Durante la Segunda Guerra Mundial crecen en México los últimos exponentes de la generación que rompe con las formas establecidas en el país. Surge primero como Generación del Medio Siglo; luego, como de la Casa del Lago y, finalmente, como la Generación de la Ruptura. Hasta antes de ellos, todo en el ámbito cultural era bienestar, confort y buenas maneras. En 1940, la ciudad de México apenas rebasaba el millón y medio de habitantes, pero a partir de la siguiente década se duplicaría dramáticamente su población.
En la madrugada del 7 de mayo de 1945 las fuerzas nazis se rindieron incondicionalmente en Reims, Francia, ante el ejército aliado. Con el aval del presidente del Tercer Reich, Karl Dönitz, el documento de capitulación puso fin a una de las épocas más oscuras del siglo XX. En la ciudad de México la guerra se estampó en la frente de los niños de entonces como una especie de juego: así aparecieron las estupendas narraciones de Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Salomón Laiter, Salvador Elizondo y Fernando del Paso, que describieron la irrupción bélica como una batalla exógena, desde la tranquilidad del país recién industrializado y postrevolucionario.
En Cambio de piel (1967), Fuentes describe el triángulo amoroso entre Javier, Lisbeth e Isabel, quienes recorren Cholula junto a Franz, el nazi que construyera prisiones y crematorios para Hitler; “Langerhaus”, el cuento de Pacheco en El principio del placer (1972), presenta a Gerardo y a su condiscípulo alemán: un niño prodigio del clavecín, presa de maltrato y acoso; en David (1976), Laiter, de manera autofictiva total, introduce a un pequeño infante judío, estigmatizado y buleado por su origen y por la malformación de una mano. En el relato “Ein Heldenleben”, incluido en Camera lucida (1983), Elizondo rememora su paso por el antiguo Colegio Alemán de Calzada de la Piedad, donde los estudiantes reciben a El Ruso Sergio Kirof como un héroe aliado a la causa del eje, para luego defenestrarlo por traidor y bolchevique, pateado sobre la grava del patio escolar por su pequeña y rubia condiscípula Hilde; y Del Paso, en su novela Linda 67 (1995), introduce a David, el exquisito junior que decide ajustar su realidad a sueños y alucinaciones con filmes de guerra estelarizados por Marlene Dietrich y Robert Mitchum, mientras él planea cómo deshacerse de su bellísima esposa Linda.
En la plástica, el joven de 22 años José Luis Cuevas publicó en 1956, en el suplemento México en la cultura, su manifiesto “La cortina de nopal”, y en esa década Teresa del Conde bautizó como Generación de la Ruptura a los pintores que estallaron entonces como una granada de fragmentación contra el paternalismo nacionalista de la Escuela Mexicana de Pintura (convertida en mafia del statu quo cultural, que oficializaba y ejercía prebendas encapsuladas en la eternización de un arte mexicanista tricolor y bien portado). Por su parte, desde 1969 Margo Glantz bautizó con el término de escritura o literatura de la onda a los exponentes narrativos de otra ruptura, manifiesta en los modos y formas de escribir que implicaban ser joven en el México olímpico y tlatelolca de 1968.
ESCRIBIR Y SER CHAVO en los años sesenta era “todo un complejo cultural que nunca antes se había dado”; entonces, en palabras de José Agustín, tuvo lugar “una reinserción en la cultura popular mexicana”; los jóvenes escribían sobre cine, rock, televisión, cómics y temas que iban desde la búsqueda de identidad, el descubrimiento del amor y el cuerpo, hasta las drogas, la guerrilla, las comunas y la espiritualidad.
Entre 1964 y 1973 surgieron escritores que utilizaban el habla coloquial y se referían a lo inmediato y lo concreto mediante la experimentación formal, los juegos de palabras y la “irreverencia, sátira, parodia, ironía y crítica social”; la intención de estos autores —añadiría José Agustín en su momento— era literaria.
Los críticos y creadores de la gene-ración anterior, sorprendidos, no supieron cómo recibirlos; incluso Carlos Monsiváis tenía muchas reservas ante ellos: calculaba que se trataba de hippies miméticos, desnacionalizados: según Agustín, “los primeros gringos nacidos en México”. En 1980, en entrevista con Armando Ponce, Juan Rulfo sostuvo que la obra de los escritores de la onda planteaba “una moda y un retroceso” pues tenían “mentalidad vieja y se creían jóvenes”.
Lo cierto es que estos autores, junto con otros jóvenes latinoamericanos como el chieno Antonio Skármeta, el argentino Héctor Libertella y el cubano Reinaldo Arenas, anticiparon de muchas formas los acontecimientos que cimbrarían al mundo durante 1968, en la sorda escalada de la Guerra Fría donde todo era negro o blanco, bueno o malo: libertad o muerte.
MultidotadoY Prolífico, José Agustín es por su cuenta la onda. Un día me invitó con Javier Córdova a su casa en Cuautla: en el tocadiscos sonaba Exposure , de Robert Fripp
LA DENOMINACIÓN de escritura de la onda apareció en el prólogo de Margo Glantz para la selección de Xorge del Campo: Narrativa joven de México (Siglo XXI, 1969); ahí, la ensayista la distinguió por su “antisolemnidad, formas coloquiales del lenguaje, una burla reiterada a costa de sí mismos y acercamiento a temas sexuales con naturalidad, pero dentro de una actitud puramente epidérmica (la onda)”. Resulta curioso que en esa compilación no haya textos de Gustavo Sainz ni tampoco de Parménides García Saldaña, sólo “Cuál es la onda”, el relato de Agustín que se incluye en Inventando que sueño (1968).
No sería sino hasta 1971 cuando la escritora y académica, en el estudio preliminar a su propia compilación: Onda y escritura en México: Jóvenes de 20 a 33 (Siglo XXI, 1971), abundaría sobre el concepto; aunque no quedó claro quiénes —entre los 27 autores presentados, incluida ella misma— formaban parte de la onda y quiénes no; más aún: cuál era la onda y si se trataba o no de una generación.
De entrada, Margo Glantz distingue la escritura de la onda por la edad: aquellos que en 1971 tenían entre 20 y 33 años (o sea, los nacidos de 1938 a 1951), mas nunca lo confirmó. Su artículo gira sobre la generación que publicó a partir de 1950, a quienes califica de grandes autores (Rulfo, Fuentes, Spota, Garibay, Leñero, Ibargüengoitia y otros); luego, habla de Paz. Señala que los jóvenes son Narcisos detenidos “en el acto de contemplarse” y añade que, aunque estadísticamente han publicado muchos libros, “su valor reside en el hecho de que la narrativa mexicana se enriquece año con año”; luego, apunta que “esta abundancia no es en sí misma significativa (pues) la publicación de libros inútiles es una de tantas contaminantes que nos corroen, al igual que el aire”, y concluye de manera lapidaria: “a final de cuentas todo esto se revela como la simple pedantería de toda generación”.
Años más tarde, Margo Glantz escribe un tercer ensayo sobre el tema: La onda diez años después: Epitafio o revalorización (Texto crítico, Universidad Veracruzana, número 5, 1976). De entrada, se pregunta: “¿Qué es la onda y porqué se proclama como palabra clave?”; luego, abunda sobre lo que es in, o estar en onda, y lo que sería out: integrarse al “establishment que [la onda] ha tratado de destruir”; a continuación, analiza nuevamente “Cuál es la onda”, de José Agustín, y afirma que “ser de Narvarte, bailar rock y pertenecer a la clase media son tan comunes en la onda que Parménides García Saldaña los utiliza invariablemente como muletillas”. Finalmente regresa a Paz y argumenta que los nuevos jóvenes onderos son los pachucos de la era hippie. El ensayo termina cuando concede que su lenguaje “implica una crítica social”.
LO CIERTO ES QUE LA ONDA nunca fue un movimiento literario y, mucho menos, una corriente cultural o una generación, como es el caso de la Generación de la Ruptura y, luego, de los Infrarrealistas y el Crack; estaban urgidos, todos, de formar su tribu y de pertenecer.
No fue así con los narradores de la onda: cada quien publicaba lo que quería y donde quería. No se juntaban para hacer manifiestos ni conferencias. De hecho, la onda fue sustantivo antes que adjetivo: había chavos que podían traer buena o mala onda y había quienes para saludar, en vez de decir “hola”, decían “¿qué onda?”.
Existía también la onda de la mota, de las comunas, del rock y xipiteca. La invención de este último término se atribuye al presbítero chilango Enrique Marroquín, que en su libro La contracultura como protesta (Joaquín Mortiz, 1975) apunta: “el hipismo mexicano, al que denominé xipiteca, resalta la inculturación del movimiento estadunidense: su contracultura, su hermenéutica, sus antelaciones proféticas de estilos de vida”.
Ignacio Trejo Fuentes, en “La literatura de la onda y sus repercusiones” (Tema y variaciones de literatura, número 16, 2001), es quien se aproxima mejor al origen del término cuando pregunta: “¿Qué es la onda?” ¿Dé dónde procede? ¿De qué se trata?”; su respuesta es lacónica y clara:
Ocurrió que los jóvenes, sobre todo los adolescentes capitalinos de la década de los sesenta, usaron como muletilla la palabra onda para referirse a cierta pertenencia a un estatus determinado, a algún estado de ánimo, a la correspondencia con una frecuencia, a la comunión de ideas y actitudes de toda una generación.
Con los años y por antonomasia, pasó a designar un estado de ánimo y, de ahí, a nombrar a toda una generación: “agarra la onda”, “estás fuera de onda”, “¡qué ondón!”.
Finalmente, sin embargo, no quedó muy claro quiénes o cuántos eran esos escritores. De manera indiscutible aparecen siempre tres: Gustavo Sainz (1940), Parménides García Saldaña y José Agustín (1944). Junto con ellos, en primera línea: Gerardo de la Torre (1938), René Avilés Fabila (1940), Federico Arana (1942) y Héctor Manjarrez (1945).
Como adláteres, más por la coincidencia generacional que por el tipo de escritura: Juan Manuel Torres (1938); Ulises Carrión y Juan Tovar (1941); Luis Carrión, Manuel Echeverría, Raúl Navarrete, Hugo Hiriart y Fernando Curiel (1942); Jorge Arturo Ojeda (1943); Xorge del Campo, Orlando Ortiz (1945) y Guillermo Samperio (1948). Y, cerrando el ciclo, los herederos directos: José Joaquín Blanco, Luis Zapata (1951), Armando Ramírez y Salvador Mendiola (1952).
EL ONDERO POR EXCELENCIA fue Parménides García Saldaña. A este maestro se deben los textos representativos de su degeneración, como la novela Pasto verde (1968), los relatos de El rey criollo (1970), los poemas de Mediodía (1975) y el libro paradigmático: En la ruta de la onda (1974). Gustavo Sainz, por su parte, fue quien escribió la novela generacional: Obsesivos días circulares (1969), que termina con varias páginas donde se repite la misma frase, cada vez con un tamaño de letra más grande, y reza: “de generación en generación, las generaciones se degeneran con mayor degeneración”. José Agustín, sin duda, fue y es el más apreciado de todos: sus novelas y cuentos le dieron la vuelta al mundo y las traducciones lograron que los críticos más escépticos se interesaran por tan brillante obra.
Parménides, fiel a sí mismo, tuvo entre sus cuates artistas de la talla de Arsenio Campos y de José José. Amante pertinaz, esperaba por las noches, afuera de Radio Educación, la salida de la locutora Pilar Orraca, quien terminaba su turno en cabina a la medianoche, para hablarle de amor: le fascinaba su voz. Yo trabajaba ahí, así que muchas veces me tocó acompañarlo hasta casa de Elena Poniatowska pues, decepcionado, él quería cantarle sus cuitas.
Sainz, a su vez, era tan inteligente que brillaba en la oscuridad: fue maestro de doctores en El Colegio de México, estaba siempre rodeado por investigadores de todos los países, quienes lo consultaban. Estudiosos argentinos o polacos y chicas estadunidenses o noruegas que hablaban perfectamente el español, le preguntaban sobre eminencias o autores casi desconocidos y siempre les daba bibliografías o les prestaba sus libros directamente. Vivía en dos depas de la hoy llamada Alcaldía Cuauhtémoc, sobre Río Nazas; un espacio tan amplio que dejaba chiquitos a los de las películas de Mauricio Garcés. Los muros parecían espejos al reflejar caprichosamente cuarenta mil volúmenes escogidos con finura; cualquiera podía tomar el libro de su preferencia con la promesa de devolverlo pronto.
MULTIDOTADO Y PROLÍFICO, José Agustín es por su cuenta la onda. Un día me invitó con Javier Córdova a su casa en Cuautla: en el tocadiscos sonaba “Exposure”, de Robert Fripp. Mientras Margarita cocinaba y Andrés, Jesús y Agustín jugueteaban en la alberca, leímos su ensayo “La onda que nunca existió” (Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, número 59, 2004), Luego, lo acompañé al mercado por frutas y verduras. En el estéreo del carro puso a Lennon: “Give Peace a Chance”. Volteó a mirarme y preguntó:
—¿Te acuerdas?
—Ésa es la onda.