El espacio tóxico según Javier Marías

El escritor español incursionó también con éxito notable por los terrenos de la traducción —el ejemplo es Tristram Shandy, de Laurence Sterne—, así como en el ensayo literario. Pero fue además un polemista infatigable contra la estupidez y el ánimo de linchamiento que invadió los medios —luego las redes sociales—, según consta en su repertorio de textos periodísticos recopilados en diversos libros. José Woldenberg ilustra esta faceta con su lectura de un título puntual: Cuando los tontos mandan.

Javier Marías
Javier Marías Foto: larazondemexico

De la deslumbrante, vasta y compleja narrativa de Javier Marías, sólo me referiré a una de sus vertientes: su combate frontal a las tonterías, prejuicios, modas, reacciones elementales, que en torrente asolan el debate público convirtiéndolo en un espectáculo degradado. Recurro al libro Cuando los tontos mandan, que recoge dos años de colaboraciones en el periódico El País.

Marías no soportaba las posturas y discursos “adanistas”, no sólo por idiotas sino porque asumían que la historia empezaba con ellos. Citando el Diccionario de la Real Academia Española, entendía por “adanismo” el “hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente”. Descubrían el Mediterráneo y por ignorancia eran incapaces de reconocer lo construido con anterioridad. Sobre todo, lo indignaban aquellos que no valoraban los logros de la Transición en España y casi equiparaban el presente imperfecto con la dictadura franquista; a la “maldad, vulgaridad y esterilidad” del franquismo con “el periodo democrático, el de mayores libertades (y prosperidad, todo sumado) en la larguísima y entera historia de España” (1-III-15).

Observaba un debate público sobrecargado de taras. Las confrontaciones en las redes de “manadas” dedicadas al deporte de “humillar pública y multitudinariamente a alguien”. “Idiotas y chistosos” necesitados de exhibirse y de recabar aplausos. Un “mundo lleno de gente con espíritu policial o inquisidor o justiciero, que se pasan media vida al acecho de las ‘infracciones’ para hundir en la miseria al metepatas que incurra en ellas”. Era un griterío inclemente, en donde no faltaban idiotas que emitían —como es natural— idioteces, a la par de jueces despiadados que en rebaño les caían a palos, generando un ambiente de persecución por cualquier asunto (31-V-15).

Ese mundo de “linchamientos masivos” estaba acompañado de una infantilización de las personas, “menores de edad permanentes”, sin responsabilidad, porque ésta última recaía en “la sociedad, o el Estado, o la familia, o los traumas y las frustraciones padecidos en los primeros años”. Una coartada de moda para evadir el compromiso, porque “nuestra época no hace sino incrementar la infinita lista de motivos exculpatorios”.

“Jóvenes sobreprotegidos”, con la “piel demasiado fina”, incapaces de asumir responsabilidades porque se asumen como víctimas inerciales de otros (28-VI-15).

Reconocía que no faltaban motivos para indignarse, pero veía también una explotación inmoderada del asunto. Un prestigio que emergía de una pose. Moda que se expandía. “Vivir airado” era la consigna. Ese estado de ánimo “erizado y adusto, agresivo” terminaba por enfilarse contra cualquiera. “Parece peligroso el estado de irritabilidad continua. Lleva a no distinguir qué merece nuestra indignación de veras y qué sólo nuestra reprobación o nuestro desprecio”. Esa falta de jerarquización generaba injusticias y oleadas sucesivas de cólera por nimiedades (5-VII-15).

Encontraba auténticos matones del teclado. Aquellos que ponen el grito en el cielo por cualquier cosa y azuzan contra herejes

ENCONTRABA AUTÉNTICOS “MATONES” del teclado. Aquellos “que ponen el grito en el cielo por cualquier cosa” y azuzan contra infieles, herejes, apóstatas. Exigen, condenan, ordenan, expulsan. Vivimos “una época en que la cólera o la estupidez o la locura o la maldad de los majaderos alarman excesivamente”. Amedrentan. Marías decía que no había que hacerles caso, no merecían respuestas sino desprecio. No había que intimidarse porque eso daba alas a los malvados. Pero lo cierto es que están ahí y con sus dardos envician el terreno de la discusión (4-X-15).

Ese ambiente plagado de “adanismo”, “manadas” agresivas, “linchamientos masivos”, de menores de edad irresponsables, indignación en ocasiones impostada y plagada de “matones”, conducía a que “la gente vote o ensalce a idiotas, pirados o malvados” (I-XI-15).

Ante el hecho de que el pasado era entendido con “una mezcla de desdén, hostilidad y utilitarismo ocasional” no resultaba una casualidad la incomprensión del presente (22-XI-15), y dado que no estaba bien visto guardar silencio, “por falta de opinión formada, por perplejidad, por prudencia, por dudas, por no tener nada que aportar”, lo que teníamos era un ruido sin ton ni son, sin brújula ni comprensión, pero eso sí, vistoso y excitante. “Lo habitual es que a todo el mundo se le llene la boca en seguida” de netas contundentes (27-XII-15).

Se ha convertido en un hábito “que la gente injurie, provoque, zahiera y suelte atrocidades sin que pase nada”. “Se ha extendido la extrañísima idea no ya de que se puede decir —e incluso hacer— lo que se quiera, sino de que eso no debe tener consecuencias”. Alguien se cree con la facultad de prohibir a otro que hable en una universidad o calumnia sin rubor alguno y se dice que no pasa nada. Por supuesto que pasa y se trata de la degradación de la vida en común (7-II-16).

“La pedantería inculta y la cursilería espontánea”, la exageración y los discursos furibundos, las excesivas suspicacias y la in-tolerancia de los “ofendidos”, como características de una “peligrosa época”, activaban sin cesar patíbulos para la disidencia. Ante ello, Javier Marías escribió: “Si he ofendido a alguien, me temo que es problema suyo y de su delicada piel. Quizá convendría que acudiera a un dermatólogo” (8-V-16).

Es posible, sin embargo, que nada deteriore tanto el terreno de la comunicación como la demagogia que “adula a los espectadores”. Y que explotando el narcisismo de las personas les dice, como una estación de radio nuestra: “tu opinión vale tanto como la de cualquiera” (es decir, nada, queriendo decir lo contrario). Esa explotación de los “mensajes improvisados e irreflexivos”, del sentido común, acompañado del menosprecio de los que saben, “parece algo inofensivo y baladí, pero sospecho que en esas ruines lisonjas está el origen del progresivo abaratamiento del sistema democrático” (10-VII-16).

Y ya que hablamos de tiranetas: lean a Javier Marías.

Javier Marías, Cuando los tontos mandan, Alfaguara, México, 2018.