Trilce es lenguaje sin cadenas cantando su propia libertad. No se ha emancipado del sentido, pues lo tiene, sino de la ortodoxia retórica con que lo trasladamos. La línea recta para llegar de A a B se ha ensimismado, en Trilce, fascinada consigo misma, con su propia pólvora comunicativa, y adoptado la forma de una espiral inicialmente centrípeta, implosiva en el corazón de nuestra lengua, y luego centrífuga, explosiva e irradiando aún las últimas ondas de su expansión.
I
Es la torsión de los significantes. César Vallejo posibilitó esa revolución aflojando las manos, sosteniendo apenas la pluma y dejándose arrebatar el control de la escritura por el animal que estaba siendo escrito y que, de repente, se irguió y cobró una autonomía sin transigencia, lúdica y vertiginosa como correr al borde del abismo. Sus ojos vieron cómo sus manos demolían, con la embriagante independencia de la libertad total, la monolítica catedral de la gramática española y los grandes rascacielos de la sobreconceptualización. Las dejó hacer. Suelta ya, descoyuntada, la lengua en Trilce fue lo que no pudo ser:
Ese no puede ser, sido.1
Así, haciendo posible lo imposible, yendo siempre un poco más allá, asomándose al lado oscuro de la luna, absorbió el aura de una duradera juventud, de una exploración siempre renovada por su propio ímpetu, rebeldía y curiosidad, lengua erizada de posibilidad y contingencia. Lengua niña, incontaminada (“anterior a los códigos”), ingrávida de mensaje e incluso de tentaciones metafóricas porque es pura materialidad —granularidad, como diría la física cuántica.
La lengua, en Trilce, va de regreso, y tanto, que se ha dicho que Vallejo escribe “como si nunca hubiera habido escritura”. Va de regreso del traslado del mensaje, de la carga simbólica, de la compactación de la palabra e incluso de la gravitación del nombre: ha implotado, y los añicos hablan, las esquirlas, ahora reconfiguradas.
SON UN NUEVO LENGUAJE, el intransferible orbe poético de César Vallejo. Es como si el poeta hubiera deshecho el rompecabezas de la lengua para rehacerlo a ciegas, con la intuición del tacto y del oído. Si la cólera quiebra al hombre en niños, una libertad radical quiebra la lengua en átomos, en balbuceos, y es desde ahí, desde la minúscula superficie del fragmento, donde el poeta se planta para enfrentar, negándola, la totalidad y sus definiciones cerradas, sus dogmas. Es en la pista de una cabeza de alfiler donde patina la poesía de Trilce y se sacude la imposición de La Verdad.
José Ángel Valente lo ha dicho bellamente: “Frente a la macrohistoria, la microvida”. La microvida2 de las palabras, la microvida del individuo, de la persona unitaria, de ese tú al que el autor ha llegado tras cruzar y trascender las ardientes arenas del yo. Ese tú eres tú, que lees, pero también y más profundamente es el tú anónimo y analfabeta del que la humanidad está compuesta, y humano es un adjetivo que se toma muy en serio, con una seriedad que intimida.
Ahora bien, la libertad total no es escritura automática ni ebriedad surreal: se aprende a hablar con sintagmas que todavía arden después de la hecatombe. Y se dice, siempre se dice, pero no desde un Edén prehistórico sino desde un páramo que ha perdido la prodigalidad de las referencias, de las definiciones, donde apenas gravita la tradición. Es, pues, un lenguaje “potente de orfandad”, una bomba de vacío. Claro está que el habla desligada, inevitablemente, religa. Ésa es nuestra condena (o ladremos), pero la refundación de Vallejo es deliberadamente caótica y con las cicatrices expuestas, como en el kintsugi japonés, y ni siquiera, porque si la fractura es el paradigma de esta poesía, entonces ese filo de los cantos rotos, no pegados, es su más aguda expresión.
Es un habla quebrada, derrotada, que vuelve a comenzar dando traspiés y desordenando la sintaxis, además de inventando palabras, desviando la ortografía e ignorando, oronda, las marcas referenciales. Qué bárbara. Es cierto que al leer Trilce estamos, como afirmó Julio Ortega, ante un espectáculo del habla, como si se nos diera entrada al laboratorio del nigromante y pudiéramos ver, en vivo, la ebullición de un nuevo lenguaje en un viejo matraz. Todo esto que intento decir con torpeza, Gonzalo Rojas lo expresa certeramente en un solo verso: “Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: Todavía”.3
II
Trilce no surge de la nada. Es un enero con un diciembre llamado Los heraldos negros, libro con un lirismo que, aunque marcadamente litúrgico, es levemente heresiarca, con una voz ya formada pero inquieta. Comprende el poema final llamado “Espergesia” en cuyos versos chirrían “vientos / desenroscados de la Esfinge / preguntona del Desierto”. Cuando lo publicó, en 1919, es muy probable que Vallejo ya tuviera escritos algunos poemas del siguiente libro, en donde ululan esos vientos desenroscados y la esfinge hace más preguntas que nunca. Los años que llevan a Trilce son cruciales: la muerte de la madre, los desamores y la cárcel hierven como futuras obsesiones.
El libro se imprimió en octubre de 1922 en los Talleres de la Penitenciaría de Lima con tiraje de doscientos ejemplares (¿alguien ha visto uno?) y un prólogo de Atenor Orrego, amigo del poeta (“César Vallejo está destripando los muñecos de la retórica. Los ha destripado ya”, dice con entusiasmo). La edición costó 150 soles peruanos que el mismo poeta pagó, en parte, con el dinero que había ganado en un concurso literario en 1921 con el cuento que llevó por título “Más allá de la vida y la muerte”.
La edición de Trilce costó 150 soles peruanos que el mismo poeta pagó, en parte, con el dinero que había ganado
en un concurso literario en 1921
El relato es una prosa breve en la que el narrador regresa a su pueblo natal (“Y después perspectivóse Santiago, en su escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal”) para velar a su madre muerta. La madre del autor, nacido en Santiago de Chuco, en efecto había muerto recientemente, y esa pérdida, además de ser el tema del relato, comparece una y otra vez en Trilce, como cuando confiesa “He almorzado solo ahora, y no he tenido / madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua”..., o al final del poema LXV:
Así, muerta inmortal.
Entre la columnata de tus huesos
que no puede caer ni a lloros,
y a cuyo lado ni el Destino
[pudo entrometer
ni un solo dedo suyo.
A Vallejo lo enlutaban esa muerte y la de su pretendida, María Rosa Sandoval, tocaya de su madre. Eso le lleva a increpar a Dios: “¡tú no tienes Marías que se van!” y a iniciar así el poema XXIV: “Al borde de un sepulcro florecido / transcurren dos marías llorando, / llorando a mares”. Volviendo al cuento: el narrador va a velar a su madre y descubre, tras una noche extraña, que la madre está viva y él es quien está muerto, lo cual le produce una sonora carcajada...
Con esa vuelta de tuerca, Vallejo cruza una frontera y allana los terrenos de la razón, aventura que continuará plenamente en Trilce. El final de “Más allá de la vida y la muerte”, en el que el vivo se descubre muerto, inevitablemente nos remite al famoso poema LXXV, texto en prosa en que el poeta se dirige expresamente a nosotros, sus lectores, con esta frase lapidaria: “Estáis muertos”, y aun: “Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte”.
A LA AUSENCIA de sus dos Marías hay que sumar la experiencia de la cárcel. En uno de sus poemas póstumos, titulado “El momento más grave de la vida”, Vallejo hace decir a una persona: “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”. Ese hombre (a veces, pero sólo a veces, la voz del poema coincide con su autor) es él, quien pasó 112 días en una cárcel de Trujillo entre noviembre de 1920 y febrero de 1921. Las razones tras su encarcelamiento, estudiadas hasta el hastío por quienes evitan a toda costa la lectura de los poemas, son mucho menos relevantes que el encierro mismo y lo que éste provocó en uno de los máximos valedores de la libertad creativa —que, para poder darse, requiere de un mínimo de libertad física. Anotemos que fue acusado injustamente de participar en una revuelta local en su natal Santiago de Chuco. Una carta suya es elocuente:
... Soy víctima ahora de una de esas tantas infamias gratuitas o brutalmente caramboleadas que abundan, apestando a murciélago, en cada montón de cosas distritales. Porque soy del terruño de los que me acusan, y porque ocasionalmente estuve en Santiago de Chuco, ahora meses, cuando hubo matanzas e incendios en esa provincia. Es el ambiente provincial. Eso es todo.4
Vallejo comenzaba a respirar el aire cargado de libertad que electriza todos los poemas de el libro, y fue en ese momento de su vida en el que padeció la cárcel. No son pocos, 112 días en prisión... Esa racha, ¿asfixió su desempeño escritural o, al contrario, lo potenció y agudizó más? Ambos, ahogo y desahogo, se perciben constantemente en el libro, desde las cuatro paredes de la celda del poema XVIII (“Ah las cuatro paredes albicantes / que sin remedio dan al mismo número”) hasta la violencia física y fonética del XLI:
En tanto, el redoblante policial
(otra vez me quiero reír)
se desquita y nos tunde a palos,
dale y dale,
de membrana a membrana,
tas
con
tas.
Tundido a palos por su cancerbero (“es adorable el pobre viejo”), asfixiado de rincones, el poeta encontró su resistencia y rebeldía en el desmontaje de la sintaxis, en el movimiento a contrapelo de las academias y en una retórica elusiva del poder y del dogma, del carcelero y del policía. Le escribe a un amigo desde prisión: “Me muerdo los codos de rabia, no precisamente por aquello del honor, sino por la privación material, completamente material de mi libertad animal”.5
En esa rabia que se muerde los codos hay una clave de lectura de Trilce, un libro en el que la poesía comparece in extremis, como si comenzara por el final, como si tuviera que morir para nacer de nuevo o, en efecto, como si le fuera indispensable padecer asfixia para después dar grandes bocanadas de oxígeno. Todo en Trilce es libertad y ruptura de cadenas, los eslabones mismos de la oración se separan y airean, se abren los barrotes del sentido, esa herramienta expresiva que aceptamos como dada, sin chistar, nuestro pequeño vocabulario y sus pegamentos diversos, estallan en un formidable gesto de emancipación que dura hasta nuestros días. Es un gesto por completo inaudito y feroz, como roerse los codos.
Mecida y adormecida entre el pasmo ante la aparición de una poesía, digamos, cubista, y el desdén ante los ejemplares, la crítica recibió Trilce en silencio
PARA EL VALLEJO ARTISTA, la libertad era una obligación. No es imposible que esa idea radical haya tenido su semilla en la cárcel de Trujillo, cuando fue privado físicamente de su albedrío. Vale la pena reproducir otra cita de su epistolario: “Quiero ser libre, aun a trueque de todos los sacrificios. Por ser libre me siento en ocasiones rodeado de espantoso ridículo con el aire de un niño que se lleva la cuchara por las narices”,6 que nos recuerda aquel poema en prosa donde García Lorca dice: “Como el niño que se lleva a los ojos la cuchara llena de sopita”.7
Mecida y adormecida entre el pasmo ante la aparición de una poesía, digamos, cubista, y el franco desdén ante los flamantes ejemplares que ocupaban las librerías de Lima, la crítica recibió Trilce en absoluto silencio. La reacción de Vallejo es conocida:
El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista, ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente con su más imperativa curva de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo de que todo vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!8
Numerados del I al LXXVII, los poemas parecen no seguir ningún orden cronológico o temático. De hecho, la fijación de esos textos siempre ha sido problemática (como si se tratara de un clásico antiguo), contribuyendo a su característica ambivalencia. El propio título del libro fue decidido de último momento, cuando estaban ya impresas las primeras páginas. Vallejo, se nos dice, pensó sucesivamente titularlo Solo de aceros (feo), Féretros (pero es mucho más que eso), Scherzando (muy feo, aunque se entiende que quisiera llamar la atención sobre ese movimiento de compases rápidos) y, finalmente, Cráneos de bronce (que parece aludir a una edad antigua, prehistórica y prelingüística), firmado con el pseudónimo César Perú.
Juan Espejo Azturrizaga, amigo del poeta, afirma que “Trilce” fue una deformación de “tres”: como reimprimir el primer pliego costaba tres libras más, Vallejo
... varias veces repitió tres, tres, tres, con esa insistencia que tenía en repetir las palabras y deformarlas, tresss, trisss, triesss, tril, trilsss. Se le trabó la lengua y en el ceceo salió trilsssce... ¿trilce? ¿trilce? Se quedó unos instantes en suspenso para luego exclamar: Bueno, llevará mi nombre, pero el libro se llamará Trilce.9
La anécdota es ligeramente decepcionante, tal vez por el peso enorme con el que ya conocemos el término Trilce, pero es convincente: un neologismo puramente sonoro cuadra con la poética musical del libro y con su fobia a las definiciones cerradas. Ésta se demuestra en la ausencia de título de los poemas y, en fin, en ese nombre general que está a un tris de ser nada, siendo tanto: Trilce.
Y así, el volumen nació y fue ignorado. Pasaron ocho años hasta que en 1930 fue publicado en España, con un prólogo de José Bergamín (“la poesía de Trilce proyecta o propaga el pensamiento espiritualmente, y no literalmente”) y un poema de Gerardo Diego contagiado del timbre vallejiano y a imitación suya (“Naciste en un cementerio de palabras / una noche en que los esqueletos de todos los verbos intransitivos / proclamaban la huelga del te quiero para siempre siempre siempre”). El reconocimiento llegaría poco a poco, y hoy esa poesía es “no prescindible”, para citar de nuevo a José Ángel Valente. “¿Qué haremos en este mundo para ser dignos de tu silenciosa obra duradera, de tu interno crecimiento esencial?”, le preguntó Neruda a Vallejo.10 La interrogante sigue abierta: ¿qué haremos?
III
¿Qué nos comunican unas líneas como éstas?
A veces doyme contra todas
[las contras,
y por ratos soy el alto más negro
[de los ápices
en la fatalidad de la Armonía.
Ah, la hermenéutica vallejiana, bienintencionada pero condenada a fracasar precisamente porque su objeto de análisis se da, a veces, contra todas las contras, y a ratos habita oscuramente el punto más alto y fatal de la Belleza —con mayúscula. Vale leerlo con un diccionario de retórica en la mano, si se quiere, a la caza de tropos y figuras, pero sólo si la otra mano está dispuesta a enlazar hallazgos instintivamente, con el olfato del oído.
La crítica especializada podrá hacer análisis forenses, alimentar listas y trazar esquemas, para decirnos, por ejemplo, que el adverbio temporal unívoco “ya” es el más utilizado por Vallejo (145 veces), pero esa información, que agradecemos, está vacía si no sentimos nosotros mismos la urgencia de una poesía que lleve por bandera ese ya.
La crítica puede decirnos que abunda un elemento óseo en la obra del peruano, “y la importancia que él mismo le atribuye como base estructural, esencial, del ser viviente”,11 pero tenemos que ver, con nuestros propios ojos, esos trajes descolgándose por sí mismos, vacantes y hasta el hueso.
Podemos también aceptar que no entendemos nada. Cuando García Lorca escuchó la línea de Rubén Darío “que púberes canéforas te ofrenden el acanto” confesó sólo haber entendido el “que”. Yo leo el poema XXV de Trilce, que comienza “Alfan alfiles a adherirse / a las junturas, al fondo, a los testuces, / al sobrelecho de los numeradores a pie” y no entiendo ni el “pie”, pero la textura sonora de “alfan alfiles a adherirse” se me adhiere por horas y poco a poco todo el poema va soltando, si no la música de un sentido, sí el sentido de una música que, lo sé, acompaña un decir desentrañable.
Como si atendiera por primera vez la comparecencia
de las cosas, naciendo siempre al mundo, la poesía de Vallejo está perpetuamente en modo asombro
ALGUNOS POEMAS YA LO DICEN todo de golpe y sin necesidad de realizar análisis ulteriores, como el impulsivo, casi primitivo XIII, que abre diciendo “Pienso en tu sexo” y propone un regreso al origen del mundo, como en el famoso cuadro de Courbet. “Palpo el botón de dicha, está en sazón”, dice el poeta tentacular, y añade que es un “surco más prolífico / y armonioso que el vientre de la Sombra”. Algo atroz se percibe ahí, y si Sylvia Plath pudo decir “he padecido la atrocidad de los crepúsculos”, con esa sangrienta muerte del sol y la conciencia, con esos colores en carne viva, Vallejo aporta al final de su poema:
Oh escándalo de miel
[de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.
¡Odumodneurtse!
Voltear “estruendo mudo” como un calcetín para entonces producir “odumodneurtse” no sólo es una búsqueda valiente de la onomatopeya del estruendo mudo, con ese énfasis fonético y plástico, sino una invitación a ingresar en la textura de las palabras y palparlas, sí, como a un botón de dicha.
La plasticidad de la sintaxis que es marca de Trilce pareciera suceder en vivo, en el tiempo ardiente de la oralidad: su dinámica es la del coloquio, la de la contradicción que sigue a la aseveración, la del contraste de lo dicho, la del rotundo no tras el confiado sí. De ese modo establece un ritmo de urgencia y constante escepticismo ante los fundamentos de la razón.
El “no” de Vallejo, igual que el “no quiero” de la Ifigenia de Alfonso Reyes (con esas “dos conchas huecas de palabras”), se resiste a ser seducido por la presión de la lógica y se rebela con gracia: “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera”, “En el rincón aquel, donde dormimos juntos / tantas noches, ahora me he sentado / a caminar”. Las imágenes son fecundas y sorprendentes: “Ese hombre mostachoso. Sol, / herrada su única rueda, quinta y perfecta, / y desde ella para arriba”, o “¿Por ahí estás, Venus de Milo? / Tú manqueas apenas, pululando / entrañada en los brazos plenarios / de la existencia”. De repente se desemboca en un poema perfecto, el XLIV:
Este piano viaja para adentro,
viaja a saltos alegres.
Luego medita en ferrado reposo,
clavado con diez horizontes.
Adelanta. Arrástrase bajo túneles,
más allá, bajo túneles de dolor,
bajo vértebras que
[fugan naturalmente.
Otras veces van sus trompas,
lentas ansias amarillas de vivir,
van de eclipse,
y se espulgan pesadillas insectiles,
ya muertas para el trueno, heraldo
[de los génesis.
Piano oscuro, ¿a quién atisbas
con tu sordera que me oye,
con tu mudez que me asorda?
Oh pulso misterioso.12
Ese pulso misterioso es el secreto de la música, de la poesía y del arte que gracias a Vallejo se comienza a sugerir, a atisbar.
SI LOS LÍMITES DEL LENGUAJE son los límites del mundo, como afirmó Wittgenstein, con su expansión poética Vallejo ha engrandecido al mundo, y lo ha hecho aceptando, y expresando, la fascinante extrañeza del cosmos que habitamos. ¿No es todo muy raro? ¿No intuimos que existe un arcano tras el velo de la normalidad, un enigma central? No se da abasto nuestro bagaje de palabras, nuestra gramática, para decir ese asombro y preguntar ¿qué?, ¿cómo?, ¿por qué? La ausencia de respuestas, o de Dios, no debe acobardarnos para formular nuevas preguntas y escribir nuevos poemas. Los lenguajes, si no son falsos, sí son necesariamente limitados, pero la arcilla de las palabras (esas “metáforas muertas”) está ahí para nuestro uso y libertad. Vallejo, un poco adánico y un poco niño, restituye a las palabras su poder original y vuelve a nombrar frescamente las cosas, sin la esperanza de hallar un Nombre único sino al contrario, entendiendo su diversidad y su constante ebullición.
Hechas de electrones en constante movimiento, inasibles, todas las cosas tienen —deben tener— un correlato lingüístico igualmente escurridizo y vivo. Dice el poeta: “Rehusad, y vosotros, a posar las plantas / en la seguridad dupla de la Armonía” (ese “y vosotros” es un aparte teatral en que nos interpela directamente a nosotros). Es un llamado a la resistencia, a no aceptar el falso equilibrio de las “parejas pares”, como recalcara López Velarde. La búsqueda nace del error y del traspié, de la singularidad (“quiero reconocer siquiera al 1”), del contrapeso en la balanza. “¡Ceded al nuevo impar / potente de orfandad!”, insiste Vallejo. El impar es 1, es 3, es triste y dulce trilce.
IV
Como si atendiera por primera vez la comparecencia de las cosas, naciendo siempre al mundo, la poesía de César Vallejo está perpetuamente en modo asombro. Es un maravilloso algoritmo (yo diría que necesario): privilegia la extrañeza, no da nada por sentado, ni la suma de 2 + 2 ni la secuencia sujeto-verbo-predicado. Por ello sus lectores se hacen inmediatamente cómplices y trabajan con él, un poco poetas, atravesados también por la sorpresa y el deslumbramiento, por el dolor.
Y si hay tanto dolor en sus poemas (“Mas sufro. Allende sufro. Aquende sufro”) es porque lo hay en el mundo, y la empatía de este poeta es franciscana, transportándose a cada uña, pelo y herida de sus semejantes, poniéndose siempre en sus zapatos, o en su zapato singular, aquella pieza impar que suele figurar después de la catástrofe. Y si su pesimismo insobornable no resulta abrumador es merced al chisporroteo de su también insobornable creatividad. En Trilce la lengua se sobrevive a sí misma y resurge con violencia, irrumpe en la superficie tranquila del habla y la enturbia, entiende que no entiende, que el mundo no es completamente inteligible por la razón y dice (sintonizando con Camus): “Absurdo, sólo tú eres puro”.
Esa turbiedad de Trilce se apaciguará con el tiempo para ofrecernos una nueva claridad, la de los extraordinarios Poemas póstumos, a los que el poeta llega después de una búsqueda difícil y honesta. Ya podrá decir César Vallejo, desde ese nuevo remanso y con un filo de esperanza del poema “Hasta el día en que vuelva”, que forma parte de Poemas póstumos:
Hasta el día en que
[vuelva, prosiguiendo,
con franca rectitud de cojo amargo,
de pozo en pozo, mi periplo, entiendo
que el hombre ha de ser bueno,
[sin embargo.13
Notas
1 César Vallejo, Obra poética, UNESCO, edición crítica en Colección Archivos, México, 1989, p. 185.
2 Op. cit., p. XVII.
3 Gonzalo Rojas, “Por Vallejo”, Del relámpago, FCE, México, 1981, p.127.
4 César Vallejo, op. cit., p. 703.
5 Idem, p. 704.
6 Idem, p. 705.
7 Federico García Lorca, Poemas en prosa, La Veleta, Granada, 2000.
8 César Vallejo, op. cit., pp. 164-165.
9 Idem, p. 725.
10 Idem, p. 642.
11 Idem, p. 222.
12 Idem, p. 222.
13 Idem, p. 342.