Palinuro en el gabinete de doctor Farabeuf

Un espectáculo que combina placer y muerte constituye el núcleo de Farabeuf, de Salvador Elizondo (1965): “una aterradora persistencia de esa imagen, como la fotografía de un hombre en el momento de la muerte o del orgasmo, se grabó en su retina ávida del color de la sangre”, señala. El protagonista es médico y su nombre, H. L. Farabeuf, evoca al cirujano histórico. A su vez, un doctor es la figura central de Palinuro de México, de Fernando del Paso (1977). Con ojo clínico —valga la licencia—, Ana Clavel analiza, con el encuentro de estos personajes en la segunda novela, dos visiones complementarias de la escritura.

El doctor Louis Hubert Farabeuf (1841-1910).
El doctor Louis Hubert Farabeuf (1841-1910). Fuente: storiadellamedicina.net

No ha de ser un azar que dos de nuestras cimas novelescas, Farabeuf y Palinuro de México, tengan como protagonistas a dos apasionados de la ciencia de Asclepio: el cirujano Farabeuf y el estudiante de medicina Palinuro. Literatura experimental en el sentido en que Tristram Shandy lo es, ambas obras, cada una a su manera, son también un ejercicio de disección con el lenguaje que es en sí mismo una puesta en escena del arte de la cirugía. Sin embargo, los libros en cuestión abordan el asunto de diferente manera. Mientras en Farabeuf las referencias y exploraciones anatómicas se deslizan por el filo de un goce perverso por la muerte, en Palinuro las enumeraciones médicas se refocilan en un goce mórbido y prolífico por la vida.

I

Doce años median entre la publicación de Farabeuf o la crónica de un instante —como se tituló la edición princeps de 1965— y Palinuro de México, de 1977. Los suficientes para que Palinuro visitara el gabinete del doctor Farabeuf y aludiera al protagonista concebido por Elizondo —que como se sabe, se basa en un personaje histórico. Hasta donde he podido revisar hay referencias a la figura del doctor Farabeuf en la obra de Del Paso. La primera aparece cuando Palinuro señala en el capítulo 3 que el “médico, y sobre todo el cirujano, conjuga todos los oficios y profesiones del Universo”: arquitecto, detective, demiurgo, arqueólogo, sacerdote, director de orquesta, piloto bombardero, abogado, plomero, dictador, portero y un largo etcétera. Entre tantos oficios, el narrador consigna:

el médico es el policía del cuerpo: lo vigila, coarta sus libertades, lo encierra y lo tortura, ¡hip! Ya se sabe que ningún suplicio ni antiguo ni moderno, desde el potro hasta los toques en los testículos [...] se pueden comparar a los tormentos y vejaciones que el médico inflige, ¿infringe? con sus shocks eléctricos, sus agujas curvas, escalpelos, purgas, amputaciones, sierras, enemas y mandriles. Las torturas pintadas por Bouts y Lochner, por Tempesta y Pomarancio, no son nada comparadas con las amputaciones de Lloyd, Liston y Farabeuf.1 [Referencia 1]

La segunda y tercera menciones se presentan en el capítulo 22, “Del sentimiento tragicómico de la vida”: el narrador rememora andanzas en Londres y habla de las proezas que hace un cirujano para pasar a la historia de la medicina.

Tú estabas seguro de que algún día le darías tu nombre a una enfermedad desconocida, a una operación nueva, a un síntoma original. Lo único que tuvo que hacer Von Helmholtz fue idear el oftalmoscopio que le permitió observar el fondo del ojo vivo, para que desde entonces la fama lo viera con buenos ojos [...] a Farabeuf, para poner otro ejemplo, le fue suficiente inventar la pelvitomía, para eternizarse en un instante.2 [Referencia 2]

Era poco probable que Palinuro prolongara su visita al doctor H. L. Farabeuf literario. Por supuesto está la diferencia de intenciones en una y otra obra

Unas líneas más adelante, al perorar sobre el tema de las amputaciones, en un tono no exento de humor, añade:

En fin, que caminando hacia la Plaza de Trafalgar y pensando en la mutilación progresiva en la que eran maestros los hombres del pequeño trabajo o hsiao kuung de ren citados no por Farabeuf sino en Farabeuf, y pensando en el hombre de hojalata del Mago de Oz, en la gangrena simétrica de las extremidades, y en operaciones modernas como la horrible hemicorporectomía y en todas las posibilidades futuras del cyborg —el monstruo mitad hombre y mitad máquina— le pregunté a uno de los leones esculpidos por el benemérito Landseer cuándo creía él (el león) que, físicamente hablando, uno comenzaba a dejar de ser uno mismo: ¿cuando le cortan una pierna, o cuando le cortan la melena?3 [Referencia 3]

Dos de las referencias anteriores aluden más propiamente a la figura literaria creada por Elizondo, cuando se menciona el arte mutilatorio de Farabeuf (Referencias 1 y 3: “las amputaciones de Lloyd, Liston y Farabeuf” y la mutilación progresiva citada “no por Farabeuf sino en Farabeuf”).4

La segunda referencia, en cambio, remite al personaje real, el cirujano francés Louis Hubert Farabeuf (1841-1910), que entre otras aportaciones a la medicina, diseñó los separadores que llevan su nombre y al menos en Francia es recordado en el término Signe de Farabeuf: señal del tacto que se practica a las parturientas para saber si el bebé ha descendido y está encajado, listo para ser arrojado al mundo —sin Heidegger de por medio. Es decir que además de haber sido profesor de Anatomía en la Facultad de Medicina de París, autor de manuales operatorios e inventor de diversos tipos de instrumental quirúrgico, el doctor Farabeuf de la historia de la medicina hizo contribuciones específicas a la obstetricia. De hecho, el terreno de la gestación y del parto le interesaba tanto que escribió Principes fondamentaux d’obstétrique vérifiés, rectifiés ou établis à l’aide de l'expérimentation sur le mannequin naturel et de l'observation sur la parturiente (París, 1891).

Así pues, cuando Del Paso menciona la “pelvitomía” en nuestra Referencia 2 (“a Farabeuf le fue suficiente inventar la pelvitomía, para eternizarse en un instante”) sabe de lo que habla, al fin erudito de la medicina y otros campos. Pero en realidad está siendo impreciso pues si uno investiga en la historia de las operaciones amplificadoras del canal óseo en partos difíciles, descubre que en 1892 Farabeuf y Varnier proponen una isquiopubiotomía para ampliar las pelvis estrechas, opción que no prosperó. Propiamente la pelvitomía (con sus tres variantes: la isquiopubiotomía, la sinfisiotomía y la pubiotomía) es una operación que tuvo varias etapas de uso y abandono desde el siglo XVIII, “cuando la operación cesárea era mortífera al grado de que la mayoría de los parteros llegaron a considerarla como criminal, la invención de la sinfisiotomía por Sigault fue recibida con aplauso pues proporcionaba la oportunidad de obtener un feto vivo sin riesgo de muerte para la madre [...]. Entonces, a insistencias de Morisani volvió a practicarse la pelvitomía: Pinard y Farabeuf en Francia estudiaron a fondo la sinfisiotomía”.5

Si bien adjudicarle el trofeo de la invención de la pelvitomía al doctor Farabeuf es una licencia poética generalizadora, al menos lo acerca a uno de sus verdaderos campos de estudio. Y luego, con el espíritu lúdico y socarrón que habita el volumen, al rematar que ese invento del Farabeuf real le valió “para eternizarse en un instante”, Del Paso hace un guiño cómplice al personaje ficticio, sugerido en la segunda parte del título que antes tenía la obra literaria de Elizondo: “Crónica de un instante”.

II

Elizondo reconoció que tuvo acceso al Précis de manuel opératoire (París, 1893), otro de los compendios que escribió el Farabeuf histórico —de hecho, varias de sus imágenes forman parte de Apocalypse 1900, un corto de 1963 realizado por nuestro autor. De los tomos dedicados a Ligaduras de arterias (I), Resecciones de tumores y órganos (III), Elizondo se maravilló con el tomo II: Amputaciones, de 679 páginas y con 403 ilustraciones, que le sirvió para imaginar el rumor de muerte y tortura avizorado en una foto antigua: la perturbadora imagen de un hombre agónico, sometido al procedimiento Leng-Tch’é, o muerte de los cien —o mil— pedazos, para castigar a los magnicidas en China en los tiempos de la dinastía Manchú, contemplada antes en el libro de Bataille, Las lágrimas de Eros. Porque si bien esos dibujos del manual son disecciones, gracias al afán minucioso del ilustrador —posiblemente el Farabeuf real, si uno mira con cuidado su gabinete de trabajo en la foto adjunta—, se vuelven un muestrario de miembros seccionados a detalle, pedagógicas amputaciones que exacerban la imaginación y la calma para ojos no acostumbrados a las auténticas carnicerías médicas.

De ahí que imaginar a un Farabeuf fantaseado con la carga de fascinación por la tortura y la muerte debió de formar parte de ese mundo de asociaciones creativas-derivas-alucinaciones propias de todo verdadero artista, cercanas a las necesidades del universo de ficción que se propone trabajar. Más aún, con la huella sonora del nombre “Farabeuf”, que sugiere susurro y misterio, Elizondo debió de darse cuenta que de ese L. H. Farabeuf podía surgir su propio H. L. Farabeuf, autor del también ficticio Aspects Médicaux de la Torture Chinoise, que aparece en su novela pero que no forma parte de la bibliografía del galeno francés. Una simple inversión de iniciales (L. H. por H. L.) marca la cercanía y la distancia de un personaje de ficción tan tortuoso como alejado del anciano bonachón con barba a lo Maximiliano que ilustra la biografía del cirujano original, miembro de la Academia de Medicina francesa y cuya estatua preside el patio central de la Escuela Nacional de Medicina en París.

Muerte lenta por Leng-Tch’é, imagen reproducida en Las lágrimas de Eros (1961), de George Bataille y en Farabeuf (1965), de Salvador Elizondo.
Muerte lenta por Leng-Tch’é, imagen reproducida en Las lágrimas de Eros (1961), de George Bataille y en Farabeuf (1965), de Salvador Elizondo.

Desde esta perspectiva era poco probable que Palinuro prolongara su visita al gabinete del doctor H. L. Farabeuf literario. Por supuesto está la diferencia de intenciones en una y otra obra. La de Elizondo, que busca situar la eternidad de un solo instante con una obra solipsista y obsesiva; la de Del Paso, que intenta abarcar la totalidad verbal del cuerpo, como cuando hace decir al narrador:

Y mientras bajaba las tortuosas y oscuras escaleras de la torre de la Universidad de Glasgow pensé en los capítulos del Ulises, cada uno dedicado a un órgano distinto, y pensé en Borges (“No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo...”) y pensé en Henry James que afirmaba que toda novela debía ser como un organismo viviente, único y continuo, y me prometí que ese libro que iba a escribir alguna vez sería tan enfermizo, frágil y defectuoso como el organismo humano, pero a la vez, si era posible (aunque es imposible) tan complicado y magnífico, dije, mientras yo y mis cien mil kilómetros de tubería sanguínea bajábamos de dos en dos la escalera de caracol de la torre, pero no será, me dije (me repetí hasta el cansancio), no será un libro con una piel apolínea, con una piel lisa y blanca y suave como la piel de Ofelia que corra un velo estético sobre la realidad, no: será un libro descarnado, dije saliendo a las calles de Glasgow, un libro dionisiaco que afirme triunfalmente la vida con toda su oscuridad y su horror.6

III

En “El fantasma de la medicina”, el neuropsiquiatra y escritor Jesús Ramírez-Bermúdez señala que en la pasión de Del Paso por la historia cultural de ese campo, tan cercana a su corazón barroco y erudito, está “el origen de una investigación fecunda sobre la relación entre el cuerpo y las palabras [...] Al abrir algunos cadáveres, como dijo Michel Foucault en El nacimiento de la clínica, los objetos y tejidos previamente ocultos deben nombrarse con el recurso de la analogía, que emparenta a la poesía con la medicina anatómica”.7 Y más adelante concluye: “a diferencia de la atmósfera escalofriante conseguida por Elizondo en Farabeuf, Del Paso fabrica una celebración gozosa en donde caben por igual las glorias y miserias del cuerpo, como diría Francisco González Crussí”.

Sin embargo, al dotar al Farabeuf ficticio de un interés obsesivo por la mutilación y la tortura —que lo lleva a sugerir que su personaje visitó China a comienzos del siglo XX y que no sólo presenció el destazamiento del Leng-Tch’é, sino incluso fue el autor de la fotografía histórica—, Elizondo consigue hacer de la labor quirúrgica una metáfora del suplicio, pero también una metáfora de la escritura misma. No por nada el narrador reconoce que “el suplicio es una forma de escritura”,8 la misma que practican los verdugos al magnicida, condenado por matar al príncipe Ao-Han-Ovan, o la que realiza el doctor Farabeuf en los sótanos de la Escuela de Medicina, referida en la novela.

En un estudio de título “Ficción e historia en Farabeuf”, Rolando J. Romero revela las claves de la metáfora “escritura-suplicio-operación quirúrgica”, donde la pluma-cuchillo-bisturí realiza los tajos o incisiones que a su paso van dejando sangre-tinta. La pluma-bisturí de Elizondo expone también el cuerpo de la escritura y el misterio de epifanía y muerte que con lleva más allá de la anécdota —por demás elusiva en Farabeuf. No le falta razón al sugerir que la novela de Elizondo es una puesta en abismo de la muerte-goce:

Es por medio del lenguaje, de la escritura, que el escritor abre el cuerpo del libro; lo potencial de la obra es expuesto por medio de la escritura. Pero al abrir la obra la destruye, por lo tanto la escritura no comunica, sino simplemente expone. La escritura, en cuanto sangre o herida, señala la falta de comunicación (muerte) y es desde esa muerte que se genera.9

Ignoramos si el Farabeuf real viajó alguna vez a China, o si se interesó por la fotografía, un arte que en su época, segunda mitad del siglo XIX, era visto más como atracción y moda. Lo que sí podemos afirmar es que prefirió la tradición del arte del dibujo para ilustrar —profusamente, por él u otros— sus tratados. En cambio, el Farabeuf literario, al fin gran aficionado a la fotografía instantánea según se nos refiere en la novela, la considera “una forma estática de la inmortalidad”,10 como la que perpetúa el goce agónico en la imagen del Leng-Tch’é, “la imagen del suplicio voluptuoso que inunda el mundo como un misterio exquisito y terrible”.11

La novela es la fotografía de un instante infinito ... una escritura fractal que se acerca y aleja para ceñir lo inasible:
el goce fugaz de la muerte

Para revelar ese instante único y sagrado, Elizondo echa a andar el mecanismo de las palabras en torno a la tortura, el coito, el deseo oceánico, la memoria, en una gran écfrasis que es la novela misma. Es más, la novela toda es la fotografía de un “instante infinito”12 revelada por signos verbales: una escritura fractal que se acerca y aleja para ceñir lo inasible: el goce fugaz de la muerte.

Mientras en Farabeuf las descripciones quirúrgicas se deslizan por el filo Tanatos-Eros en su lado más oscuro (torturas, amputaciones, infligir dolor por su capacidad de castigo y goce perverso), en Palinuro se trata de disecciones para poner al descubierto el universo verbal del cuerpo humano con toda su morbidez barroca, pero también su esplendor de máquina renacentista. En tanto “Farabeuf amaba amputar los miembros tumefactos de los cadáveres en el anfiteatro”,13 Palinuro se solaza en biopsias eruditas por las que se desparraman los efluvios, los miasmas y los magmas de la vida, incluso cuando imagina el primer cuerpo que ha de contemplar sobre la plancha de disecciones y reconoce “el parentesco que une a la belleza con la muerte”, “la fascinación por las mujeres muertas” (Villon), “la convicción de que la muerte de una mujer hermosa es el asunto más poético del mundo” (Poe).14

Por una ironía del destino literario, que lo condena a no poder presenciar el derramamiento de una sola gota de sangre o el espectáculo atroz de una cirugía, Palinuro tendrá que renunciar a la práctica de la medicina y a conformarse con el regodeo verbal acumulativo e hiperbólico, no sólo en el campo de la medicina sino de muchos otros saberes y curiosidades, disectados y expuestos en su monumental obra. Una empresa como no se había dado en nuestras letras, salvo como dice Ana García Bergua al señalar una “cierta fraternidad con Farabeuf de Salvador Elizondo, pero Farabeuf es cosa muy distinta, si bien en Palinuro el doctor Farabeuf y sus técnicas de desmembramiento ocupan el lugar que les corresponde”.15

A pesar de que en ambas obras se aprecia regusto y regodeo por lo mórbido del cuerpo, la manera de situarse ante el goce de la muerte o la fruición de la vida aun en sus excrecencias y desechos, derivó en la escasez de visitas al gabinete del doctor Farabeuf por parte del bachiller Palinuro, aunque sus visiones extremas lleguen a acercarse, por momentos, en un ciclo uróboros fascinante.

Notas

1 Fernando del Paso, Palinuro de México, Diana Literaria, México, 1987, p. 67.

2 Ibidem, p. 503.

3 Idem.

4 Las cursivas serían útiles para diferenciar al personaje respecto de la obra, pero en todo Palinuro ninguna obra literaria o artística es destacada con esa convención editorial.

5 José Rábago, “La sinfisiotomía de Zárate”, Ginecología y Obstetricia en México, vol. 71, núm. 11, noviembre, 2003.

6 Fernando del Paso, op. cit., p. 509.

7 Jesús Ramírez-Bermúdez, El Cultural, núm. 175, 16 de noviembre, 2018.

8 Salvador Elizondo, Farabeuf, en Narrativa completa, Alfaguara, México, 1997, p. 135.

9 Rolando J. Romero, “Ficción e historia en Fa-rabeuf”, Revista Iberoamericana, vol. LVI, núm. 151, abril-junio, 1990.

10 Salvador Elizondo, op. cit., p. 98.

11 Idem, p. 108.

12 Idem, p. 197.

13 Idem, p. 116.

14 Fernando del Paso, op. cit., p. 89.

15 Ana García Bergua, “Huellas de una relectura de Palinuro de México”, Letras Libres, consultado el 21 de noviembre, 2018, en https://letraslibres.com/literatura/huellas-de-una-relectura-de-palinuro-de-mexico/