El pequeño dios felino

Mucho se ha escrito sobre cómo convierte la casa en su patio privado y a cada miembro de la familia, en juguete de su propiedad. Son inagotables la bibliografía, los tuits y pláticas de café que celebran la elegancia, el temperamento con que el gato se planta de cara a la vida. Julieta García González revisa tanto el hecho de que en Egipto fue considerado una deidad como su genealogía desde la antigüedad hasta el presente, y condimenta con historias personales sobre sus mascotas predilectas.

Estatua egipcia, ca. 664-350 a. C. Foto: Fuente: commons.wikimedia.org

Cuando yo tenía doce años apareció en la puerta de casa una gata de un blanco prístino, de ojos color miel y nariz rosada. Era un ensueño que maullaba. Mis padres no estaban, así que la metí al clóset de mi cuarto. Para la noche daba maullidos constantes. Mi padre dio con ella y me pidió que la sacara en plena madrugada, pero lloré tan auténticamente que me dejaron tenerla. La llamé Vainilla.

EL MISMO GATO

A diferencia de los perros, los gatos no han sido domesticados, o no desde el punto de vista de una coevolución que los transforme. Dicen quienes los estudian que “se domesticaron a sí mismos”. El que vive en nuestros hogares ha sido el mismo desde hace miles de años, como un compañero insólito. Su manera de ser era deseable. Excelente plaguicida, acababa con roedores e insectos; más tarde se convirtió en ser de culto. La transición no fue inmediata pero ocurrió, sobre todo en Egipto.

Nadie buscó moldearlo para darle tareas específicas: era útil y buenísimo en lo que hacía de manera natural.

Hay registros de que se desplazaron por el mundo habitado en un periodo relativamente corto. La gente los llevaba en viajes por tierra, fueron compañeros en barcos de comercio o guerra. Comían restos de pescado, dormían en cualquier lado. Iban en las caravanas que se desplazaban a la aventura o la conquista: mataban serpientes y topos, murciélagos, artrópodos, gusanos y aves que amenazaban la comida. Se adaptaban al desierto, a la selva, a las playas y montañas. Sin mucho ruido ni muchas interacciones estaban ahí.

MAL MOMENTO

Vainilla era delgadísima, aunque tenía abultada la barriga. Ese bulto resultó ser un embarazo. Debe haber sido muy joven, porque no cuidaba su preciosa carga. Supimos de la preñez el día del parto, porque comenzó a maullar muy ronco. Fue un alumbramiento poco inspirado. Nació un gatito, mínimo y maltrecho. Mi madre, que no deseaba tener mascotas, hizo lo que pudo por atenderla. La metió, junto a la cría, en una hielera de unicel, cobijados en una toalla. Así estarían calientitas. Entonces eran precarias muchas cosas en nuestras vidas, y eso comprendía nuestro conocimiento del mundo animal.

Cuando mis hermanos y yo, al día siguiente, fuimos a revisar al cachorro, nos encontramos con la hielera casi vacía salvo por la cabecita del animal, que dio tumbos al inclinar el recipiente. El cuerpo no estaba, tampoco Vainilla.

El horror por la desaparición del cuerpo del gatito
nos empañó la vida. Lo habían devorado, no cabía duda, pero quién. Todo apuntaba a Vainilla

MEDIANO ÉXITO

Pensar en nuestros términos humanos lo que ocurre con el resto de los animales es problemático e inevitable. Resulta probable que los gatos que fueron deidades también se comportaran —igual que los actuales— como malhechores. Es decir, su relación con el mundo debió ser la misma, aun cuando se les venerara. Habrán arrojado cosas pequeñas, atacado por la retaguardia a personas y animales, usurpado lugares con postura hierática, mordido las manos que les daban de comer, mirado al vacío. Antes, ese comportamiento fue considerado divino; hoy parece una cabronada más o menos divertida. La misma esencia que los hace fascinantes y poco dúctiles los ha mantenido a nuestro lado durante milenios.

De su presencia entre nosotros ha escrito con maestría la británica Doris Lessing. En Particularly Cats escribe, refiriéndose a uno que en su familia decidieron adoptar:

Había tenido una casa, pero la había perdido. Sabía lo que era ser un gato de casa, una mascota. Quería ser acariciado. Su historia era familiar. Había tenido un hogar, amigos humanos que lo amaban o creían amarlo, pero no era un buen hogar porque su gente salía con frecuencia, dejando que encontrara comida y techo por sí mismo, o lo había cuidado, dejando luego el barrio, abandonándolo.1

Ese gato llegó malnutrido, con huecos en la pelambre, reticente, pero con un claro deseo de pertenecer a esa casa, con personas que parecían más estables que sus primeros dueños. El vínculo con los animales de compañía, por más que haya distancia entre especies, es así: difícil de romper. Ambas partes terminan regresando a él. Lo problemático es que el ser humano se procura compañías que luego no atiende.

UN PRIMER AMOR

El horror por la desaparición del cuerpo del gatito nos empañó la vida. Lo habían devorado, no cabía duda, pero quién. Todo apuntaba a Vainilla, aunque era difícil aceptarlo sin sentirnos en pecado. La gata se mostraba tranquila. Mi madre toleró la realidad del animal en la parte lejana de la casa, donde no nos perturbara su estar salvaje. Pronto estaba de nuevo embarazada. Entonces parió dos hembras y un macho. Los mimaba, cargaba y lamía. Mi hermana hizo como yo con la gata callejera: se quedó con el gatito, contra las voluntades cada vez más pálidas de mis padres. Sus hijas entraban a la adolescencia, ¿para qué añadir problemas? Vainilla y su hijo vivieron un tiempo razonable, tuvieron nuestro amor adolescente —torpe, pasional, puntuado, confuso— y dejaron abierta la puerta a quien sería, ella sí, la mascota del hogar.

SABRINA

De pequeñita fue feísima. En palabras de mi padre, espantosa.

Llegó como un obsequio, hirsuta y desajustada. Mi hermana la llamó Sabrina. Parecía negra, pero tenía parches blancos y huecos en el pelo. Chillaba sin control en el tormento de su nueva casa.

Caminaba por el antecomedor y la cocina, desesperada, buscando la manera de huir de nosotros. No se dejaba tocar. Cerrábamos todas las puertas de la zona en la que estaba resguardada, para que no huyera. Después de unas semanas de estrés algo cambió. Comenzó a dejarse acariciar sin responder con zarpazos. Cambió el tono de su maullido. Abrimos la puerta y salió al jardín con curiosidad. Volvió más o menos pronto. En poco tiempo ya lo exploraba todo sin escaparse.

El pequeño dios felino. ı Foto: Ilustración: Dusit Moungpan, shutterstock.com

Al paso de un año ya tenía una pelambre despampanante. Era casi un animal distinto. Su porte era de realeza, uno que debíamos venerar. Terry Pratchett escribió en The Unadulterated Cat algo que resume a los felinos domésticos: “En tiempos antiguos los gatos eran venerados como dioses: no lo han olvidado”.

Sabrina era elegante tanto enrollada como extendida. Tenía un maullido somero, más de hastío que de reclamo. Maullaba para que la dejáramos salir y, segundos después, para que la dejáramos entrar. No nos dimos cuenta de cuándo empezó a dominar nuestro mundo. Tenemos pocas fotos familiares con los otros gatos, pero hay un sinnúmero de imágenes de Sabrina. Esto fue mucho antes de que la fotografía cediera a la inmediatez de los pulgares. Algo la transformaba en sujeto de inevitable admiración.

INTERACCIÓN FASCINANTE

Se han convertido en vehículo de disfrute colectivo. Están en redes sociales, con millones de seguidores. Hacen lo que siempre han hecho: tirar cosas pequeñas, perseguir cosas medianas, subirse a lo alto, hundirse en lo bajo, correr perseguidos por el éter, atacar sombras. Si carecen de madrigueras o de cuevas se trepan al armario, se cuelgan del ventilador, se sumergen en cajas, se acurrucan en espacios que les parecen mullidos. Son fascinantes en su interacción con lo que consideramos civilizado.

Durante las navidades, Sabrina hacía nido en el nacimiento que mi madre colocaba año con año: la verdad es que era uno hermoso, con figuras de barro y desniveles, ubicado en un ventanal con forma de galería. Sabrina sorteaba, con cuidado infinito, cada uno de los obstáculos. Alargándose y encogiéndose, como si fuera de goma, encontraba el sitio en el que ninguna figurita le estorbara. Se quedaba impávida, durante horas. Para entonces ya había conquistado los demás espacios domésticos. Dormía donde le daba la gana y se dejaba mimar a ratos por todos en la familia.

ELLOS Y LOS ESCRITORES

Supongo que su calor delicioso y ronroneo han hecho que sean excelente compañía para quien tiene un trabajo con poca actividad física. Además de Lessing, fueron la fascinación de Mark Twain y Carlos Monsiváis; Patti Smith aparece con ellos en fotografías que abarcan décadas.

Cuenta Elena Poniatowska que Nahui Olin los buscaba de manera obsesiva: “Murió sola, gorda, rodeada de gatos bajo una cobija hecha con las pieles maltrechas de los felinos que habían muerto antes que ella, disecados y conservados con todo y cabeza para poder reconocerlos y hablarles de amores...”.2 Apasionada y apasionante, encontró en ellos salida a la soledad de su vejez. José Emilio Pacheco señala que Nahui se vuelve el “espectro que espanta en la Alameda y dilapida su salario miserable en dar de comer a los gatos errantes”.3

HONRAR A LOS DE SU ESPECIE

Sabrina tenía algo de feral y era, a la vez, doméstica. Resultó una cazadora excepcional: llegaba con trofeos a casa y le ponía, con esa cortesía, los pelos de punta a mi madre. Saltaba desde la barda de la casa vecina, altísima, con la agilidad de una atleta. Como clavadista campeona, no se desordenaba en saltos que parecían mortales. ¿Lo hacía para complacernos?, ¿impresionarnos? Mis padres la veían asustados hasta que se acostumbraron a su talento y su valentía, que honraban a los de su especie.

Parecía pantera: cuando saltaba, su pelambre era negra casi por completo, con un diamante blanco sobre pecho y barbilla, unos guantes prístinos en las patitas. Tenía el pelo largo que se atribuye a los de Angora, sedoso, como si la hubiéramos mantenido en casa, bañada y cepillada. Pero jamás la bañamos, porque mi madre sentenció que los gatos se limpian a sí mismos y que como son en la naturaleza es como deben ser siempre.

Cuando salíamos en familia la dejábamos con un plato de comida y otro similar de agua, en libertad. Un día, al volver —en el trecho de un kilómetro y medio que separa la vía rápida de casa— vimos a un gato idéntico a ella correr en dirección a nuestro hogar. “¡Es Sabrina!”, gritamos los chicos. A mis padres les pareció imposible, pero el evento se repitió.

¿Cómo podía saber cuándo llegábamos?, ¿cómo identificaba que veníamos de regreso? Quería que la viéramos, buscaba que pudiéramos identificarla.

Dirigía su sistema de geolocalización interior a quienes merecían su afecto.

Alguna vez nos fuimos de fin de semana sin mi padre. Sabrina se le entregó con pasión. Él, que vivía en un mundo de citas, oficinas y números, solía referirse a ella como “la gata”, para marcar distancias. Los animales le eran algo ajeno. Así que no recordó o no quiso recordar dónde estaban las croquetas. Confundido por los maullidos (o endulzado por los mimos), cada noche de nuestra ausencia pidió en su taquería favorita órdenes de costilla, de bistec, de carnitas para sí mismo y para Sabrina.

Sabrina no se dejaba tocar. Cerrábamos todas las puertas
para que no huyera. Después de unas semanas de estrés algo cambió. Comenzó a dejarse acariciar

NO PESTAÑEA ANTE NADIE

Los tiempos han cambiado para todos, también para ellos. No es fácil que salgan a deambular: el maltrato que infligen los humanos también ha tocado a los de su especie. Esto no es reciente, ha sido parte del difícil proceso de proximidad con los llamados animales domésticos.

De nuevo Pacheco:

... Quienes lo aman y quienes lo detestan coinciden en asignarle atributos fantasmagóricos: ser dueño de siete vidas, anunciar desdichas, si es de color negro, y un sinfín de cosas que no le hacen mella: su personalidad resulta insobornable a la opinión ajena.

Sigue tan gato como cuando era adorado por los egipcios o lo acosaban la ignorancia y el salvajismo de épocas tan oscuras como la nuestra. Ahora y entonces resiste la seducción o el desafío de las miradas: no pestañea ante nadie.4

En otros siglos se les prendió fuego para ver retorcerse sus cuerpos ágiles. Se sacrificaron en aras de la ciencia y la brujería; aún hoy se usan para rituales sangrientos. Se les arrojan piedras durante las noches en que gozan. Abandonados en islas, desiertos, junglas y montañas, se han reproducido sin control, mermando las especies locales.

Para enmendar el daño se les extermina. En aras de la convivencia civilizada se les extirpan uñas y testículos. Se limita su campo de acción en el mundo de lo concreto, pero se les amplía en el virtual. Están más presos que nunca de nuestra forma de ver la vida.

Pero no Sabrina, no: ella vivió veinte años de cacería, saltos, placidez al atardecer con el sol en la barriga; tuvo un tronco para limar sus uñas y bardas para trepar; disfrutó mimos, atenciones, comida disponible y un lugar mullido, amoroso, en la cama de mi madre.

Nota

1 Doris Lessing, Particularly Cats, Burford Books, Nueva York, 2000. En español se encuentra como Gatos ilustres, Lumen, Barcelona, 2016.

2 Elena Poniatowska, Las siete cabritas, Era, México, 2000, p. 42.

3 José Emilio Pacheco, “Nahui Olin, desdicha y esplendor”, Proceso, 19 de marzo, 2012. Consultado en proceso.com.mx en julio, 2021.

4 José Emilio Pacheco, “Tríptico del gato”, La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, El Colegio Nacional / Era, México, 2014, pp. 19-20.