TIBURÓN TORO
Gestándose en el útero, los embriones de tiburón toro se devoran unos a otros a su suerte. Sobreviven dos que nacen como caines consumados de metro y medio, listos para medrar en aguas dulces y saladas.
Hace veinte millones de años, en el océano cenozoico, los asuntos familiares ya se resolvían así. Dentro del vientre colosal de la megalodón encinta, una docena de escualos de dos metros se arrancaban la vida a dentelladas en las tinieblas del mar amniótico. Las crías que nacían llegaban a convertirse en tiburones tan grandes como un cachalote moderno.
El canibalismo uterino fue descubierto por Stewart Springer; durante las vivisecciones que realizaba a los especímenes capturados cerca de la Isla Chandeleur, en Luisiana, Springer notó de que las hembras preñadas solían cargar menos embriones hacia el final de la gestación que al principio. En el momento mismo de su eureka, Springer introducía la mano en las entrañas de una ejemplar que se disponía a seccionar cuando un nonato de fauces aserradas casi le arranca el dedo con una fraternal mordida.
Dentro del vientre de la megalodón encinta, una docena de escualos de dos metros se arrancaban la vida a dentelladas en las tinieblas del mar amniótico
VACA MARINA DE STELLER
En 1768, Ivan Popov llegó a la isla de Arachka, en el Mar de Bering, por segunda vez y comprobó con ojos llorosos el fruto de sus aventuras. Lo que le habían contado en los muelles de Ojotsk era cierto: no quedaban más vacas marinas de Steller en las Islas del Capitán.
Ivan Popov había estado con Georg Steller en la Gran Expedición a Kamchatka, la odisea polar de exploración de la costa oriental siberiana, que ordenó el zar ilustrado, Pedro el Grande.
Luego de que Gottfried Leibniz lo cuestionara sobre la posibilidad de que existiera un paso terrestre entre América y Rusia, el monarca se había propuesto develar una de las últimas regiones sin mapear del orbe.
Ivan Popov atravesó con Steller la superficie congelada del Baikal. Juntos se internaron en el Océano Ártico y en las nieves perpetuas. Estuvo con él cuando registró los adánicos avistamientos de las especies que llevarían su nombre: el león marino de Steller, el cormorán de Steller y la nutria de Steller. Sin embargo, el prodigio que recordaría con más ahínco y pesar de aquel viaje legendario sería la vaca marina de Steller, un dugongo del tamaño de una ballena, apacible y sin temor a los humanos.
Aunque Georg Steller moriría en Tiumen a causa de la difteria —poco después de que Vitus Bering sucumbiera al escorbuto en el mar que lleva su apellido—, la publicación de sus diarios daría a conocer las vacas marinas en Europa, alentando la rapacidad de los cazadores. En sólo unos años, comprobaría Popov, la especie completa había sido masacrada y reducida a cebo de candil.
Arrepentido de la necedad que lo había llevado hasta allí a costa de tanto, pero sin resignarse del todo a la fatalidad, Ivan Popov y su flota fatigaron las aguas durante tres días, al cabo de los cuales encontraron una hembra solitaria en una caleta helada.
Lamentando todavía su ruina, Ivan Popov le clavó un arpón para la posteridad antes de volver a Ojotsk con sus barcos pesqueros, hachas, marmitas y aparejos, que muy pronto pasaron a manos de un banco acreedor en Ámsterdam.
A la flexibilidad del tentáculo, la ventosa suma el poder de la succión. Semejantes extremidades ostentan superioridad sobre el brazo humano y su mano pretenciosa. El diseño del pulpo es inmejorable
CEFALÓPODOS
Son monstruos de excelencia secular, arquetipos recurrentes del horror: H. G. Wells legó la primera postal de una invasión alienígena apuntalada por tentáculos. ¿Sería aventurado conjeturar que Orson Welles se esmeró en la lectura de su descripción para aterrorizar a Nueva Jersey por la radio? Lo cierto es que, desde entonces, la representación del terror extraterrestre es cefalópoda y su mejor engendro es, por supuesto, el impronunciable Cthulhu de Lovecraft.
¿A qué se debe el terror a los tentáculos?
Ya Victor Hugo sabía que el pulpo es la ventosa. En un ensayo tan canónico como inexacto, imagina que una persona puede ser devorada por esas bocas de cartílago alineadas a lo largo del revés de ocho extremidades. Para el romántico, el pulpo es del color del escorbuto y la gangrena; da por ciertas las historias de calamares gigantes que hunden barcos y que un día acosarán al Nautilus.
A la flexibilidad y extensión serpentina del tentáculo, la ventosa suma el poder de la succión. Semejantes extremidades ostentan una total superioridad sobre el brazo humano y su mano pretenciosa. El diseño del pulpo es inmejorable: su ano es también su boca; un tentáculo y un oído son órganos sexuales; todo el pulpo es un centro de comando, un guante con cerebro. Desplegado, también es mandala camaleónico y estrella escupetinta.
Quizá las visiones de la literatura no sean sino revelaciones —algo revela el sueño de la realidad; algo intuye la fantasía. Según un artículo publicado en la revista Progress in Biophysics, los primeros cefalópodos habrían venido del espacio exterior durante la explosión de vida del Cámbrico. A su vez, el paleontólogo Mark McMenamin ha propuesto que los discos lumbares fosilizados de ictiosauros —alienados en el desierto de Nevada— son la obra de un calamar del Triásico que, tras devorar al ictiosaurio, dispuso los discos en filas pares que semejaran las ventosas de sus propios brazos, en un autorretrato descomunal.
Hoy el horror a los cefalópodos convive con el arrobo que causa su belleza, domesticada tras casi un siglo de documentales fundados por Jacques Cousteau, los cuales nos han enseñado que ni ballenas ni pulpos son los esperpentos descritos por Hugo y Melville, y que el monstruo siempre ha sido el capitán Ahab. El miedo a los tentáculos y a sus decenas de bocas se asemeja al miedo al vampiro; esconde su propia fantasía de erotismo fatal. Mientras que, en Europa, Dénys de Montfort polemizaba con su pintura de un calamar gigante que engullía a un buque; en la lejana Edo, el loco Hokusai dibujó a una mujer abrazada por un onírico calamar que le practica un cunnilingus en un sorbo horrífico y delicioso.
TRES ACTOS DE MAGIA
ALTAMIRA
Sus dedos mezclaron grasa de jabalí y polvo de oligisto en la vasija de piedra. Cerró los ojos. El bisonte imponente se le reveló nítido, rodeado de cazadores. Con su índice pinceló sobre la pared caliza de la cueva seis siluetas armadas de su tribu y el animal bicorne. En su lengua de dioses susurró: “Y que el dardo le atraviese el corazón y no le cause dolor”. En ese momento el venablo de su esposo hacía un blanco en la pradera.
LIMÓN
El ilusionista parte en dos un limón. Enseguida ambas mitades toman conciencia de sí mismas; en el cuchillo se reflejan; se miran con desconfianza una a otra. Queda sembrada entonces la semilla de la duda. Se sienten irreconciliables, fruto de un engaño. De este encantamiento sigue una amarga separación. Cortantes se marchan sin despedirse. Buscarán en otro lugar su medio limón.
Ellas no lo saben, pero su verdadera desgracia es que el acto las requiere así, en mitades.
TRUCO
El oficio exige precisión y agilidad. El prestidigitador debe ejecutar su acto sin que se advierta la destreza. Ya se sabe, la mano es más rápida que la vista. Con todo, un par de muñecas veloces no es suficiente; el arte también está en jugar con la curiosidad del espectador; distraerlo con un cebo llamativo mientras se despliega la magia de cada acto: ya sea sacar la moneda de alguna oreja, aparecer la rosa en el poema o contar el final de un cuento.
—Abraham Truxillo