Las maletas tienen algo de impredecible y de sombrero de mago, y uno nunca sabe si, a la vuelta del viaje, saltará de su doble fondo un conejo o una paloma. De niño, el momento de desempacar lo entendía como un acto de ilusionismo en que el viajero, transformado por el arco fuera de casa y con la mirada todavía perdida en los parajes que dejó, extrae, entre calcetines sucios y efectos personales, mascadas, naipes, caracolas de mar, libros inconseguibles, chucherías exóticas... Incluso si nadie alrededor espera su regalo, el proceso de extraer los artículos de esa chistera onírica se envuelve de expectativa y fuerza ritual, pues las reminiscencias afloran a medida que extraemos, uno a uno, los souvenirs que atiborramos la víspera en un desafío a la física de los volúmenes, pero sin conseguir nunca burlar la báscula del exceso de equipaje.
En los viajes largos llevo una maleta adentro de la maleta en un ardid de cajas chinas a menudo insuficiente. Así como todo existe para concluir en un libro, todo, en un viaje, parece destinado a entrar en la maleta. No sé cuántas valijas extra he debido comprar de último minuto por incontinencia turística, con el resultado desconcertante de que, sin importar que todas sean Made in China, al final encajan en la categoría de recuerdos de viaje. Si antes una maleta era un álbum de gran formato en el que se pegaban calcomanías de las ciudades visitadas, ahora son ellas las que hablan el lenguaje arcano del lugar en donde salimos a buscarlas.
La maleta es una continuación del armario o, si se quiere, una variedad móvil del cajón, y en especial las de esqueleto rígido semejan una versión en miniatura de un espacio habitable. En su modalidad de cofre o baúl han servido para ocultar polizones —o de ataúd—; y si parece una genialidad, un giro típicamente “shandy” que Marcel Duchamp haya sustraído peso y monumentalidad a la idea de museo para hacerlo caber en una caja-maleta y llevarlo a todas partes, no hay que pasar por alto que así como el escritorio es una versión del estudio y, la silla, un compendio de la catedral, una maleta representa el puente quimérico entre el inmueble y el artículo portátil, una suerte de mash up objetual en el que late la promesa de llevar nuestra casa a cuestas.
La maleta es continuación del armario o una variedad móvil del cajón; las de esqueleto rígido semejan un espacio habitable
A PROPÓSITO DE LA BOÎTE-EN-VALISE, en Historia abreviada de la literatura portátil, Enrique Vila-Matas tiende un hilo entre la pasión por la miniatura y el vagabundeo, entre la fiebre del coleccionismo y la mudanza permanente. Para alguien que está siempre de paso, como Duchamp, nada más necesario que un museo itinerante e infraleve, capaz de alojar, como si se tratara de una casa de muñecas del arte, toda su trayectoria en reproducciones pequeñas. Estar cargado de cosas —y de proyectos— sólo puede conciliarse con el destino del exiliado en el plano de lo minúsculo; si la reducción a escala no es una opción a la mano, se pueden atesorar juguetes, sellos postales, recortes y apuntes en letra microscópica, a la manera de Walter Benjamin.
Pero una cosa es optar por la ligereza de una existencia sin ataduras y otra verse orillado a salvar lo más valioso de la vida en una valija apresurada. Perseguido por el régimen nazi, Benjamin tuvo que abandonar París apenas con el equipaje indispensable. Tras su suicidio doblemente trágico, quedó registro del contenido de la maleta con la que, de haber llegado un día antes o uno después a Portbou, se habría podido embarcar hacia América: algo de dinero, un reloj de oro, unos lentes, seis fotografías, el visado para Estados Unidos, una pipa, una radiografía, así como incontables cartas y papeles, en particular un manuscrito sin identificar que, según explicó a quienes lo acompañaban en la huida, “era más importante incluso que su propia vida”.
No es fácil alcanzar el grado cero del despojamiento, ni siquiera a mitad del incendio; en vez de dejar el manuscrito a buen resguardo, la maleta se extravió para siempre, sin llegar a esa fosa común de lo inorgánico que es la oficina de las cosas perdidas. Desde entonces, la maleta de Benjamin es motivo de desvelos y pesquisas, y no faltan los que quieran leer esa ausencia como parte de su obra completa. (Hoy, la desaparición de las maletas ocurre casi siempre en el aire, en un acto de magia rutinario de las aerolíneas que ya no sorprende a nadie).
ME PREGUNTO SI TODOS nos veremos orillados a empacar en medio del incendio nuestra “valija de fuego” —título bellísimo de un poema de Aldo Pellegrini, el poeta surrealista más audaz de la lengua española. Él solía guardar objetos invisibles en los lugares más secretos de su valija de fuego, retazos y miniaturas de todo aquello que, a fuerza de no ponerlo a salvo, se pudre en los sueños. Pero también las llamaradas fatales terminan por apagarse, y a la larga no queda sino una valija de noche, una colección de oscuridad y muerte, abandonada incluso por sus fantasmas.
Una caja adentro de una caja participa del misterio; cuando se trata de maletas puede convocar una forma de poesía que raya en el sinsentido y cuyo significado solamente se advierte al otro lado del espejo. Humpty Dumpty despliega sus conocimientos de semántica y pragmatismo al desentrañar el sentido de aquellas palabras de doble fondo que llevan de polizones a otras, como disimulatriz (formada por “disimular” e “institutriz”), o ciberdespacio (el internet de las conexiones exasperantes). Las “palabras-maleta” —portmanteau—, como las bautizó Lewis Carroll a partir de un modelo de valija francesa que se abría en dos, se forman por fusión y síntesis y han dado pie a libros legendarios como Finnegans Wake, en el que James Joyce toma el lugar, hasta niveles delirantes, de Humpty Dumpty tras su caída de la barda. Surgidas de la chistera del lenguaje como micropoemas inesperados, mis favoritas son aquellas capaces de viajar clandestinamente, cual polizonas al cuadrado, en las pláticas cotidianas: palabras-maleta inadvertidas como chismear (el rápido cotilleo mientras se orina) o empresario (el entrepreneur del supremacismo racial).
En una época en que las maletas no tenían rueditas se utilizaba más la palabra veliz —o velís—, galicismo con aroma a abuela y naftalina, ideal para las escapadas veloces a Belice. Quizá entró en desuso por las altas expectativas que palpitan en su rima más fácil; porque la promesa de encontrar la felicidad en otro lado terminó por ser desmentida por el turismo de masas y los viajes de negocios. Hay palabras que, como las maletas, se olvidan poco a poco y no emprenden ningún nuevo viaje. Una valija que permanece mucho tiempo en un mismo sitio termina por echar raíces, le crecen patas sedentarias y, traicionando su vocación flotante, se convierte en una cómoda.