Salman Rushdie yace en el escenario porque alguna vez un dictador islámico dijo que este autor anglo-indio merecía morir. No se le alcanza a ver bien, pero lleva ahí desde el 14 de abril de 1989, a un paso de la muerte, ahora muy mal herido, bocarriba, exhausto. Tiene setenta y cinco años de edad y acaba de ser cosido a puñaladas por un joven, cincuenta años menor, quien de un salto ganó el escenario y lo atacó en su asiento frente a un público de familias. El agresor no está en la foto. Se distinguen con claridad, en cambio, cuatro hombres que en ese momento, alrededor del cuerpo tendido de Rushdie, hacen lo posible por ayudarlo a mantener la conciencia, a no desangrarse, a permanecer ahí mismo en espera de su traslado a un lugar más seguro y donde puedan reparar todos los daños que en segundos le infligió su agresor con un cuchillo en rostro, cuello y abdomen y que ellos sólo alcanzan a adivinar.
La foto está tomada en un ángulo bajo, muy cerca del piso del escenario, de suerte que tras el dolido conjunto se alcanza a ver una de las mamparas del foro central de la Institución Chautauqua, un centro educativo sin fines de lucro cuyas instalaciones ocupan poco más de trescientas hectáreas, a una hora de camino de la ciudad de Búfalo, en el suroeste del estado de Nueva York. Rushdie estaba esa mañana ahí para dar una charla sobre Estados Unidos como refugio de escritores amenazados y perseguidos, lo que para algunos justificaría la elección de este profesor de periodismo en la Universidad de Nueva York.
Chautauqua empezó como un retiro y un experimento educativo en 1874 bajo el impulso de Lewis Miller, hombre de negocios y filántropo, y de John Heyl Vincent, obispo metodista, en lo que era y es uno de los fuertes troncales del protestantismo en Estados Unidos. En un principio el espacio se pensó para mejorar la educación de los maestros de las escuelas dominicales, pero el deseo de saber y la voluntad de mejorar transformaron los retiros veraniegos en las inmediaciones del lago de Chautauqua en un auténtico refugio y la iniciativa se replicó y diversificó en otros lugares en Estados Unidos. El amplio y amargo relato que cuenta entre sus capítulos los episodios del 11 de septiembre de 2001, como dijo Ian McEwan, en realidad tuvo su comienzo con el capítulo de Los versos satánicos (Vanity Fair, mayo, 2014).
Informo al orgulloso pueblo musulmán en todo el mundo que el autor del libro Versos satánicos, el cual ataca al Islam, al Profeta y al Corán, queda sentenciado a muerte
ESTE RETRATO en blanco y negro es obra de Richard Avedon, quien anotó al pie de la imagen: “Salman Rushdie, Londres, Inglaterra, 26 de septiembre de 1994”. Como sucede en el óleo del Greco que le sirve de inspiración, Caballero de la mano en el pecho, la foto de Avedon tiene un nítido sello narrativo: Rushdie, calado en una gabardina oscura cerrada en los puños y cuello, aparece con la mano derecha sobre el lado izquierdo del pecho, la cual desde luego es una señal de respeto, aunque a la vez se trata de la expresión de quien realiza un voto o juramento. El novelista, sin embargo, está desarmado, a diferencia del caballero desconocido del Greco, pero su mirada no es menos altiva ni es más ordinario su desplante de nobleza. ¿Cómo así en alguien que ha visto destrozada su vida?
Seis años antes de la realización de este retrato, cuando el 26 de septiembre de 1988 empezó a circular en el Reino Unido su cuarta novela, Los versos satánicos, el gobierno de India, el país natal de Rushdie, prohibió su circulación, y en seguida se sumaron Sudáfrica, Egipto y Venezuela.
Poco tardaron en manifestarse las protestas tanto en Islamabad y Kashmir, como en Bolton, Inglaterra, donde siete mil musulmanes encendieron una gran pira con ejemplares de la novela. Y desde Irán, el 14 de febrero de 1989, el ayatolá Ruholla Jomeini emitió la siguiente fatwa:
Informo al orgulloso pueblo musulmán en todo el mundo que el autor del libro Versos satánicos, el cual ataca al Islam, al Profeta y al Corán, así como todos aquellos que conociendo el contenido del libro estuvieron involucrados en su publicación, quedan sentenciados a muerte. Solicito a todos los musulmanes que los ejecuten dondequiera que los encuentren.
Robin Wright narra que el ayatolá Jomeini no sólo no leyó Los versos satánicos, según le informó su propio hijo Ahmed, sino que recurrió a la fatwa para tratar de unir su fracturada República Islámica, más bien rota por ocho años de guerra con Irak y al menos un millón de muertos, el descontento interno, la carestía tanto de alimentos como de combustibles, las divisiones políticas entre el clero y una década de aislamiento diplomático (The New Yorker, 14 de agosto, 2022).
Pero volvamos al retrato de Avedon. De lo único que es consciente Rushdie es esto: cuatro meses después de condenar al autor de Los versos satánicos y a sus cómplices editoriales, el ayatolá Jomeini murió de un infarto a los ochenta y seis años, sin nombrar sucesor, por un lado, y dejando una condena que en los hechos comportaba día con día una crisis diplomática para Irán, por otro. Algo en el retrato de Avedon incomoda a los hijos de Rushdie, tanto como ignorar que al final de los novecientos noventa se lograría que el gobierno iraní retirara su apoyo a la fatwa, o que el propio Rushdie se mudaría a la ciudad de Nueva York al inicio del nuevo siglo.
SALMAN RUSHDIE vio la llegada de nuestro actual Mundo Feliz mucho antes que cualquiera de sus contemporáneos. Tuvo que ocultarse para vivir, o esfumarse en las primeras planas, como en 1990 aún bromeaba Martin Amis. Y se olvidó para siempre de la Carpa de los Sueños, como en estos tiempos se refiere John Walsh al alegre y confiado medio literario británico de los novecientos ochenta y noventa. Cierto que él mismo se encargó de hacer parecer que sus primeras tres novelas, Grimus, Los hijos de la medianoche y Vergüenza, habían surgido de una atmósfera más cargada de vino que de rosas. Empezó a mostrar una postura ante el racismo en Inglaterra, fue crítico de las iniciativas políticas de Margaret Thatcher, sacó un libro en apoyo a la revolución en Nicaragua. También es cierto que ya desde entonces había asumido un riesgo importante al proponerse no sólo narrar en inglés sino apropiarse de la lengua del imperio para construir su obra.
Entre las decenas de imágenes de Rushdie entonces me detengo en una tomada en un espacio interior y en la que aparece sentado en un sillón con las mangas del suéter recogidas hasta los codos. No hay un solo libro en sus manos ni a su alrededor, y observa directamente a la cámara, y sin embargo ya es parte del smart set y no cesa de girar alrededor del mundo la más lograda de sus primeras novelas, Los hijos de la medianoche. En la foto luce distante y muy delgado, a imagen y semejanza de todos los suspirantes en la Carpa de los Sueños, además de un tanto serio, como todos los cínicos de la hora. V. S. Naipaul ya había abierto otras perspectivas postcoloniales en torno a la identidad y la pertenencia, como escribe Leo Robson (The Telegraph, 14 de agosto, 2022), y al plantearse una ambiciosa novela sobre India, el Islam y Londres, Rushdie topó de frente con la trama de Los versos satánicos y en particular con una secuencia onírica que los musulmanes viejos y nuevos leyeron como un insulto a su religión, a su libro y a su profeta. De poco valió su empeño por dar voz y presencia a la cultura india de la migración, de la cual Rushdie era parte, pues su libro lo quemaban, sin leerlo desde luego, las mismas comunidades a las que se refería y a las que trataba de aliviar. Nada volvió a ser igual y todas y cada una de las siguientes narraciones de Rushdie nacieron del ethos generado por los grandes temas de las tres últimas décadas: la fe y la violencia en la wemergencia de los Estados musulmanes, la rabia hacia los valores occidentales, el poderío de los medios de información en un mundo globalizado, la destrucción deliberada de los hechos y el uso descarado de la simulación como un elemento de lo real. Y como dice el poema, así va la ira a las espadas.