Por ello era que el condenado a muerte debía revivir su crimen como última actividad en vida. En la tinta, buena parte de la nota roja usaba —usa— manidas posturas morales: el ladrón muere, los disolutos escarmientan violentamente. Tal vez sea una manera de que algunos lectores se sientan moralmente superiores y venzan el temor a las desgracias azarosas: las cosas malas les pasan sólo a las personas malas.
Bajo esta óptica, ya en la década de 1920 comenzaron a aparecer diver-sas notas de crímenes pasionales que gozaban señalando a las mujeres libertinas como la única causa de las desgracias. En su ensayo “El crimen pasional en la nota roja de la Ciudad de México, primera mitad del siglo XX”, Saydi Núñez Cetina compila varios. Ahí estaba Rafaela Nava,
enamorada perdidamente de un sujeto honrado y trabajador, la mala mujer, al ver que aquél la despreciaba, lo hirió con una daga envenenada. Amor no; celos tampoco; sólo un instinto perverso y cruel pudo guiar a una mujer a cometer horroroso crimen, despechada por un cumplido trabajador —sentenciaba El Universal Gráfico.
Nada de la psicopatía consensuada contra las mujeres que había observado Roumagnac. Se parece más a los comentarios en redes que se regodean en la diferencia de edad, en la infidelidad, en la profesión de la víctima.
Y luego encontramos un contexto que no creo que sea coincidencia. La de los veinte es una década en la que las mujeres comienzan a pelear su participación política. Estoy convencido de que ambos fenómenos están relacionados. Donde unas veían búsqueda de justicia, otros veían una amenaza que debía ser escarmentada y los diarios eran buena tribuna para eso. Las mujeres empiezan a votar de manera nacional en 1953, pero ya en 1915 sucede el Primer Congreso Feminista en Yucatán. En 1922 una delegación mexicana es enviada al Congreso de Mujeres Votantes en Baltimore. Ese mismo año se funda la Liga Feminista también en Yucatán, y Elvia Carrillo Puerto es la primera diputada del Congreso Local del mismo estado, cargo al que tiene que renunciar por las continuas amenazas de muerte que recibió. En 1923 ocurre el primer Congreso Nacional Feminista y finalmente Aurelio Manrique, gobernador de San Luis Potosí, decretó ese año que las mujeres pudieran votar en su estado, lo mismo que ser elegidas, como nos ha referido la historiadora Enriqueta Tuñón Pablos.
CARLOS ROUMAGNAC centraba su estudio en el asesino, no en la víctima. En ningún momento se plantea que el motivo de agresión se encuentre en la víctima. Expurga la lógica moral y no da concesiones. Jamás revisa a la víctima como causante del asesinato. A pesar de los argumentos esgrimidos por los culpables, no tienen cabida el ella me provocó, ella se lo merecía. El norte que guía la investigación de Roumagnac es contrario a ese periodismo que se regodeaba en mostrar a mujeres disolutas que rompían matrimonios y por ello merecían castigo. El autor va a contracorriente de un consenso social que convierte a las mujeres en objetos sin sentimientos, y a los asesinos en psicópatas. Nos bosqueja a una muchacha paseando por un parque repleto de psicópatas.
PAZ VELASCO NOS CUENTA que una estrategia para evitar ser liquidado por un psicópata en un enfrentamiento definitivo es humanizarse ante sus ojos. Decirle que tienes hijos, hermanos, padres. Tratar de acortar la distancia entre su falta de empatía y nuestra humanidad. La defensa no es infalible, pero es lo que queda. El día de hoy, a pesar del tiempo sucedido, leo con demasiada recurrencia un argumento para convencer, digamos en redes sociales, a un hombre que no está de acuerdo con una marcha feminista, con una queja por los feminicidios: le piden imaginar qué pasaría si la mujer desaparecida que provoca la marcha fuera su hermana, su hija. Me parece una casualidad aterrante.
La historia no está para justificar ideologías o regodearse en triunfos de dudosa calidad. La historia nos pone en sitios incómodos. Nos recuerda nuestros olvidos, nuestra propia falta de empatía. Matadores de mujeres es también el testimonio de nuestros pendientes. Algo sucedió después de 1910, porque esa línea de investigación se olvidó durante mucho tiempo. De no haber sido así, tal vez pudimos evitar algunas muertas, si hubiéramos recapacitado un poco antes sobre los canallescos saldos del olvido.
Referencias
Roberto Bolaño, 2666, Anagrama, Barcelona, 2004.
Julio Guerrero, La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social, Librería de la viuda de Ch. Bouret, México, 1901.
Cesare Lombroso, Nouvelles recherches de psychiatrie et d’antropologie criminelle, Ancienne librairie Germer-Baillière, Félix Alcan éditeur, París, 1892.
Carlos Roumagnac, Los criminales en México, seguido de dos casos de hermafrodismo observados por los señores Doctores Ricardo Egea e Ignacio Ocampo, Tipografía El Fénix, México, 1904.
Carlos Roumagnac, Matadores de mujeres (segunda parte de “crímenes sexuales y pasionales”), Librería de Ch. Bouret, México, 1910.
Jean-Gabriel Tarde, La criminalité comparée, Ancienne librairie Germer-Baillière, Félix Alcanéditeur, París, 1886.
Paz Velasco de la Fuente, Criminal–mente. La criminología como ciencia, Planeta, Barcelona, 2018.
JOSÉ MARIANO LEYVA (Cuernavaca, 1975), escritor e historiador, ha publicado El ocaso de los espíritus (2005), Imbéciles anónimos (2011)
y La casa inundada (2016), entre otros libros.