UNO
Esta frenética y avara arrendadora, dueña de varias casas en el pueblo, arriba al Banco Refaccionario de Jalisco con una bolsita de henequén a tope de monedas de veinte centavos. Observando a todos con desconfianza y aristocrático desdén, sobre el mostrador de una de las cajas coloca sus montoncitos de veinte monedas de cobre con la imagen de la Pirámide del Sol. Una vez ordenada la fortuna estrambótica, el paciente cajero contabiliza y hace el depósito de $222.00 pesotes, anotándolo en su desgastado carnet de ahorro, cubierto de cifras, sellos y firmas.
Cada mes, sus inquilinos están obligados a pagar la renta en monedas de tal denominación; si no lo hacen con la enloquecida morralla cobriza, La Mujer del Veinte no se tocará el corazón de las matemáticas y las leyes para lanzarlos a la calle por semejante desacato.
DOS
CUENTA Y CUENTA con los dedos de las manos y los dedos de los pies. Suma y multiplica las rentas pagadas por sus veinte casas, siete en el barrio del Nogal, cinco en Las Colonias, cuatro en el Rastro, dos en el Copal y dos más en el Rincón del Diablo. Se rasca y mesa la melena entrecana con sus uñas de garfio. Frunce el ceño —un acordeón de arrugas que se abre y se cierra—, contrariada por los números también contradictorios. Balbucea tasas de intereses y de réditos con fruición de sibarita o de glotonería de invitado a la recepción del obispo.
Solitaria en la soledad de su casona, La Mujer del Veinte está sentada en su comedor de cedro y caoba —por supuesto, para veinte personas— mientras anota y borronea las sumas y las multiplicaciones en un cuenco de agua o en un ábaco de granizo que no deja de salpicar monedas de cobre de veinte centavos.
LA PRIMAVERA
UNO
A LAS AFUERAS DEL PUEBLO, a través de un camino de tierra escoltado por cañaverales, los bañistas concurríamos a la cita semanal de una versión líquida, mundana y voluptuosa del Paraíso mientras a las lavanderas, que acudían también con su chiquihuite de ropa sucia, las aguardaba una variante bucólica de la esclavitud doméstica. Para la mayoría de los visitantes, el nombre arcádico del lugar evocaba diversión, liviandad de espíritu, promesa de una vita nuova y, por qué no decirlo, concupiscencia de cuerpos mojados y jóvenes dispuestos en una bandeja solar por las sacerdotisas de la luna.
En la entrada del balneario había una parota misántropa cuya sombra cubría las ruinas de adobe de lo que fue el casco de una hacienda productora de alcohol y piloncillo. Tras el fracaso del Plan de la Noria aquí estuvo escondido —aseguran ciertas ánimas— Porfirio Díaz en 1872. Pero luego, remontando esos escombros históricos, como si cruzáramos la línea del Trópico de Cáncer, abierto un portón de mezquite nos encontrábamos frente al verdor sinfónico de una nogalera de varias hectáreas; los follajes de sus árboles se tocaban unos a otros, situación ideal para encaminarse hasta el bosque del cerro de Tequila —viaje de quince kilómetros sin tocar el suelo—, siguiendo el ejemplo de las escaramuzas sexuales de las ardillas, esas sobrinas políticas del barón Cosimo Piovasco.
Una tarde con diablos borrachos, los empleados osaron abrir el portón a las muchachas del Flamingos Night Club
Alimentadas por un pozo artesiano conectado tal vez a un glaciar, había dos albercas frías como los labios azules de la Parca: la chica, dedicada a los niños de salvavidas y a los que no sabíamos nadar ni siquiera “de perrito” y la grande, auténtica fosa abisal donde nadadores y clavadistas expertos se disputaban en cada lance el cuadro de medallas de Moscú 1980.
Estaba además un corredor de lavaderos montado sobre un canal de agua —a modo de una pileta cambiante y única— donde la jícara de las lavanderas se hundía una y otra vez sin lograr agotarlo. Yo, curioso irredento, con el pretexto de recolectar nueces caídas entre los hierbajos, me asomaba a sus conversaciones de espuma. Con las notas del agua corriente, algunas cantaban boleros de Los Tres Ases o rancheras de Lucha Villa mientras tallaban, enjuagaban y exprimían culpas, arrepentimientos, ilusiones, venganzas, hastíos, llantos, nostalgias, cobardías…
Una tarde de verano con diablos borrachos y pendencieros, los empleados de La Primavera osaron abrir el portón de mezquite a las muchachas del Flamingos Night Club. Mientras se reponían del soponcio y la vergüenza, un grupo de señoras y señores, representantes espontáneos de la Liga de la Decencia, comenzaron a insultar a las meretrices que ya flotaban en paños menores con gracia de toninas de ríos amazónicos, de serpientes de agua y de ninfas asediadas por todos nuestros ojos.
Con un bikini a punto de desbordarse de lonjas y celulitis, el dedo gordo del pie probando la temperatura de la alberca, Heidi, una mulatona llegada de tierra caliente, con sólo un gesto desarmó a los detractores iracundos y mojigatos. De un tirón procaz, sus dedos índice y pulgar desataron el nudo del sostén para liberar, como golpe de magia, sus pechos de nodriza —delfines inquietos y papayas rotundas— de los que brotaron chorros de leche que salpicaron a toda la concurrencia.
DOS
EN LOS LAVADEROS de La Primavera, las muchachas del Flamingos Night Club suspenden la colada porque una llovizna de tizne ensucia sus sábanas públicas y sus ropas íntimas tendidas al sol. Sin responsabilizarse de daños colaterales, los cañaverales arden en plena zafra. Como maná o copos de nieve caen, aquí y allá, briznas de ceniza. Con el dorso de las manos quieren desprender las motas carbonizadas y empeoran la situación: la ceniza se expande en el algodón de sus bragas y sostenes como una mancha de vileza y condena. Mientras las de “la vida alegre” lloriquean y maldicen por vivir en esta Sodoma venida a menos, las lavanderas de buena casa sacan espuma nívea a los calzoncillos de bragueta abotonada de sus maridos y de sus hijos, todos ellos machos cumplidores, amorosos y fidelísimos.