Transformar nuestro apocalipsis o morir, eso es todo.
ANDRÉ MALRAUX
Como espectador obsesivo y apasionado, Jean-Luc Godard se convirtió en agudo cinéfilo, como historiador enciclopédico se hizo crítico feroz y como analista cinematográfico se volvió un poeta de la imagen visual; fue un cineasta prolífico, siempre inconforme, que filmaba y editaba con energía, humor y vitalidad. Un militante comprometido con la causa del pueblo y un cínico que entendía perfectamente la ironía y el absurdo de ser un cineasta privilegiado que hacía películas políticas, altamente complejas, que el pueblo nunca vería.
En su larga carrera Godard se convirtió en una leyenda y una caricatura de la intelectualidad; un referente universal y un ermitaño egoísta. Como dijo Gilles Deleuze: “Es un hombre que tiene una soledad múltiple y creativa”.1 Su personalidad difícil lo llevó a rupturas amargas con amigos como François Truffaut, a quien señaló como un “mentiroso” a raíz de su exitosa La noche americana (1973), que Godard consideró como una traición. Igualmente, en otro famoso episodio, se negó a abrirle la puerta de su casa a Agnès Varda, cuando filmaba Rostros y lugares (2017) con el artista y fotógrafo JR.
Su arrogancia intelectual, nunca velada, lo mantuvo siempre aislado y satisfecho de su lugar marginal. Quizá lo más parecido que tuvo a un momento de humildad fue cuando filmó su parte del documental colectivo Lejos de Vietnam (1967), donde comenta que el gobierno de Hanoi le negó la visa. Ahí reconoce que seguramente tenían razón, pues el apoyo y la presencia de un enfant terrible no sería beneficiosa para ellos. Aunque también ese rechazo cimentó el mito de su autonomía y su individualismo.
Su aportación consistió en estremecer los cimientos
y recuperar la vitalidad que ofrecían cineastas
como Howard Hawks
FUE UN GRAN DESTRUCTOR, liberador e inventor de la cinematografía. La autorreflexividad y las metaparodias que abundan en el cine contemporáneo (comercial y artístico) que se contempla y admira a sí mismo no existirían sin él. A los 91 años, “sin estar enfermo pero sí agotado”, Godard llevó a cabo la última expresión de su libertad y decidió acabar con dignidad su vida, el 13 de septiembre de 2022 en Rolle, Suiza, rodeado de amigos, acompañado por su compañera y colaboradora, Anne-Marie Miéville.
Godard nació en París en 1930, hijo de un médico y la heredera de una fortuna bancaria suiza. Durante la Segunda Guerra Mundial la familia se mudó a Suiza. Su familia materna era germanófila y apoyaba al régimen de Vichy, motivo de una inagotable vergüenza para él. En su juventud no se sentía atraído por el cine. Consideró ser pintor o antropólogo, pero a principios de los años cincuenta comenzó a ver películas de manera compulsiva, exhaustiva y obsesiva en la Cinémathèque francesa. Conoció a un grupo de entusiastas del cine y la vanguardia artística que eventualmente fundaron la revista Cahiers du Cinéma, entre los que destacaban los críticos convertidos en cineastas: François Truffaut, Éric Rohmer y Jacques Rivette, quienes formaron la Nouvelle Vague (Nueva Ola) del cine francés, que en esencia era una ruptura con la rancia y decadente tradición de calidad del pasado.
Su aportación consistió en estremecer los cimientos y recuperar la vitalidad del medio que ofrecían algunos cineastas hollywoodenses como Howard Hawks y el británico trasplantado Alfred Hitchcock, entre otros. Era una reivindicación del cine de género y una crítica de la industria. Pugnaban por alejarse de la idea del gran arte fílmico del pasado y por reescribir las reglas narrativas mediante provocaciones estilísticas, así como por la introducción de una carga política y una actitud de rebeldía que sería la esencia del cool que aún domina la vanguardia.
EL CINE DE LA NUEVA OLA comienza realmente en 1954 con una cineasta que anticipó la propuesta por varios años, a pesar de no ser parte del movimiento: Agnès Varda, con La pointe courte (1954). Pero su arranque oficial sucede con Los 400 golpes, de Truffaut (1959), y un año después Godard estrena su primer largometraje, Sin aliento. Recrea la historia de Michel, un joven criminal (el entonces desconocido Jean-Paul Belmondo) que se imagina a sí mismo como una especie de fusión del Humphrey Bogart de El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936), el gángster Duke Mantee, y el de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), Rick Blaine, el héroe estoico.
La historia de Michel y su amorío no correspondido por Patricia (Jean Seberg), una estadunidense aspirante a periodista, es fundamental en la cultura del siglo XX. La cinta canalizaba una estética de film noir pero destacaba por el uso de elementos de la cultura popular. Su verdadero impacto era el reflejo del narcisismo y el afable nihilismo de la cultura juvenil francesa entre 1945 y mayo de 1968. Mostraba el malestar complaciente que estaba en la actitud de hastío aprendido, los gestos imitados y repetidos que eran un eco de lo que se veía en el cine.
Había una fatalidad, urgencia y arbitrariedad en cada momento del filme que se acentuaba por el uso de saltos de edición (cortes dentro de una misma escena que rompen con la ilusión fílmica e incorporan a la narrativa la voz del autor), luz natural, cámaras en mano, sonido directo y un desparpajo frenético en las tomas. Por un lado dominaba una sensación de realismo (con ecos del neorrealismo italiano y el cinéma vérité) y por el otro la trama parecía establecer un contrapunto dialéctico con el estilo al cuestionarse a sí misma continuamente. La proverbial suspensión de la incredulidad era confrontada sin pausa.
Godard entendió cómo desmantelar los elementos de un filme desde aquella cinta: la trama, el género, los ritmos, los diálogos, la música y el carisma de los actores. Así emprendió una revolución contra las estructuras mediante un cine que debía ser descifrado como un acertijo intelectual y a la vez disfrutado de forma instintiva. Con una tremenda convicción en su trabajo, nunca dejó de ser un cineasta experimental ni un teórico de la imagen. A menudo trabajaba sin guion, con simples ideas de escenas, poemas, líneas sueltas, música y pinturas, y a pesar de eso su cine nunca fue improvisado.
En los años sesenta filmó una quincena de películas que incluyen varios clásicos como Vivir su vida (1962), El desprecio (con uno de los repartos internacionales más notables de la historia: Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance y Fritz Lang, 1963), Banda aparte (1964), Alphaville (un prodigio que fusiona el neonoir y la ciencia ficción, 1965), Pierrot el loco (1965) y Weekend (una comedia negra que lleva el materialismo a sus más extremas y caníbales consecuencias, 1967), por mencionar sólo algunas.
Godard asumió que hacer cine era una forma radical de aprehender la realidad. Así meditó sobre la culpa y la vergüenza francesa y occidental, desde el holocausto y la colaboración con los nazis hasta las guerras estadunidenses en Medio Oriente, pasando por el colonialismo. A finales de los sesenta formó el grupo Dziga Vertov con Jean-Pierre Gorin y su trabajo dio un giro dramático hacia un cine netamente político y comprometido, de un corte maoísta que lo hizo perder a buena parte de sus seguidores y entusiastas, como en Todo va bien (sobre obreros en huelga en una fábrica de salchichas, 1972) y la defensa de la lucha de liberación palestina en Aquí y allá (1976). Su posición no era ingenua en lo absoluto, se sabía burgués, entendía que su solidaridad era simbólica y sin embargo creía que su utilidad podía ser igual o mayor que la de otros comprometidos en la lucha. En 1968, él y Truffaut intentaron detener el Festival de Cannes para obligar a la gente a tomar conciencia de la situación de los obreros y estudiantes.
EL CONSUMISMO y el entretenimiento comercial le parecían fascinantes, pero se encontró asfixiado por la propaganda de las obsesiones mercantiles. Admiraba elementos y momentos del cine estadunidense, pero a la vez repudiaba el funcionamiento del sistema, de la vorágine monolítica y monótona de Hollywood y sus imitadores. En un momento aseguró que lo único que se necesitaba para hacer una película era “una mujer y una pistola” (aparentemente, una frase de D. W. Griffith), sin embargo fue perdiendo el interés en contar historias para dedicarse a reflexiones visuales y literales, un cine ensayístico, en el que el material documental era intervenido, modificado y subvertido estilísticamente, una práctica mucho más afectada que la de otro genio contemporáneo del género: Chris Marker.
En casi sesenta años de carrera realizó alrededor de 150 películas, videos y obras hibridas. Aun quienes crecimos admirándolo con obsesión sólo accedimos a una parte de su vasta cinematografía, y la mayoría de sus críticos menciona cuando mucho unas veinte de sus películas. Godard llegó al cine convencido de que era una forma artística decadente, en agonía, que la narrativa convencional era una antigualla a la que nos atábamos más por nostalgia y en busca de cobijo emocional que por su vitalidad o capacidad de proponer. Recorrió todos los géneros en una celebración y disección, una autopsia reverencial y danza macabra. Los desmontaba (deconstruía, diría alguien), los ponía patas arriba y los fundía caprichosamente, ya fuera en musicales neorrealistas, ciencia ficción sin efectos especiales, humor catastrófico, melodramas psicoanalíticos y dramas sexuales del desencanto. Sus cintas desdoblan las convenciones para exponerlas y mostrar cómo consumimos emociones. Así se apropia de nuestras expectativas y las revierte.
Godard entendía que lo que hace maravilloso y humano al cine iba más allá de la forma y “era la intersección de la atmósfera y el ánimo”, como escribió en Cahiers du Cinéma. Esto se lograba con elementos que eventualmente se volvieron sus sellos de identidad: música fuera de contexto, fusión de elementos antagónicos, digresiones, diálogos incoherentes, interrupciones, repeticiones y por supuesto violar la cuarta pared.
El autor de Yo te saludo, María (1985) nos enseñó cómo funcionaba el cine mediante sus transgresiones, sobreposiciones de imágenes, la preeminencia de la palabra, descontextualización de video y audio, la cacofonía y la polifonía. Lo impredecible, lo inexplicable, lo gratuito, todo aparecía con candidez y deliberación. Para él, “hace falta que en cine todo hable”, que la película que corre en nuestra mente, lo que podemos llamar el espacio negativo, emprenda su propio viaje. La fotografía clásica en blanco y negro, en la que Godard parece estudiar un rollo de película con los lentes oscuros puestos, es emblema perfecto de su deseo de ver algo distinto en los fotogramas y de proteger su visión del fulgor del cine. Eso es el epítome del cool, llevar la contraria hasta a las leyes de la óptica y la luz.
Para la década de los setenta trabajaba en video y experimentaba con la televisión. En lo personal, confrontar la serie Historia(s) del cine (1988-1998) fue un acontecimiento desconcertante y transformador: tanto la historia como sus representaciones eran analizadas mediante vibrantes collages e imágenes modificadas con un flujo poético; el documental adquiría un nivel estético sin precedente. Asimismo, se enfocó con más agudeza en el cuestionamiento filosófico de la manufactura de clichés nacionales, la guerra y la visión miope del cine hollywoodense incapaz de ver más allá de sus fronteras ideológicas, comerciales e imperiales. Siguió filmando en la soledad hasta su última y fundamental obra: El libro de imágenes (2018), donde afirma que “la condición del hombre es pensar con sus manos” mientras corta, pega, usa iPhones, cámaras GoPro, tecnología de tercera dimensión y sintetizadores de video para hacer de estas tecnologías no sólo herramientas sino parte de la discusión, fuerzas con las que argumentamos y que invitan a nuevas formas de pensar.
Admiraba elementos del cine estadunidense, pero al mismo tiempo repudiaba el funcionamiento del sistema, de la vorágine monótona de Hollywood y sus imitadores
SE HA DICHO TODO de Jean-Luc Godard y, aun así, apenas estamos rasguñando la superficie de su obra y la importancia de su legado. No tengo duda de que fue en sus películas donde aprendí a desconfiar de la lógica convencional, a aceptar lo improbable y reconocer el vértigo de la confusión como un placer estético. En su obra descubrí nuevas maneras de encontrar la belleza, de valorar la ambigüedad de la memoria y de lamentar la tragedia de la política. Sigo maravillado por sus puestas en escena caóticas y a la vez elocuentes, por la solidez de sus convicciones y por su capacidad de reírse de ellas.
Se acabó por fin, cuando él lo decidió, la producción del cineasta más importante de la historia.
Nota
1 Gilles Deleuze, “Three Questions About ‘Six Fois Deux’”, en Jean-Luc Godard, Son + Image, MoMA, Nueva York, 1992.