Juan Ramón Jiménez y el asno de plata

Presentamos una edición del prólogo de José Homero a Platero y yo, el clásico universal de Juan Ramón Jiménez que, confirma el diario ABC, es “el tercer libro más traducido a diferentes idiomas después de la Biblia y El Quijote”. Desde luego, no se trata de una obra “para niños”, como apuntó el propio autor al recibir el Premio Nobel en 1956. Desde que apareció en 1914, el influjo de su personaje ha hechizado a lectores de todas las edades. Pronto comienza a circular en una nueva edición de la Universidad Veracruzana, y es otro buen motivo para revisitarlo

Joaquín Sorolla, Retrato de Juan Ramón Jiménez, detalle, 1903.
Joaquín Sorolla, Retrato de Juan Ramón Jiménez, detalle, 1903. Foto: Fuente: es.wikipedia.org

Cabría deslindar que si Platero y yo no se concibió para niños, sí dimana, en cambio, de la inocencia; cualidad indisociable de la infancia. No es un libro para niños, sino un libro de niños. El protagonista principal, quien se roba los reflectores, como diríase coloquialmente, es un niño, aunque su forma sea la de un animal. En dos ocasiones el poeta llama explícitamente “niño” a Platero; y lo hace interpelándolo, dirigiéndose a él. En “La coz”, ambos se suman a la caravana que sale del cortijo para asistir al herradero de los novillos. Trotando entre los potros, Platero roza la grupa de uno de ellos, que responde asestándole una coz, que le rompe una arteria de la pata. Su amo, quien previamente le había advertido que no los acompañara, pues “eres muy chico” (Jiménez, p. 147),1 al verlo convaleciente, ya de vuelta en el cortijo, lo amonesta con ternura: “¿Ves —le suspiré— que tú no puedes ir a ninguna parte con los hombres?” (ibid.)

En el capítulo XCIV, los gritos burlones del rapazuelo campesino califican al poeta como “más tonto que Pinito”, y le provocan la evocación del vagabundo con quien se le compara, preguntándose cómo habrá sido, si de verdad sería tonto. Añade que murió cuando él era niño; y acota “como tú ahora, Platero” (op. cit., p. 193).

No son las únicas configuraciones del animal como niño. Particularmente memorable es la de “Aglae”. Cuando está recién bañado, el borrico luce resplandeciente, por lo que el poeta elogia su aspecto y lo acaricia con varonil brusquedad. Ante los piropos y las caricias, el burro parece cohibirse, se aparta y como “un niño pobre que estrenara un traje, corre tímido, hablándome, mirándome en su huida con el regocijo de las orejas, y se queda, haciendo que come unas campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra” (esta cita y las posteriores corresponden a “Aglae”; op. cit., p. 128).

LA RESONANCIA MITOLÓGICA resulta, en un sentido dual, reveladora. Siguiendo una composición semejante a la de un cuadro de la escuela flamenca, el texto se compone mediante un juego de perspectivas. El poeta mira al flamante burro, quien se detiene en el pórtico, cohibido y a la vez ufano por su aspecto y por las muestras de cariño que provoca. Más allá, en el exterior, percibimos a Aglae, apoyada en un peral de exuberancia barroca —“ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones”—, quien mira la escena sonriendo. Si bien se matiza que es casi imperceptible en la luz, que la diosa —una de las Gracias, protectoras de la belleza y la dulzura— se manifieste denuncia su intervención. Platero ha sido tocado por ella, por “la donadora de bondad y hermosura”, y esta consagración propicia la revelación de su humanidad.

Luego del baño, que le ha conferido otra naturaleza, sus reacciones son humanas: se cohíbe, se aparta, observa a su amo y le habla con los ojos. Es un episodio de los más singulares y trascendentales porque, como ocurre en los mitos, patentiza la naturaleza primordial que subsiste bajo una apariencia degradada. El burro no es una bestia sino una criatura tocada por la gracia; divinizada. Es igualmente significativo que el texto puntualice el surgimiento de “un súbito entusiasmo fraternal”, señalando explícitamente la afinidad entre amo y animal.

En el célebre capítulo XLIII, “Amistad”, cuyas correspondencias remiten de igual forma a la mitología helénica —se asienta que la colina de los pinos es “evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos” (op. cit., p. 132)—, el poeta menciona que trata a Platero “cual si fuese un niño” (ibid.); aquí, nuevamente, reconocemos esas expresiones que conjugan a un tiempo ternura con brusquedad, tan propias de la infancia, especialmente cuando uno de los compañeros es mayor que el otro. “Lo beso, lo engaño, le hago rabiar...” (ibid.).

La configuración pueril del asno de plata respondería a dos intenciones. Por una parte, transmitir mediante las remembranzas de las peripecias compartidas con él —suma platónica de todos los burros que conoció, como asienta en el “Prólogo a la nueva edición”—, la cosmovisión juanramoniana. La segunda intención es, a decir de varios hermeneutas, vincular la vida del burrito con la Pasión de Cristo. La puerilidad estaría arraiga-da a la significación simbólica como un nuevo redentor.

Platero se dirige a los niños a la manera en que se dirigen precisamente aquellos relatos fundadores de cultura, asientos de civilización. Su héroe es, no por apariencia sino por esencia, un niño, cuyas andanzas componen un modelo. Sólo que al término de la travesía no se habrá alcanzado la madurez en su acepción biológica. El ciclo, acorde al orden natural, ha sido de una primavera a otra. Con todo, ha ocurrido una profunda transformación sustentada en una muerte de evocación sacrificial.

La vida del borrico entraña un “camino de perfección”, para quienes postulan una clave crística,2 o “el camino del héroe”, para quien recale en la ascendencia mítica de la ideología autoral. Sin importar la opción elegida, reconoceremos una impronta ética, pero igualmente estética o, mejor dicho, una estética indisociable de la ética, porque para el poeta la verdad atravesaba por la belleza.

El ser humano se abre al mundo durante la niñez: la revelación natural —y la intuición de que se es partícipe de una totalidad— es intrínseca a la vivencia poética

EL LECTOR DE A PIE O EL NIÑO que se to-pa con el borrico en un compendio escolar de lecturas —como fue mi propio caso— no necesita de las señales en el camino tan al gusto de la crítica para apreciar la honda poesía, la exultación de sus pasajes:

... Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega... Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en su ardor, espectral. Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama. (ibid.)

Acaso ésta sea la misión de Platero: iniciarnos en la religión de la poesía y, con ello, del mundo. No es necesario recurrir a la retórica para reconocer las estancias de la prosodia juanramoniana, ni reparar en las construcciones semejantes propiciatorias del ritmo, o cualquier otra clasificación de las herramientas y recursos con que el poeta se dota para infundir una experiencia de éxtasis. La sola lectura es suficiente para compartir el arrebato.

Construido poéticamente, Platero y yo es el mejor modelo de la concepción de su autor al respecto. Poesía no como una disciplina sino como una experiencia; no como fórmula y conjunto de catálogos susceptibles de producirse mediante el aprendizaje artesanal, sino como sensibilidad que se convierte en vehículo y vínculo para estar en el mundo. De ahí que además de gran exponente de la prosa modernista, Jiménez sea un poeta de avanzada al incluir dentro de su visión las circunstancias sociales.

EN SU MADUREZ, el autor expuso prolijamente su credo. En la conferencia “Política poética”, seminal para dilu-cidar sus ideas, asocia a la poesía con la paz y le confiere una importancia total, como camino de vida y como se-dimento de la colectividad. Jiménez distingue entre aquello que denominará “literatura” y la poesía; entre una concreción histórica y un ente que, en una vertiente metafísica, concibe total y absoluto.

Por tales motivos, la poesía no se circunscribe al ámbito literario ni a la preceptiva, sino que constituye una actitud vital. Del mismo modo en que no hay una oposición —ni contradicción— entre la poesía como creación de lenguaje y como modelo sensible, tampoco la habrá entre la esfera per-sonal y la colectiva, por ello el uso del término “política”. Para Juan Ramón, la lírica es una manera de habitar el mundo. De ahí su aprecio por la puerilidad; un estado y una relación que deben mantenerse —o recobrarse— en la edad adulta. Si para Nietzsche es objetivo principal “llegar a ser niño”, devenir infante, olvidando todas las constricciones impuestas por la sociedad, para el autor la poesía será una vía de reinstauración; pasadizo hacia esa estancia en el paraíso de la infancia; consustancial, según se advierte, a la liberación.

La “Advertencia” que precede la edición íntegra preparada por el poeta expone este fundamento:

“Dondequiera que haya niños —dice Novalis—, existe una edad de oro”. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca.

¡Isla de gracia, de frescura y dicha, edad de oro de los niños; siempre te halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer! (op. cit., p. 83).

Fundamento como venero, pero también como destino. Obra construida en torno a momentos que connotan trances, es merced a dicha cualidad que se recupera la infancia. La “edad de oro” de Novalis —que para un lector de lengua castellana remite inexorablemente a la edad de oro del Quijote— es la tierra afortunada —como las islas de Hesíodo en la reelaboración de Plauto, que las asocia con la utopía—, que orienta la deriva del poeta en un doble sentido: como origen y destino. El ser humano se abre al mundo, a su magnitud, durante la niñez, donde la revelación natural —y la intuición de que se es partícipe de una totalidad, a través de la cual se comprende la dimensión cósmica en la concepción griega de cosa viviente— es intrínseca a la vivencia poética.

Así, una obra sustentada en la infancia y la poesía, además de instruir al lector en la religión poética, le permitirá habitar en el tiempo de una manera plena. Vía iniciática para retornar, integrándose, a un estado anterior a la racionalización y la uniformización de los sucesos. Lo que nos distingue del niño es que mientras para él cada suceso es un acontecimiento, para nosotros hasta los acontecimientos se suceden, se despojan de su misterio, por nuestro sometimiento de la singularidad a la teoría, a la clasificación.

Juan Ramón Jiménez.
Juan Ramón Jiménez. ı Foto: Ilustración: Juan Ramón Alonso / pinterest.com

VIVIR EN LA POESÍA será habitar el mundo; descubrir relaciones. Esta singularidad explica, finalmente, la naturaleza de los protagonistas. El asno de plata es un niño, y en razón de tal índole percibe la belleza del mundo. Su amo, en tanto, es un poeta, una cualidad que le permite al adulto continuar residiendo en esa isla afortunada que es la niñez. Puerilidad y facultad poética se entreveran y corresponden, permitiendo a los agraciados participar del misterio del cosmos; pueden penetrar en dicha esfera, pero no sin antes compenetrarse.

Si la infancia es un estado donde percibimos la belleza natural y por la cual comprendemos la verdad cósmica, ello se debe a que aún vivimos dentro de la sensorialidad y no en la racionalidad. Es merced a dicha inocencia que Platero, animal divinizado, podría acceder a la belleza.

Siguiendo una música común a varias poéticas que dimanaron del Romanticismo, de las ideas de Friedrich Schlegel a las de Heidegger, Juan Ramón planteó su búsqueda de la verdad a través de la belleza, y de la manifestación de ésta a partir de la experiencia estética. Por eso conceptos como interior, centro, concentración y éxtasis se encuentren vinculados en un sistema complejo de raíz mítica. Ese dinamismo, esa fuerza que impulsa hacia el centro, es el “estado poético” por el cual la vida encuentra “su secreto, su destino y su eternidad”.3

Clásico indudable, Platero y yo es uno de los libros más traducidos y populares del mundo, con traducciones a más de cincuenta lenguas. Empero, la verdadera potencia de una obra de arte radica en su perenne novedad. Y en el descubrimiento que provoca. Como en las lecturas mánticas, la develación es también una revelación del ser de quien interroga. Advierto al lector que esta obra le permitirá emprender su propio viaje rumbo a islas afortunadas de la infancia y gozar de su paraíso recuperado.

Notas

1 Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, Michael P. Predmore (ed.), Cátedra, serie Letras Hispánicas, 90, Madrid, 2016.

2 Por ejemplo, Michael P. Predmore, en la introducción a Platero y yo): “La historia del amo y el burro se universaliza, por medio de símbolos, en una visión cristiana del destino humano” (ibid., p. 67).

3 “El verdadero dinamismo es éstasis, fuerza hacia dentro, hacia el centro, fuerza que no se pierde... En que nuestro ser encuentra por su vida su secreto, su destino y su eternidad. Este es el ‘estado poético’”. Juan Ramón Jiménez, Los mil mejores aforismos, Emilio Ríos (selección), Ediciones Beta III Milenio, Bilbao, 2006, p. 119.