"El medio de la pintura me dio todas las posibilidades para explorar mi propia identidad”, dijo alguna vez Julio Galán al referirse a su obra. Ese autorreconocimiento que le caracteriza es hoy palpable en las salas del Museo Tamayo de la capital mexicana, donde una nueva retrospectiva del artista coahuilense nos acerca a lo más destacado de su trayectoria. Bajo el título Un conejo partido a la mitad —en alusión a un texto de él mismo, que evoca el universo de la novela Alicia en el País de las Maravillas—, se trata de un recorrido por algunas de las temáticas que marcaron la producción de este creador disruptivo que trastocó el imaginario nacional en su búsqueda por encontrar su lugar en un México de veneración a símbolos patrios —y patriarcales.
La repetición de su propia imagen como protagonista central de su universo plástico es la primera clave de que al estar frente a la obra de Julio Galán somos, simultáneamente, testigos de un proceso de exploración íntima y personal. “Mis obras son un espejo de mi propio dolor, es así como exorcizo mis fantasmas,” dijo el artista. Esos fantasmas fueron, entre otros, el ostracismo y la exclusión de ser homosexual en un país de machos; una violación y castración simbólica y psicológica a la que también se referiría al hablar de los temas de su trabajo.
Nacido en 1959 en Múzquiz, en Coahuila, y posteriormente radicado en Monterrey, vivió en carne propia la cultura hipermasculinizada del norte, así como la identidad híbrida de la frontera. No sorprende entonces que en las imágenes que creó de sí mismo reafirme tanto la feminidad como lo mexicano, conceptos a menudo entendidos como contrapuestos o incluso contradictorios.
KAHLO Y LO QUEER
El autorretrato como obsesión coloca a Galán en una larga tradición de la historia del arte. Rembrandt fue uno de los mayores exponentes: se pintó alrededor de cien veces, como forma de explorar lo que atravesaba en distintos momentos de su vida. Más adelante, Vincent Van Gogh y Egon Schiele recurrieron al espejo para plasmar sus tormentos interiores. Los mecanismos utilizados por todos ellos, como el uso de la ropa como disfraz, el énfasis en la mirada y el juego con distintos ademanes, están presentes en la obra de Galán. Pero, sobre todo, sus autorretratos dialogan con aquellos pintados por la artista mexicana más famosa, Frida Kahlo, quien también se cuenta entre los pintores que más han explorado este género. Al ser catalogada como surrealista por André Breton, ella también resaltó la intimidad reflejada en su trabajo: “Pinto mi propia realidad”, dijo.
La influencia de Frida Kahlo en la obra de Julio Galán es entonces múltiple: se aprecia en el uso de la pintura como ejercicio de introspección y medio para sublimar el dolor, pero también en la presencia de elementos del imaginario popular mexicano. El diálogo con Frida resulta interesante también en relación con el género y sus formas de representación. Galán ha sido encasillado como un artista queer, ya que en esta búsqueda de lo identitario que su obra refleja está muy presente una exploración de la sexualidad. Al colocarse en el lugar de lo femenino, el pintor juega con la androginia de Frida, a menudo representada por su propia mano.
Sus autorretratos dialogan con aquellos pintados por Frida Kahlo, quien se cuenta entre los pintores que más han
explorado este género... ella también resaltó la intimidad reflejada en su trabajo
El autorretrato fue, asimismo, un tema propio de muchas mujeres de su época, principalmente aquellas que han sido vinculadas al surrealismo, como María Izquierdo, Rosa Rolanda y Leonora Carrington. De todas ellas encontraremos influencia en las obras de Galán exhibidas en el Tamayo, tanto en su uso de la cromática como de sus temáticas y motivos. Lo vemos, sobre todo, en su manera de reinterpretar los atavíos que muchas mujeres del ámbito cultural portaban cuando el nacionalismo revolucionario definió lo mexicano: rebozos, trajes de tehuana, bordados y todo textil tradicional con el que se afianzaba la identidad nacional es recuperado en los autorretratos de Galán.
En este uso de la ropa típica resalta el carácter teatral que ya estaba de forma latente en aquellas pintoras; él lo lleva al extremo del drag. Es también en ese performance subversivo y provocador para las buenas conciencias donde podemos establecer otro diálogo de Galán, ahora con la obra de Nahui Olin, quien un día posaba desnuda y otro se pintaba a sí misma en compañía de sus amantes sin tapujo alguno. En esas exactas imágenes de Nahui vemos cómo tanto en el acto de presentarse frente a la cámara como en el de pintarse en un lienzo hay un espíritu performático que Galán recupera con toda su carga sexual; así se aprecia en esta exposición, no sólo en sus pinturas sino también en las fotografías que lo inmortalizaron.
EL NEOMEXICANISMO
Para entender estos guiños a movimientos artísticos de inicios del siglo XX, como la Escuela Mexicana de Pintura y el surrealismo, y especialmente a la obra de Frida Kahlo, debemos situar a Julio Galán en su propio contexto. Activo en los años ochenta y noventa, su obra responde a un momento en el que los artistas mexicanos estaban nuevamente volteando a ver lo propio, después de décadas de una Ruptura que se volcaba en el lenguaje universal de lo abstracto. De acuerdo con el historiador del arte Olivier Debroise,1 esto se debió a diversos factores: por un lado, a un redescubrimiento nostálgico de México desde el exilio; por otro, a las crisis económicas que comenzaron a asolar al país, dejando a toda una generación de artistas sin la posibilidad de viajar; y, por último, a un auge en el interés por lo mexicano y latinoamericano fuera de nuestras fronteras, principalmente por Frida Kahlo, cuyas primeras retrospectivas internacionales suceden a partir de la década de 1980. A la producción plástica de esos años que recuperaba el imaginario nacional se le comenzó a llamar neomexicanismo, término acuñado a partir de un artículo de Teresa del Conde en 1987 en el periódico unomásuno, titulado “Nuevos mexicanismos”.
Galán fue de aquellos creadores que aún pudieron salir del país; se estableció en Nueva York. Ahí conoció a Andy Warhol y a Jean-Michel Basquiat, entre otros artistas vinculados al pop art que desde los años sesenta estaban marcando el rumbo del arte estadunidense. El mexicano va a continuar así la ruta de tantos que algunas décadas atrás, durante estancias de estudio y trabajo en París o en la propia Gran Manzana, añoraron lo mexicano. Su reinterpretación de la cultura nacional se va a revelar permeada por lo que veía alrededor suyo. Olivier Debroise destaca también, por ejemplo, el surgimiento del imaginario chicano en los Estados Unidos del momento, con la exacerbación de símbolos mexicanos. Como habitante de la frontera previo a su autoexilio neoyorquino, Galán debió de ser muy sensible a esos códigos. Aunado a esto, el contacto con el pop art seguramente alimentó su búsqueda de lo propio, pues para él lo popular no eran las latas de Campbell’s o los cómics, sino los exvotos, los rótulos, los calendarios de abarrotería y las revistas cachondas de puestos de periódico. Todos esos referentes fueron reivindicados por los artistas del llamado neomexicanismo.
SUBVERTIR LOS CÓDIGOS
Las obras de Galán expuestas en Un conejo partido a la mitad muestran su recuperación del imaginario mexicano que trastoca los límites entre lo popular y la alta cultura, incluso de la Historia con mayúscula: las referencias al arte barroco aparecen a través de la iconografía religiosa, pero las vemos pintadas al estilo naif de un exvoto e intervenidas con frases irónicas de una caligrafía que uno esperaría ver rotulada en una barda y no como parte de un lienzo. Este ir y venir entre un mundo y otro, siempre con irreverencia, se explica también desde su marco histórico. El neomexicanismo es un arte que responde al gobierno salinista, cuando se promueve el regreso a una política cultural que exalta lo nacional. Como muestra está la magna exposición México: Esplendor de treinta siglos, que sigue siendo hoy un referente. A diferencia de lo que sucedió a partir de los años veinte, los artistas de esta tendencia no se alinearon con aquella narrativa, sino que la convirtieron en burla. “Desde el altar y el pedestal, soportes de la imaginería mexicana, aparece la risa en medio del caos,” explica Debroise en el citado ensayo.
Las obras expuestas muestran su recuperación del
imaginario que trastoca los límites entre lo popular
y la alta cultura, incluso de la Historia con mayúscula
Julio Galán fue, entonces, un artista que entendió como pocos los códigos de representación de lo mexicano, subvirtiéndolos con su característico y ácido sentido del humor. De ese modo logró convertir al macho mexicano en un hombre amanerado, jugando con la ambivalencia homoerótica del traje de charro, por poner un ejemplo. Otros artistas de su generación harían lo propio con los grandes íconos de la época del cine de oro mexicano o con los héroes patrios que a través de los murales y libros de texto hablan sobre nuestro pasado glorioso.
En el sentido más íntimo que expresa la obra de Galán, lo que vemos en el uso de esos símbolos es una búsqueda por encontrar su lugar dentro de una sociedad que lo ha rechazado y excluido. Y es ahí también donde podemos entender otro aspecto de la recuperación del surrealismo en su obra, no sólo como manifestación de la mexicanidad —que implica retomar la famosa propuesta de André Breton— sino también en su tratamiento de lo doméstico, que se halla siempre trastocado en el universo de Galán. Habitaciones de papel tapiz de abuelita, muñecas, camas, flores... sus obras están pobladas de objetos y de entornos cotidianos que se vuelven irreconocibles, desconcertantes. Es lo siniestro, tal como lo definiría Freud, unheimlich: lo familiar convertido en amenaza. Para Galán, se trata de la cultura que siente propia, pero donde no tiene cabida. “Yo no entendía cómo vivir en ese mundo de tanta santidad, cuando a mi alrededor respiraba tanta tristeza y maldad”, fue como describió sus años de infancia.
QUÉ SIGNIFICA SER MEXICANO
En un sentido más amplio, más allá de las exploraciones autobiográficas que podemos ver en su trabajo, éste es también el reflejo de un cambio de pensamiento muy propio de su tiempo. El neomexicanismo ya manifiesta, de alguna manera, la condición postmoderna en tanto que cuestiona los metarrelatos construidos por las narrativas de la Historia. Por ello artistas como Julio Galán recurrían a su propio cuerpo como principal medio de representación, sumando a la burla de los discursos oficiales narrativas individuales y subjetivas de lo que significaba ser mexicano.
Un conejo partido a la mitad resulta, así, una muestra que nos acerca a las preocupaciones y obsesiones de un pintor que supo construir un universo plástico muy propio, pero también es un espejo que nos obliga a observar con detenimiento de dónde venimos. Es, en resumen, una oportunidad para redescubrir a Julio Galán y a nosotros mismos reflejados en su dolor, pero también en sus risas.
Nota
1 Ver Olivier Debroise, “Me quiero morir”, en La era de la discrepancia, Museo Universitario de Arte Contemporáneo, UNAM, México, 2007.