La risa, la fiesta y la severidad de Ibargüengoitia

El Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura, que concede la Universidad de Guanajuato, ha ganado un prestigio importante entre escritores. En el veredicto del año 2021, un jurado compuesto por Fabienne Bradu, Inés Ferrero Cándenas y Adolfo Castañón lo otorgó a Carmen Boullosa, al considerar que su trayectoria es “renovadora, prolífica… merecedora del [reconocimiento] por sus aportaciones al género de la novela". Consejera editorial de este suplemento, la también poeta, ensayista y dramaturga comparte el discurso que escribió para la entrega presencial del galardón, que ha quedado pendiente a raíz de la pandemia.

Jorge Ibargüengoitia (1928-1983).
Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Foto: Fuente: scoopnest.com

Nunca queda del todo claro qué me lleva a escribir esta novela o alguna otra, por qué el tema, el personaje, la trama, el lugar, en cuál siglo, si la batalla de Lepanto, el Mar Caribe y sus piratas del XVII, el Colegio de Santa Cruz Tlatelolco y los frailecillos indios que legaron la enciclopédica recopilación de saberes prehispánicos, o la frontera norte mexicana en el XX, o la Texas que nos robaron en el XIX, o una pintura de Velázquez, o un paisaje de José María Velasco, una imagen del Códice Florentino, la infancia y el autorretrato de Sofonisba Anguissola, o su estancia en la corte de Felipe II, o unos niños furiosos o menos furiosos en la Ciudad de México en los sesenta, o Moctezuma vuelto un Lázaro en los ochentas del XX en la dicha. O uno que otro Cuévano —ciudad impostora que ocupa el lugar de otra, y que utiliza la suplantación para pertenecer y, de paso, hacer fiesta y reír.

La fiesta es un activante esencial, en el sentido de activante químico. Cumple una función social, anima, repara, sana, amista (o enemista), libera y termina por volvernos a todos parte de un aro de pertenencia y de responsabilidad. Tras la fiesta, a veces procede la pachanga. La pachanga es inútil, es un desgaste. Pachanga gozosa, donde ya todo es distensión, alivio, huida, viaje.

NO SÉ, DECÍA, qué demonios privados o qué ángeles públicos (caídos o en las alturas) me llevan a un particular escenario o personajes. Para explicarlo, siempre elijo una fábula.

No echo mano de una mentira, sino de La Imaginación, que si bien pasa por ser una pobrezuela sin padre ni madre, es la hija bastarda de la Verdad. Su bastardía está hambrienta de verdad —porque la Verdad, que no es una sino varias verdades simultáneas, es Imaginación. Como Verdad abandonó a Imaginación, intenta ansiosamente, desde que la echaron de la casa real, desde su despojo, representar los huesos de Verdad con los trapos que tiene puestos —que son, sí, los de una huerfanita.

Imaginación, pues, ente humano sin acta de nacimiento, gestada por múltiples progenitores, es hija también del pueblo. Andrajosa andrajienta, para protegerse, se escuda en los demonios secretos de quien quiera le dé cabida en su cabeza. Esos demonios son su traje de calle, y su atuendo de fiesta. Ya vestida así, cuídense de esa hambrienta de padres; es de convivencia inclemente; desenfrenada escruta, critica y no conoce compasión. Hay que cuidarnos de Imaginación, atrabancada se lleva todo entre los pies, pero también hay que procurarla: sin su guía, estamos perdidos.

Qué cosa, que el destino Humano esté en manos de la despojada, la nómada de natural, la que está buscando perpetuamente casa y nunca dará con ésta.

NO ES EXCEPCIONAL que los novelistas echemos mano de una fábula, una impostura, una simulación, de lo imaginario, para pinzar los porqués, para respondernos cuál es el sentido. Y que lo hagamos con algo que no se considera Verdad porque no tiene el certificado de aprobación emitido por el Supervisor Oficial de la Verdad, que es decir el severísimo señor Ojo de la Razón.

El Ojo de la Razón es un señorón rígido que cojea, aunque a veces consiga aparentar que camina elegante, y deslumbre, arrobe, doblegue, o por lo menos nos deje perplejos, coordinados sus pasos por la coreografía racional —o la del poder oportunista.

Los menos cuerdos —pero más sabios— dictaminaron tiempo atrás que es un absurdo carnavalesco plegarse sin condiciones al Ojo de la Razón, si a fin de cuentas descubriremos, después de haberlo imaginado, que la Tierra no es plana (así el Ojo de la Razón viera y dictaminara lo contrario).

Escribí esto durante el confinamiento, cuando La Ciudad quedó suplantada por nuestra propia nariz en la pantalla. Y como la vida a menudo nos regala metáforas, ahí tenemos: la nariz pierde el olfato con el Covid-19, en espejo ella no lo tuvo nunca: somos en Zoomlandia los desolientes desoledores, seres sin pies, pura cara —como seres que siglos atrás hubiese ya descrito Plinio.

Sólo Imaginación es quien nos lleva de regreso a la vida gregaria en tierra firme y verdadera. Y las vacunas, que no se habrían creado si los científicos expertos no hubieran tenido a Imaginación como una auxiliar que no aparecerá en la nómina, ni le darán crédito.

Con mi abuelo guanajuatense tuve un trato minúsculo y distante, y se fue de este mundo antes de que intentásemos relacionarnos como adultos. Reprobó drástico el matrimonio de mis papás... de rebote, miraba con desdén a los nietos

LLEVO AÑOS ESCRIBIENDO una novela en la que habitará, entre otros, mi abuelo Fernando Boullosa Carrasco (Guanajuato en 1901). Tras él y su familia se me han ido meses obsesionados con Guanajuato y por ellos regresé a Ibargüengoitia, porque decir Guanajuato es, para un lector, decir su nombre. He vuelto a él, aunque no haya nada más opuesto que el espíritu de sus novelas y mi abuelo.

Si mi abuelo paterno hubiera sido novela, habría sido una costumbrista francesa, bien armada. Y si, forzado a ser novela del XX mexicano, se parecería al estilo de Martín Luis Guzmán, y por contenido con mayor inclinación a la mexicana de Graham Greene, jamás a las de Ibargüengoitia.

Con mi abuelo guanajuatense tuve un trato minúsculo y distante, y se fue de este mundo antes de que intentásemos relacionarnos como adultos. Reprobó drástico el matrimonio de mis papás, lo aceptó (o toleró) con reservas después de seis años. De rebote, miraba con desdén a los nietos Boullosa Velásquez.

Con las novelas de Ibargüengoitia, en contraste, he tenido grato y largo trato, y las he gozado. Lo leí jovencita y lo sigo haciendo, ávida de risa, buena prosa y sólida y cómoda estructura.

Tengo una anécdota en la que mi abuelo e Ibargüengoitia me concomitan. Preferiría ligar a Ibargüengoitia con varios viajes familiares a Guanajuato, de niños, con mi mamá, pero como en éstos no vimos al boullosaje, así quedarán estas páginas sin las momias que a mí me fascinaron —no me dieron ningún miedo ni horror, hubiera querido llevarme una momia a casa y guardarla junto a la cajita de galletas Gamesa donde atesoraba un murciélago seco, traído del año en que vivimos en Hidalgo, cuando yo tenía siete años.

Y también preferiría ligar a Ibargüengoitia y a mi abuelo guanajuatense con mi primer Festival Cervantino, que coincide con el primer cervantino (1972). Viajamos a la aventura Alejandra Bravo Mancera, las descendientes de la calle Gabriel Mancera (ella), y la Avenida Doctor Vértiz (yo). Íbamos a la libre, con una mano adelante y la otra atrás, sin saber en dónde nos hospedaríamos y con dos centavos en la bolsa.

Fue un viaje maravilloso. Una señora muy amable, una bohemia, nos invitó a pasar la noche en su casa, llegamos por azar con un mimo y algunos actores que conocimos en la calle. Nos convidó té de hierbas —una tenue infusión—, y hablamos de poesía, de teatro, de pintura. Dormimos como lirones o querubines. Regresamos a la Ciudad de México la tardecita siguiente, intoxicadas de teatro, música, poemas, e iluminadas, pensando que en la vida era posible tener otra vida —la que tengo, la de una escritora.

Ahí, en esa aventura, no me hallé con nada ibargüengoitiano; aunque riéramos mucho, no en la atmósfera de humor irreverente, sino en la neblina del adolescente trance poético que tanto se parecía a los arrobos y levitaciones teresianos, aunque de signo mundano, porque los Cielos del Poeta son bastante terrícolas, así legiones de santos poetas han querido conciliar los dos —carne y mundo—, con el Cielo y su divinidad, única y triple, y se han sacado un póker.

Jorge Ibargüengoitia y Joy Laville en 1973.
Jorge Ibargüengoitia y Joy Laville en 1973. ı Foto: Fuente: falconvoy.com

LIGO A IBARGÜENGOITIA y a mi abuelo, aunque en bandos contrarios, cuando, en 1958, fuimos a casa de mis abuelos paternos por primera vez en mi entonces ya larga vida.

Yo tenía cuatro años; mi hermana mayor, Dolores, cinco. Los abuelos paternos acababan de aceptar a mi mamá. Era la primera vez que íbamos a su casa, a cenar. Como para mi mamá nosotras éramos la prioridad, y como sabía que nos íbamos a quedar dormidas en el coche a la vuelta, y como no iban a acostarnos en la ropa de calle, nos vistió acorde: fuimos a cenar en pijama a casa de don Fernando Boullosa Carrasco, entonces contador general del Banco del Atlántico.

Don Fernando estaba impecablemente vestido para una cena formal. Sin duda, se le pararon los pelos de punta al ver el despropósito. No sabría apreciar que sobre las pijamas de franela trajéramos nuestras respectivas batas con ositos.

En la sala retacada de pinturas y objetos —al abuelo le apasionaba coleccionar cosas bellas y valiosas—, las niñas descubrimos dos sillas tan pequeñitas. Ya sentadas, nos pudimos poner de pie llevándolas ensartadas a nuestras caderas, como polisones (RAE: POLISÓN es el armazón que, atado a la cintura, se ponían las mujeres para que abultasen los vestidos por detrás). En lugar de la falda al piso, nuestras batas. Así dábamos pasos con gran estilacho, no derechitas, pero con polisones.

Mientras tanto, los cuatro adultos entablaban una tensa conversación, o los tres, porque mi abuela Lupe no abría la boca. A saber de qué hablaban, poco podía importarnos a las niñas, nuestro juego nos era apasionante. Barbajanas, que no damas de falda larga, con el desmesurado trasero falso tanteábamos el territorio desconocido. Ningún adulto nos decía que no, y el único que echaba de pronto fulminantes miradas reprobatorias era mi abuelo, molesto ante la embestida airosa de las salvajas malusando sus sillitas de colección, porque de caminar con las éstas ensartadas, pasamos a correr dando vueltas por la sala, esquivando mesitas, sillones, vitrinas y piernas de los adultos. Salimos de ese cerco y procedimos a ganar velocidad en el pasillo.

Yo estaba ebria de dicha, riendo como una loquita de cuatro años. Mi hermana Lolis tropezó y cayó. Mi papá corrió a ayudarla, mi mamá tras él, la llevaron hacia el baño, y yo, sin prestar importancia alguna, seguí riendo, absorta en el juego, balanceándome con mi silla a bordo, calculando cuál ruta tomar para una carrerita con polisón, en plena pachanga inconsciente, y emprendí a correr.

Mi abuelo me atajó. Me tomó de los brazos y me levantó, reprendiéndome por burlarme de mi hermana. Yo, ya lo dije, no me burlaba. Me avergoncé infinito sin saber bien a bien por qué, y al aplastaje se sumó la desilusión del juego perdido. El urdido imaginario que habíamos hecho Lolis y yo para ser felices donde nosotras éramos las indeseadas, y no las bienvenidas, se esfumó con el regaño.

NO VINO ENTONCES al rescate Ibargüengoitia. Llegaría años después, con sus libros, en un escenario que usa los rincones y los salones domésticos, los banquetes y las cocinas, y brinca a los pasillos para pitorrearse de la Historia, sin desprenderse de las cucharas de palo y las cazuelas, los cojines de los sillones, los relojes que sacó de los cajones, las copas vacías. El hablar susurrante del chisme y la infidencia se entremezcla con los gritos, las proclamas, risas y sombrerazos, y se desmonta festivamente la versión oficial. Ibargüengoitia novela con factura impecable y bien armada, mientras narra el desorden de las formalidades sociales.

Villoro comparó en alguna ocasión la hechura narrativa de Ibargüengoitia, de precisión pragmática, con piezas de relojería. Yo prefiero hacerlo con el polisón que sujeta la falda pomposa, y que nuestro autor desnuda y recicla, dejando intacta su estructura, para armar con él su pachanga. Escojo decir que en sus novelas corre con la sillita de anticuario ensartada en las caderas, como polisones en el juego de dos niñas salvajas. Precisa hechura con la que celebra su juego festivo que transcurre con la huella digital del habla materna guanajuatense (bien la ha etiquetado Carlos Ulises Mata).

Ibargüengoitia, irritante como la risa de la niña en el desboque insensible. Su mirada a la Revolución, que El Partido había convertido en sólido mito benéfico, con cero de compasión por la caída, torna la debacle y el espanto en fiesta, en pachanga novelesca, en mirada crítica.

Hay un pintor mexicano postrevolucionario que se acerca a la operación artística de Ibargüengoitia: Orozco.

Difieren en la sexualización —Orozco sexualiza lo que toca con oscuro barniz, violento y prostibulario, que exhibe la masculinidad del milico triunfador (de la Conquista, de la Revolución), devastándolo.

El Don Juan de Orozco es un fantoche ridículo y afeminado, que tiene tras de sí una montañuela de mujeres caídas, mucho más fuertes que él, los cabellos teñidos, los rasgos marcados; aunque derrotadas, lucen más meritorias que un don Juan, anomalía de seductor. Meritorias, pero poquito, nada admirables damas de ese Don Juan que, en el toque de Orozco, no es sino un (Don) Juanete.

Ibargüengoitia se afila, no sólo en la lengua, del lado materno, retoma el punto de vista desde lo doméstico. Orozco, en cambio, acomoda su balcón en el prostíbulo. No es la mujer quien rige y habla, no es su voz la que guía el trazo viril de Orozco. Esta diferencia no nos impide apreciar que Orozco e Ibargüengoitia comparten un eje: el escarnio del orden social en curso y la burla de la Historia que el poder quiere subir a un pedestal. La gloria que corea el aparato de Estado es la carne de cañón de su obra.

El caso Ibargüengoitia y el caso Orozco tienen un mismo resorte: burlarse y desacralizar la Revolución mexicana y la institucionalidad que la deriva, el gobierno revolucionario, que es la fórmula perfecta de tiranía intolerante traicionera a las mayorías, aliada corrupta de los que saben cómo esto les conviene.

Los dos, grandes artistas, no aceptan el bocado diario ofrecido por el régimen: la Revolución mexicana y el régimen revolucionario tornados en sujetos heroicos. En sus miradas y sus obras, el horror de la guerra y sus bajezas, la autofagia del ejército mexicano, la corrupción e inmoralidad de los altos mandos y peones y demás protagonistas, lucen como escenas de cómicos de carpa de medio pelo.

La carpa de Orozco es cruel. La carpa de Ibargüengoitia no lo es: nos ofrece el plato caliente de la risa.

Orozco resuelve sus furiosas furias cáusticas con pincel
y lápiz en mano. Ibargüengoitia no las resuelve, y no son
tan furiosas aunque sean bien cáusticas en la pachanga

Orozco resuelve sus furiosas furias cáusticas con pincel y lápiz en mano. Ibargüengoitia no las resuelve, y no son tan furiosas aunque sean bien cáusticas en la pachanga que destroza la versión de la Historia que el Estado sacraliza —ingrediente clave para confeccionar la legitimidad del régimen postrevolucionario.

Cuando esto ya no le fue suficiente al dicho régimen —si es que se ha ido, cada día se nos rejuvenece en la transformación—, empezó a buscar otras legitimaciones, más o menos revolucionarias, más o menos heroicas.

En el caso de Ibargüengoitia, no hay pecado original en sus protagonistas, más allá que sus tontas y hondas tonterías, pero en Orozco los seres que pinta parecen condenados a un destino —su Eva y su Adán son Cortés y Malinche, allí se inicia esto de lo que no podremos zafarnos, condenados (en Vasconcelos, el mestizaje es fuerza, en Orozco parte esencial de la condena).

No es en balde que, al cerrar los ojos, asociemos a Ibargüengoitia con la obra visual de Joy Laville, su mujer. Vemos las portadas de sus libros, pero también el abrazo con el que nos acoge, un festejo, la risa... y el polisón que otros creyeron era silla coleccionable, clavado en las caderas mientras jugamos, felices.

EN LA EXPEDICIÓN de novela mexicana ibargüengoitiana, aunque en nave ajena, viaja la Elena Garro de Los recuerdos del porvenir, desacralizadora también mayor de la Revolución mexicana. Baja del altar los objetos de culto, sin incendiarlos, escupirles o vituperar, por el camino de una infantil dulzura (que perderá su obra posterior). Omite las dosis de ácido sarcástico que Orozco e Ibargüengoitia usan en diferentes medidas y pociones. Ya lo vimos: Orozco usa tres dosis donde Ibargüengoitia emplea media. Ibargüengotia añade el azúcar glass de la risa; Orozco, pulque.

Elena Garro toma sólo de su propia canasta. No es ácida, aunque en la trama contra los ricachones abusivos y sin escrúpulos, y la impunidad del ejército, y el perpetuo rosario de violencia contra las mujeres, esté presente la intención de ser ácida, pero en la médula de su novelar en Los recuerdos del porvenir hay la fresca presencia de La Fiesta.

Además de agradecer a la Universidad de Guanajuato y al jurado el honor del Premio Ibargüengoitia, quiero dar gracias a don Fernando Boullosa Carrasco, mi abuelo guanajuatense. Sé que los muertos tienen mano en lo que nos ocurre a los que estamos vivos. Él me trajo a Guanajuato en la imaginación, por él he estado habitando en varias formas de Cuévano y en esa ciudad real, congelada en los primeros años del XX. Gracias, abuelo mío, donde quiera que estés: hoy hiciste lobby para que tu nieta recibiera el Ibargüengoitia.