Filosofía del perfume

Fetiches ordinarios

Joven rellenando una ampolla de perfume, siglo I d. C., Museo Nacional Romano.
Joven rellenando una ampolla de perfume, siglo I d. C., Museo Nacional Romano. Foto: Fuente: ilpalazzodisichelgaita.wordpress.com

Los olores son obsesionantes quizá porque no sabemos describirlos. Aunque la fragancia más evanescente sea capaz de disparar un caudal de evocaciones, el aroma en sí, el aroma puro, elude el vocabulario, se resiste al esfuerzo de fijarlo mediante el alfiler de la palabra exacta. Como los dedos de una mano leve que rasgara una guitarra, efluvios de otro tiempo rozan nuestras fibras sensibles y nos transportan a la infancia o a la noche de ayer, pero debemos contentarnos apenas con nombrar su origen: huele a pan recién horneado; huele a la primera lluvia de mayo.

Aludimos pero no acertamos; desplazamos la descripción hacia la fuente o sus proximidades; es como si, en vez de decir “verde claro”, tuviéramos que efectuar rodeos y contorsiones en que la memoria se tropieza con el lenguaje: “se ve como el reverso de las hojas jóvenes de un arbusto en primavera”. El frasco bien puede estar allí, ante nuestras narices, resguardando las gotas de una esencia subyugante, pero las palabras se estrellan contra el cristal como moscas perturbadas que habitaran un mundo muy lejano.

LOS PERFUMISTAS SE HAN APROVECHADO del reducido léxico de los olores para envolver sus productos en un halo de enigma. “Algalia” y “almizcle” se antojan palabras demasiado eufónicas para nombrar las secreciones que los ciervos y las civetas producen en el ano —y que luego rociamos coquetamente sobre nuestro cuello—; lo mismo puede decirse del ámbar gris, utilizado para fijar los perfumes, que no es sino bilis de ballena expulsada espontáneamente al océano para prevenir obstrucciones intestinales. Como si las fragancias surgieran de un pozo exótico, las marcas recurren al vínculo ancestral entre el aroma y el embrujo: Trésor, Samsara, Mystère, Magia Negra...

La limitación del lenguaje olfativo parece guardar alguna relación con el desprestigio de los olores, una suerte de nudo en la punta de la lengua que apuntalaría el ideal de una vida cada vez más desodorizada y aséptica. Desde Platón, el olfato ocupa un lugar inferior en la jerarquía de los sentidos, incluso por debajo del gusto, ya que en él lo vulgar se mezclaría con lo primitivo y obsceno. El filósofo asociaba el olfato con el deseo y la animalidad, que aparta al hombre del cielo de las matemáticas e invita al placer carnal. Un par de siglos antes, Solón, uno de los siete sabios, prohibió la venta de perfumes en Atenas, impulsado no tanto por consideraciones filosóficas, sino porque las perfumerías, según el cosmetólogo Eugène Rimmel, eran “refugio de desocupados”.

¿Qué explica que un olor nos parezca agradable y otro no? En un reino etéreo, ¿cuál es la frontera entre la repugnancia y el deleite?

La antigua devaluación del olfato se expresa también en la división del trabajo. En la cima se sitúan las labores más pulcras e intelectivas, mientras que las terrenas o sucias, aquellas que lidian con inmundicias y hedores, se desprecian por degradantes. La prostitución, oficio tan vilipendiando como extendido en la economía libidinal de las sociedades, se asocia a lo hediondo e impuro. En sus versos, Juvenal envuelve a las meretrices en miasmas y las describe como “pestilentes”, designación que se extendió a las principales lenguas de Occidente —puttana, putain, old put, puta— a partir de la raíz indoeuropea pu: “descomponerse”, “podrirse” (de allí también “pus”, “pútrido” y “pudor”).

Según las filosofías de ceño fruncido, dar importancia a los sentidos químicos nos emparentaría con los animales inferiores, con los perros, los cerdos y las ratas, cuya olfacción es decenas de veces más aguda. Si el rinencéfalo, el conjunto de estructuras del sistema límbico responsable del olfato, ocupara en los humanos la misma proporción de tejido cerebral que ocupa en los animales de presa, habitaríamos un mundo muy distinto, menos visual y abstracto, un mundo de señales envolventes, embriagadoras o fétidas, en el que quizás imperaría la excitación, el miedo y el asco, como en la famosa novela de Patrick Süskind.

EN EL TRATADO DE OLORES, Teofrasto, alumno de Platón y Aristóteles, en contra del estigma que pendía sobre los perfumes, aporta evidencias de sus propiedades curativas, reconfortantes y tónicas. Es significativo que los demás filósofos del linaje socrático, precisamente aquellos que no se paseaban por el ágora con el gesto inconfundible de oler mierda, mantuvieran una actitud opuesta: se sabe que Diógenes el cínico abandonaba su tonel para frecuentar las perfumerías, y que Aristipo, el filósofo del placer, tenía debilidad por los ungüentos, las cremas y los talcos. No por nada pasaron a la historia con nombres de animales: mientras que los cínicos reivindicaban el apelativo de perros, los hedonistas fueron descalificados en general con el mote de cerdos.

A la par que el olfato era motivo de disputas conceptuales, el encanto sensual de los perfumes seguía un camino paralelo entre la población de Atenas. Quizá como un aprendizaje del Oriente, entendieron que los estados de ánimo podían modificarse mediante el humo subliminal del incienso, y que gracias a una combinación adecuada de fragancias podía alcanzarse un estado relajante, eufórico, embriagador o lujurioso. Ello explica que se pagaran fuertes sumas por las materias primas de tales prodigios, y que todavía el ámbar gris, por ejemplo, se cotice como el oro.

Los romanos llevaron su entusiasmo por los perfumes a niveles desorbitados: aromatizaban las paredes, la pelambre de perros y caballos, el agua de las fuentes, y no concebían un banquete sin una secuencia de fragancias ambientales, tan apreciada como la música. Con sustancias provenientes de todos los rincones del imperio elaboraron ungüentos, mezclas líquidas o perfumes en polvo (no utilizaban el alcohol), e incluso ensayaron combinaciones con el fin menos concupiscente de provocar la temeridad entre los guerreros que se aprestaban al combate.

¿Qué explica que un olor nos parezca agradable y otro no? En un reino tan etéreo, ¿cuál es la frontera entre la peste y el perfume, entre la repugnancia y el deleite? ¿Por qué un aroma irresistible puede cambiar de signo al día siguiente o apenas consumado el acto sexual?

En dosis infinitesimales, nuestro cuerpo emite fragancias que bastarían para llevarnos al éxtasis. Las heces humanas contienen pequeñas concentraciones características del jazmín, y el olor de la axila, que los poetas romanos denominaban hirco —por su parecido con el hedor del macho cabrío— no ha dejado de ser nuestra tarjeta de presentación olfativa. De manera parecida a las secreciones del gato de algalia, ciertas glándulas en nuestra región anal despiden partículas volátiles que hacen las veces de las feromonas animales; de allí que, para los fines impredecibles del ligue, en vez de la higiene escrupulosa a la que nos conmina la filosofía del ojo, se recomiende omitir el baño durante un par de días.