Las revistas literarias ya son cosa del pasado. Como si fuera una de sus hojas, amarillenta y entumecida por las décadas, su rica historia parece a punto de desintegrarse en cuanto alguien osa tocarla, al estilo de un viejo papiro egipcio. Después de todo, la selección natural dicta que lo que evolucionó de su fugacidad en permanente riesgo de quiebra al prestigioso formato del libro ya ganó la posteridad merecida, mientras que el material que quedó allí, olvidado en aquel número de un abril que ni siquiera fue cruel o de un octubre sin luna —el cuento que no formaría parte de ninguna colección, el poema desgarrador del poeta que jamás publicaría ni la más anémica de las plaquettes, el ensayo que se indigna por una injusticia que nadie recuerda—, merece su destino: venderse por kilo como papel viejo.
Sin embargo, las revistas literarias son puro presente. Allí dentro, en sus páginas carcomidas por las polillas, sigue sucediendo todo, de la misma forma que En busca del tiempo perdido el joven Marcel, en el salón parisino, se sigue quedando con la frase ingeniosa en la punta de la lengua, o Demetrio Macías sigue disparando tiros y entonando canciones monótonas y tristes en Los de abajo. Al abrir una revista vieja, las polémicas olvidadas se reavivan, con toda su pasión y su encono; las reseñas destructoras se ganan de nueva cuenta el odio vitalicio del poeta ofendido y el elogio envenenado vuelve a dar en el blanco; el breve ensayo deja ver que allí hay una obra en marcha; los lectores vuelven a tomar whiskys distinguidos y a hacerse trajes a la medida obedeciendo a la publicidad, y el autor de unos cuentos secos, sórdidos y poéticos titulados “Talpa” o “Macario”, publicados en América, vuelve a ser, por arte de magia, un joven prometedor de indudable talento.
Y es que las revistas literarias son cosa del futuro. Desde siempre, fue en ellas y en ningún otro lugar donde se produjo la literatura por venir. La ley dictaba que este futuro debía pasar desapercibido; así, por ejemplo, mientras el público argentino estaba atento a los adelantos o reseñas de las últimas obras de Manuel Gálvez o de Eduardo Mallea, un tal Jorge Luis Borges, con plena discreción, sin que absolutamente nadie se enterara, empezaba a cambiar el rumbo del cuento latinoamericano al publicar, en la Revista Multicolor de los Sábados, una serie de textitos de género inclasificable que cuando ya fueron la Historia universal de la infamia, él mismo definió como “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”. Hay ocasiones, como en este último caso, en las que ese futuro tiene nombre y apellido, y son legión los grandes escritores que debutaron como inmensos desconocidos en revistas que muchas veces tampoco eran mucho más célebres que ellos. Otras veces, quizás de modo más interesante, esa transformación de la literatura ha sido colectiva, indetectable de un número al siguiente, pero con el correr del tiempo, cuando la revista ya se convirtió en pila, testimonia un cambio de aires, de estética, de época, como la Revista Mexicana de Literatura, de Carlos Fuentes y Tomás Segovia, que pasó de cierto academicismo a prefigurar el Boom.
ESA CONFLUENCIA DE TIEMPOS es lo que hace tan sugerente el hojear esas viejas revistas: de manera imposible, muestran la literatura que no fue, que estaba siendo y que sería. Y lo hacen, encima, no con la distancia erudita de los estudios literarios, sino con la pasión que sólo tiene la contemporaneidad: un tiempo que se relata a sí mismo sin conocer su desenlace. Tradicionalmente las revistas han sido vistas como un simple campo de pruebas, un ensayo en pantuflas antes del glamuroso estreno oficial. Pero bien podríamos verlas de manera opuesta, como el espacio donde la literatura aparece más viva que en ninguna otra parte, en plena marcha, apresurada, lista para leerse apenas habiendo sido escrita, haciéndose a sí misma antes de ir a morir a los libros, tan serios y definitivos. Las revistas literarias son la literatura de la historia de la literatura, pues ellas la cuentan a pie de calle, en tiempo real, con todas las voces que la construyeron, en un relato colectivo que sólo se entiende mediante el diálogo que finalmente entablan las distintas firmas de un número.
De hecho, más allá de la bohemia, del legendario tercer número al que pocas revistas llegan o de las finanzas en perpetua ruina de sus estados de cuentas —las pocas que los tuvieron—, es imposible entender la literatura latinoamericana sin sus revistas. No es casual que los tres grandes periodos literarios del continente —el modernismo (Revista Moderna, Revista Azul, Mundial Magazine), las vanguardias (Amauta, Martín Fierro, Irradiador) y el Boom (Mundo Nuevo, Casa de las Américas, Primera Plana)— hayan surgido a través de sus respectivas publicaciones. Éstas hicieron posible la comunicación literaria entre los diferentes países latinoamericanos de forma mucho más fluida que los medios electrónicos en la actualidad, lo que propició el intercambio de ideas, las influencias continentales, la conciencia latinoamericanista y con todo ello el surgimiento de nuevas estéticas que, de nuevo gracias a las revistas, pero ahora en su vertiente de creadoras de públicos, encontraron un lector listo para recibir la nueva literatura.
Más allá de la bohemia, del tercer número al que pocas llegan o de las finanzas en perpetua ruina, es imposible entender la literatura latinoamericana sin sus revistas .
TOMEMOS EL CASO DEL BOOM. Cuando aún nadie sospechaba las dimensiones que llegaría a tener un movimiento que no existía, un entusiasta Carlos Fuentes, desde la Revista Mexicana de Literatura, publicó un par de cuentos de Cortázar y el inicio de la versión final de La mala hora, de García Márquez. Por primera vez, tres de los protagonistas del Boom, todavía muy lejos de soñar que éste existiría, coincidían en la misma revista. Lo que en un inicio fue una feliz casualidad pronto se convirtió en una estrategia literaria, política y mercadológica, cuando los integrantes del grupo, ya más conscientes de su conformación, harían prácticamente suya la revolucionaria Casa de las Américas, de la mano de Vargas Llosa; encontrarían un medio masivo de difusión en el semanario Primera Plana, dirigido por Tomás Eloy Martínez y con un tiraje de casi cien mil ejemplares, y publicarían cuentos, adelantos de novelas y reseñas de sus compañeros en La Cultura en México y Diálogos, de México, la parisiense Mundo Nuevo, la peruana Amaru, la colombiana Eco o el legendario semanario uruguayo Marcha.
Así como se puede leer un movimiento a través de sus revistas, lo mismo puede hacerse con un género específico. Hay algunos, como el cuento, que parecen haber sido concebidos para transmitirse a través de revistas, nuevo fuego en el que si bien ya no se reúne la tribu de noche sí consigue congregar a un lector solitario en el salón de la sala o en el autobús de camino a la universidad o al trabajo. Hubo revistas dedicadas sólo a publicar cuentos, como Ficción de Buenos Aires y la inolvidable El cuento, de Edmundo Valadés, en cuyas páginas, aún hoy, se encuentra lo mejor del género. Otras lo hicieron incluso más combativamente, en lo que respecta a la reivindicación del cuento y a la política, como El Grillo de Papel y El Escarabajo de Oro, dirigidas por el cuentista argentino Abelardo Castillo, en el que los relatos breves se alternaban con poemas, ensayos y editoriales de izquierda radical, por los que ambas revistas fueron censuradas y clausuradas.
La línea entre literatura y política en algún momento se hace difusa, y así se dan casos como la chilena Multitud, paradójicamente dominada por un solo nombre: el de Pablo de Rokha. En un principio, De Rokha concibió su revista como una más de la larga genealogía de revistas vanguardistas, pero pronto se convirtió también en un arma propagandística del estalinismo y el maoísmo. Las revistas latinoamericanas de izquierda, sobra decirlo, se cuentan por cientos o miles, desde la más influyente de todas en sus buenos tiempos, la ya mencionada Casa de las Américas, hasta la excelente Crisis, dirigida por Eduardo Galeano en Buenos Aires, donde, de manera un tanto inexplicable a nuestros ojos, convivían un cuento de João Guimarães Rosa o Kurt Vonnegut con una antología de poesía soviética y un ensayo sobre marxismo. Y aunque mucho más extrañas, las revistas de extrema derecha no dejan de ser interesantes, como la filonazi Timón, de José Vasconcelos, quien se encargó de desaparecer prácticamente todos los ejemplares, a tal grado que hoy es casi inencontrable, o la argentina Sol y Luna, en la que Borges tradujo un poema de Chesterton.
Y YA QUE HABLAMOS DE BORGES, sería pertinente recordar que algunos de los más reconocidos escritores latinoamericanos tuvieron una estrecha relación con el mundo de las revistas. Tal es el caso del argentino, cuyo primer proyecto en colaboración con Bioy Casares fue la publicación de Destiempo en 1936, “la revista para el entretiempo”, como ambos amigos alguna vez intentaron venderla en un estadio de futbol, sin mucho éxito pues el proyecto apenas alcanzó los tres números. Quince años antes, Borges había tenido dos experiencias no mucho más halagüeñas cuando, a falta de presupuesto para lanzar una revista vanguardista, a él se le ocurrió la idea de elaborar un cartel que se pegaría en los muros de Buenos Aires; así surgió Prisma, “primera, única e ineficaz revista mural, [...] cartelón que ni las paredes leyeron y que fue una disconformidad hermosa y chambona”, como él mismo la definió. Mejor suerte tuvo Proa, con sus manifiestos y poemas del mismo Borges y amigos, hermosamente ilustrados por su hermana Norah. Ya en los años cuarenta, Borges se embarcó en la última revista literaria que dirigiría, Los Anales de Buenos Aires, donde publicó algunos de sus mejores cuentos y a cuya mesa de redacción, según cuenta la leyenda, un día llegó un muchacho descomunalmente alto y tímido con un cuento, que el director decidió publicar de inmediato: “Casa tomada”.
Aunque —por supuesto— si relacionamos a Borges con una revista es con Sur, dirigida con mano de hierro por Victoria Ocampo. No se puede entender la trayectoria de Borges sin Sur ni a la inversa. Pese a que Ocampo y Borges compartían el mismo espíritu cosmopolita, no dejaban de tener fricciones, que por suerte dieron como resultado una muestra de la mejor literatura del siglo pasado. Por ejemplo, ya cansado del elitismo y del a veces estirado intelectualismo de la revista, Borges empezó a publicar falsos ensayos, supuestamente eruditos, en los que todo era inventado. En un principio lo hizo por molestar y burlarse de algún colega pedante y, para su sorpresa, sus textos fueron leídos como ensayos auténticos, lo que lo motivó para seguir el mismo camino hasta escribir varios de los cuentos de Ficciones, empezando por “Pierre Menard, autor del Quijote”. De hecho, este cuento contiene más de una burla y venganza, pues poco antes de su publicación un reseñista de otra revista literaria había afirmado que los ensayos de Borges contenían citas demasiados extensas, a grado tal que no le extrañaría que, de haber reseñado el Quijote, lo hubiera citado en su totalidad.
La línea entre literatura y política en algún momento se hace difusa y se dan casos como la chilena Multitud, paradójicamente dominada por un solo nombre: Pablo de Rokha
PODRÍA DECIRSE MUCHO MÁS de las revistas literarias. Podría hablarse, por ejemplo, de las revistas de Octavio Paz, Taller, Vuelta, Plural o El Hijo Pródigo, esta última considerada como la mejor de México por Guillermo Sheridan. Podría hablarse de las salvajes polémicas que se desataron en sus páginas, o de los bandos de enemigos fieles que cada una de ellas agrupaban, como Martín Fierro y Claridad, ambas porteñas y vanguardistas, pero la primera de carácter elitista y exquisito, como el grupo Florida de Oliverio Girondo, al que daba voz, y la segunda popular y socialista, como Roberto Arlt, su colaborador estrella desde el popular barrio de Boedo. Podría hablarse de la cubana Orígenes, de Lezama Lima, la más literaria de las revistas literarias, o de la peruana Amauta, que convirtió a las vanguardias europeas en un movimiento indigenista. Podría hablarse de los estudios llevados a cabo sobre innumerables revistas por Malva Flores, Nora Pasternac o Claudia Albarrán.
En todo caso, por difícil que resulte, es importante no caer en la nostalgia. Quizás las revistas literarias murieron, pero la función que cumplían se ha desplazado a otra parte que, nosotros, cegados por el presente, no vemos. O quizás las revistas literarias, contra todo pronóstico y haciendo honor a su historia de muerte y resurrección, siguen existiendo, como apunta el hecho de que este texto esté siendo publicado en El Cultural.