Van algunas advertencias antes de iniciar este texto en homenaje.
EN PRIMER LUGAR, que no hay nadie mejor para hablarnos de Chava Flores (1920-1987) que él mismo. No es fácil describir su estilo para hablar, componer y escribir su paso por esta capital. Intentar un análisis de sus recursos equivale a derrumbarse uno mismo como escritor.
En segundo lugar, que las notas al pie de página se van haciendo necesarias. Tal vez la próxima generación tenga que googlear la palabra PRI para entender algunos pasajes de este repertorio. Quizá algunos nostálgicos sigamos diciendo neciamente Distrito Federal ante la horrible designación CDMX. Sin embargo, el regente Ernesto P. Uruchurtu no termina de sumergirse en el necesario olvido porque todavía nos lo evocan algunas rimas selectamente elegidas para recordarnos que no es justu que no le hayan erigido un bustu. Eso sí, ¡se ganó su Tláloc, a su gustu, en pleno Paseo de la Reforma!
En tercer lugar, que al referirnos a él como compositor lo estamos reduciendo a una sola de sus facetas. Fue tantas otras cosas: cuentista, editor, filatelista, fotógrafo, empresario (tuvo un centro nocturno, el 1900, con Vicente Garrido), cinéfilo y cineasta (hizo películas mudas con algunos de sus amigos), precursor del stand up y cronista. En la música creó un género: la crónica musical. Antes de él, en la literatura no escasearon los escritores que quisieron divertirse con el ridículo social: Anastasio de Ochoa, Guillermo Prieto y José Tomás de Cuéllar, pero la verdad es que sólo me río cuando los leo si hay filólogos cerca, para que no se ofendan.
Algunos otros compositores quisieron representar en sus canciones el alcoholismo, el malinchismo, a los chismosos, los choferes de camiones, entre otros, pero jamás lograron crear un cosmos autosuficiente como el de Chava.
En cuarto lugar, algunas otras cosas: por ejemplo, que guardo un lejano recuerdo suyo porque, cuando era niño, me llevaron a uno de sus conciertos. Al terminar, platicamos con él y le dedicó a un tío uno de sus discos, sólo que lo prestamos a un vecino, nos dijo que lo iba a devolver y luego aprendimos en carne propia que la canción “A qué le tiras cuando sueñas, mexicano” no pasa de moda.
Dicho lo anterior, me gustaría que pagaran su boleto y pasaran a ver si todavía hay lugar, porque estas peñas se llenan rápido. Hay dos guitarristas, a veces vienen actores que sirven de patiño, pero en general es de una intimidad que basta y sobra. Puede ser que coincidamos con Amparo Ochoa o con Tehua, que también cantan las canciones de Chava. Como no se toma muy en serio, no serviría que le preguntáramos sobre su compromiso social o si quiere compartir sus opiniones políticas con nosotros.
LA VERDAD ES que se muestra bastante más atrevido en sus composiciones. Antes de él, no recuerdo canciones que hayan hecho burla de un político de alto nivel, hasta que llegaron las que dedicó al Regente de Hierro, Ernesto P. Uruchurtu, cuyo paso por el Distrito Federal es recordado por el creciente caos vial, la migración descontrolada a la ciudad, los cinturones de miseria, la inauguración del Viaducto, los policías de café (los tamarindos), la decisión de mandar a dormir temprano a los ciudadanos y unas bonitas gladiolas en Paseo de la Reforma.
Era entonces la Edad de la Inocencia, el mítico tiempo circular del PRI, cuando las rentas eran congeladas y las vecindades tenían su propia lírica, que iba del primero al quinto patio, llenando de canciones y radionovelas los vetustos corredores. Pero es necesario establecer su temporalidad. Gracias al monumental trabajo de Enrique Rivas Paniagua, quien editó el Cancionero de Chava Flores (Ageleste, 1998), podemos hacer el conteo: entre 1951 y 1977 escribió 131 canciones (hay 68 más que carecen de fecha). Así, en el sexenio de Miguel Alemán compuso ocho canciones; cincuenta en el de Adolfo Ruiz Cortines; veintinueve en el de Adolfo López Mateos; treinta en el de Gustavo Díaz Ordaz; trece en el de Luis Echeverría, y una sola en el de José López Portillo. Así resulta que el ganador es Ruiz Cortines, el más austero, el aficionado al dominó...
En su sexenio florecieron las canciones de Chava Flores. De entonces son, para darnos una idea, “Ingrata pérjida” y “Llegaron los gorrones” (1953), “Cerró sus ojitos Cleto” y “El retrato de Manuela” (1955), “Los quince años de Espergencia” y “Vámonos al parque, Céfira” (1956), “El bautizo de Cheto”, “La chilindrina” y “La esquina de mi barrio” (1957), y “No es justu” (1958). Eso quiere decir que es contemporáneo exacto de José Alfredo Jiménez y Cuco Sánchez. También es coetáneo de los filósofos del grupo del Hiperión, existencialistas declarados: Emilio Uranga, Leopoldo Zea, Ricardo Guerra y Jorge Portilla. Estos últimos tuvieron como línea de trabajo la descripción del mexicano. Solamente que el mexicano de su tiempo se encuentra más en las canciones de las sinfonolas que en la bibliografía filosófica.
Cuco Sánchez escribió canciones que se asemejan a coplas anónimas de gran delicadeza lírica: “Del jardín del aire vienes / y por eso te escogí...”, en tanto que José Alfredo Jiménez fue menos íntimo, más dado a construir la escenografía de la derrota: “Estoy en el rincón de una cantina, / oyendo una canción que yo pedí, / me están trayendo ahorita mi tequila, / ya va mi pensamiento rumbo a ti...”. Por su parte, Chava concentra el humor, nadie más lo maneja como él. Sólo que su humor es complejo, pues conforme el DF se aleja de su pasado, de los apacibles años veinte, la tristeza va invadiendo la ciudad. Por eso canta: “Hoy mi México es bello, / como nunca lo fue, / pero cuando era niño / tenía mi México un no sé qué...”. Curiosamente, esta canción es de 1972, es decir, a parte final de su producción. Pero la nostalgia no se encuentra nada más en sus últimas canciones, acecha en diversos puntos de su repertorio.
En otra de sus facetas trabajó como biógrafo de compositores y cantantes. Se dedicó a entrevistarlos para hacer notas biográficas, que publicaba cada semana
No sé si existió “La esquina de mi barrio” o se trata de un compendio de esquinas, pero cuando se asoma el sentimiento, Chava lo chotea. En eso se parece a Renato Leduc, el poeta, que conjuraba con una carcajada la cercanía con el sentimentalismo. “Es la esquina de mi barrio, compañeros, / un lugar de movimiento sin igual, / donde ayer brilló un farol como un lucero... / lo rompieron y se echaron a correr”. ¡Pero ya queremos que cante Chava! ¡Que salga! Cada canción tiene su propia presentación.
CUANDO CHAVA FLORES salía ante el público, no echaba relajo, sino que pretendía ser serio, sólo que después se le olvidaba:
—Doctor: voy a ir a Los Mochis y el público espera que cante. Mire mi garganta, ¿cómo me encuentra?
—Pues lo encuentro de puro milagro: cada vez que voy a cobrarle se me esconde.
—Bueno, sus problemas a mí no me interesan. Yo tengo que ir a cantar. ¿Qué hago?
Pues que cante, no importa que de su chorro de voz sólo haya quedado un chisguete. ¡A ver, algo que no le conozcamos! El repertorio es enorme, tan grande que hay dónde buscar para dar a conocer nuevas canciones. Uno de los recursos es ponerse en el lugar de sus personajes, imitar el habla de la criada, el novio inocente, la pluralidad de voces de la vecindad...
Yo quisiera que tú, por ser
[mayor de edad,
hoy vayas a mi casa a pedirme
[a mis papás;
yo quisiera que tú, aluego que
[me den,
me lleves a Acapulco pa’ echar
[luna de miel.
Si no fuera por su enorme fama, la vida de Chava Flores sería algo así como el “Monumento al Compositor Desconocido”. Eso se debe a que en sus años de gran producción, buena parte de su trabajo estaba dirigido a dignificar su profesión. Ya en tiempos del Porfiriato, los compositores tuvieron sus primeros intentos de hacer sociedades y agrupaciones para cobrar por su obra. Era célebre el caso de Juventino Rosas, que vendió su famoso vals Sobre las olas a una compañía que le pagó trece pesos y luego se dedicó a explotarlo sin darle nada más.
Poco a poco los compositores fueron adquiriendo derechos para cobrar regalías, aunque eso no quería decir que fuera fácil obtener el pago por la reproducción de sus obras. Chava escribió crónicas, cuentos y reportajes en los años cincuenta en varias revistas, algunas de ellas editadas por él mismo, como el Álbum de oro de la canción. A través de ellos nos enteramos de que los compositores tenían el derecho de ir a los restaurantes a pedir a los dueños que abrieran las sinfonolas, para sacar el porcentaje correspondiente a los derechos de autor. En caso de que los dueños se negaran, podían llevarse el aparato. Eso significaba que, muchas veces, los compositores mantuvieran decenas de ellos dentro de sus casas, hasta que los dueños se decidían a abrirlas para pagar.
En otra de sus facetas trabajó como biógrafo de compositores y cantantes de radio. Se dedicó a entrevistarlos para hacer pequeñas notas biográficas, que publicaba cada semana. Eso ocurría a finales de 1949, cuando todavía no se decidía a escribir sus propias canciones, pero tenía una familia que mantener: “Por ese entonces tenía yo cuatro hijas. Había que hacer más, pero no más hijas, sino esfuerzos por sostenerlas. Hice las dos cosas, para qué es más que la verdad”.
Aunque el Álbum era de oro, en realidad estaba hecho de un papel de mala calidad. Es muy notorio que costaba gran trabajo editar cada número: se trataba de unas cuantas hojas bond a una sola tinta, engrapadas y con pocas fotografías. Aparecía su nombre como “Director-Gerente”, y sus oficinas estaban en Obrero Mundial 520-B. La suscripción de seis meses costaba 8.50 y la anual, 16 pesos. Pero la verdadera oficina estaba en una mesa del café de la XEW, en donde Chava comenzó a relacionarse con compositores e intérpretes. Ahí se dio cuenta de que no sólo quería editar, sino también componer.
Desperdigados por muchas publicaciones de entonces se encuentran los artículos de Chava, en donde se relatan las desventuras de un compositor, además de las estafas de los editores, la falta de dinero porque las disqueras no entregan bien las cuentas de los discos vendidos, los compositores que entre más populares son cobran menos... Y, sobre todo, un medio musical que cada vez hace canciones populares con menos creatividad.
El sentimiento que dejó sobre la ciudad está compuesto de relajo y nostalgia. Es un color que no se podría definir con un solo color
HABÍA UN TEMA DE MODA que se llamaba “Estatua de carne” y otro titulada “Bájate de la nube”. En realidad, era una industria enloquecida, que multiplicaba los boleros y las canciones rancheras. Hoy la contemplamos de lejos, hemos seleccionado mucho de lo mejor. Quizá haga falta conocerla más, pero muchas veces ojear los cancioneros de los años cincuenta nos habla de cierta saturación. En marzo de 1953, Chava escribió su propio método: “¿Quiere usted componer una canción?”. Se publicó en la revista Selecciones Musicales. Decía: “¿Sabe usted música...? ¿No...? Cuánto mejor, así obtendremos una de esas canciones que ahora llaman originales (?). Y de la técnica de la rima y la versificación, ¿qué tal vamos? ¿Mal también...? Entonces estamos listos y preparados. Vamos a empezar”.
El método sugerido por Chava, tras decidirse a escribir un bolero de amor traicionero (puesto que es el tema menos tratado en la canción mexicana), consiste en construir la nueva canción sobre una de moda:
Para empezar, tomemos al azar la música de cualquier bolero conocido y sobre su música cuadremos la letra. ¿Que esto no es original? ¡Vamos, hombre, pregunte usted a cualquier compositor y... naturalmente le dirá que él no hizo lo mismo, pero váyaselo usted a creer! Tenga en cuenta que esto nos facilitará la versificación exacta y con la ventaja de que se nos pueda quedar una parte de la melodía y entonces nuestra canción será un éxito absoluto.
El personaje preferido de sus cuentos es la sinfonola, la pequeña catedral de los restaurantes en donde cada cliente ponía su canción y contribuía a la verdadera fama del autor. Ya se nos había olvidado que la ciudad sonaba a sinfonola, el sonido que salía de todo tipo de negocios. Chava nos recuerda que los restaurantes tenían buena o mala suerte de acuerdo con el sonido de la sinfonola, que eligiendo una canción se conocieron los futuros novios, y que tener una canción propia en uno de estos aparatos era el modesto inicio de la gloria.
La primera canción suya que vio dentro de uno de estos aparatos fue “Dos horas de balazos”, que le grabó Fernando Rosas en enero de 1952. Va narrando la proyección de una película de vaqueros en un cine, de los balazos que duraron de las seis hasta las ocho. En la vida real fueron siete horas de balazos: un domingo en que el cine dio cinco películas, de las cuatro de la tarde a las once de la noche: “Buck Jones en La bala de plata; Tom Mix con su caballo Malacara; Tim McCoy en una de indios; Bill Boyd con su traje y su caballo negros que lo hacían ver de una pieza; y Richard Dix con Jack Holt en otra de hartos balazos”.
LA MÚSICA NO FUE la única afición de Chava Flores, como resulta claro. De hecho, desde las primeras veces en que fue al cine comenzó a juntar los boletos. Una sorpresa es que los boletos de entonces eran pequeñas obras de arte, así que de 1929 a 1957 hizo una colección única de ellos. Así nos enteramos de que a los nueve años, en 1929, acudió a ver Metrópolis, de Fritz Lang. El boleto dice: “Asómbrese con el espectáculo del universo dentro de mil años. Increíble! Futurista! Colosal! Gigantesca! Ha maravillado al mundo! Sensacional estreno el sábado 9 de febrero en el Cine Odeón”.
El boleto para ver La casa de la Troya tiene forma de guitarra y anuncia a “nuestro glorioso compatriota Ramón Novarro”. Por su parte, el boleto de La ceguera del oro, con Dolores del Río, tiene forma de signo de dólares. El niño cinéfilo se haría un adulto aficionado a la fotografía (hacía posar durante horas a su familia para sacar una foto perfecta) y al cine: compró su propia cámara y dejó rollos de 8 mm con películas mudas en blanco y negro, como Molino de las Flores, Los toros, Popo Park, Trolerías-congas-zócalo y Días de Holanda-Circo. De modo que su primera canción es un homenaje a ese día de infancia en que volvió la familia feliz, Chava platicando con su hermano Enrique, contando otra vez las escenas de las películas. De pronto se acordaba de un detalle importante y le decía a su papá: “¿Te acuerdas cuando el muchacho se cayó al precipicio con todo y caballo? Qué suave que había ramas, ¿verdad?”.
El sentimiento que dejó sobre esa ciudad está compuesto de relajo y de nostalgia. Es un color que no se podría definir con un solo color, como el cielo que tiene un poquito de azul por allá y algo de rosa por acá. Como ese largo atardecer de la ciudad provinciana que fue la capital, en que los que hoy llamamos colonias eran barrios. Se nos pegó esa designación antigua en que las colonias eran zonas de extranjeros: la colonia francesa, la colonia italiana. En realidad eran barrios, cada uno con su identidad, con su gente y sus maneras de hablar.
Por las noches se podía pasear por la ciudad, pasando barrio por barrio, eran tiempos en que “ser pobre no era una tragedia”. La Pensil, la Doctores, Romita, Santa María... Chava no sólo caminó esos barrios, sino que vivió en todos ellos: “Mi papá no pagaba la renta a sus debidas horas, el caso es que durante mi infancia recuerdo mil domicilios diferentes”.
EN SUS VIVENCIAS por la ciudad conoció a los originales de Apolonia La Bonita; Tencha; Tacho; Pachita, la portera; el padrino don Chon; Zenón, el de los caldos; Cleto El Fufuy; Cateto; Espergencia; el viejo Castillo; Sofanor; Tomasa Cedillo; Nicasio Zarzosa; Excrementina; Lugarda; la Bartola; Nabor, el de la orquesta y Herculano, ¡perdón...! don Profundillo. Sólo que sus vidas, las verdaderas, sí fueron algo más tristes de lo que pensamos. De eso nos enteramos en su libro Relatos de mi barrio: Manuela sufrió por Fidel, el albañil, aunque nosotros nos divirtamos con su foto de perfil.
Cuando estaba por quebrar el Álbum de oro de la canción, a finales de 1951, Chava se encontró a un amigo suyo en la calle y le contó su tristeza. El amigo preguntó: “¿Y ahora a qué te vas a dedicar?”. Chava, que ya tenía todo un repertorio de vivencias, de nostalgias por la ciudad, un catálogo de nombres de negocios, un listado enorme de personajes en la imaginación, contestó sin pensarlo: “¡Me voy a dedicar a componer canciones!”. El amigo ni siquiera se despidió: se quedó a la mitad de la calle, sin contestar, con la bocota abierta.
Pável Granados (Ciudad de México), ensayista, tiene estudios de Letras Hispánicas. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Escribe, entre otros temas, sobre poesía y música mexicana. Es director general de la Fonoteca Nacional.