El secreto de Javier Marías

El amplio corpus narrativo que integra la rama sustancial de la obra de Javier Marías, el escritor español recientemente fallecido, forma un conjunto que invita a la polémica tanto como al abordaje en profundidad. Eso propone el ensayo que en las siguientes páginas revisa las estaciones fundamentales de su novelística. Una tarea sin duda exigente, que lo sitúa en su tiempo y nos muestra los atributos de un autor que al desplegar su estilo entre los desdoblamientos del lenguaje hizo del diálogo el recurso de una indagación incesante.

Javier Marías (1951-2022). Fuente: facebook.com

Javier Marías (1951-2022) fue un novelista de un tema, de un estilo y de un tiempo. Es mucho. Su caso es excepcional, considerando que la mayoría de los novelistas deambulan por tramas inconexas sin lograr centrarse con claridad en un asunto, practican una escritura eficiente que reniega de la noción misma de estilo y no logran aprehender —ya sea para confrontarla o para plegarse a ella— la época que les tocó vivir. Otro asunto es que el tema resulte interesante, el estilo guste y entre en conflicto la relación con el presente. Por supuesto, aquí entra en juego la invitada no deseada de la crítica literaria contemporánea: la subjetividad. Pero la escritura de Marías es tan personal que exige un acercamiento de esta índole, pues para abordarla no basta el puñado de categorías supuestamente objetivas que se emplean para analizar cualquier novela correcta. La obra de Marías obliga a posicionarse y tomar partido, lo cual constituye un acto de entrega a la literatura, a la que restaura como el reino de la subjetividad.

No cabe duda de que fue el novelista de su tiempo en España: no el tiempo más interesante, pero sí el más feliz. Con un franquismo que los españoles insistían en considerar lejanísimo y con los sobresaltos de la transición ya superados, España podía genuinamente sentirse por fin un país europeo en toda regla —sentimiento que encontró su respaldo burocrático con la entrada a la Unión Europea en 1986. En este contexto, la obra del madrileño se volvió inmensamente popular, a la par que recogía un inmediato reconocimiento crítico, con la excepción de dos o tres voces de pronto envejecidas y ridículas, encabezadas por Francisco Umbral, que vieron en el fulgurante éxito del nuevo novelista, con razón, la losa que las sepultaba junto con la bohemia anticuada de los cafés Gijón y la alegría grasienta de los bares más castizos.

LA OBRA DE MARÍAS era compleja pero comprensible; rehuía cualquier conflicto social para instalarse en las pequeñas tragedias de la vida privada; retrataba una clase media alta de un aspiracionismo razonable; transitaba siempre en escenarios prestigiosos, ya fuera en Madrid o Europa; estaba llena de alusiones de la más alta cultura; confirmaba la elegancia de su estilo con una abundancia de términos rebuscados; reafirmaba su cosmopolitismo a la mínima excusa, y rompía, sin lugar a dudas, con la tradición de la novela española. Es decir, tenía todo para triunfar en una España que, ahora sí, se podía dar el lujo de dejar de ser España.

De hecho, si hay un rasgo que contrasta la obra de Marías con la de sus antecesores y contemporáneos es la liberación o el abandono, como se prefiera, de la noción de España como problema, como destino o como catástrofe. Sus personajes se mueven por una España sin conflictos, más allá de las rencillas que existen en todas las familias, de las rupturas amorosas que siempre sientan mal o de los problemas de salud, pues nadie está exento de un susto.

Anglófilo por accidente y vocación —Javier vivió parte de su infancia en Estados Unidos, en el exilio de su padre, el filósofo Julián Marías—, pero más thatcheriano que shakesperiano, el madrileño, que lo mismo podía ser parisiense, bostoniano o berlinés, creó una novela sin sociedad. De pronto esta última parecía un recurso literario pasado de moda, tan sólo un decorado útil para entretener a los personajes de Barea o Baroja, pero artificial o artificioso en un mundo en el que, como sentenció la Dama de Hierro, sólo había hombres y mujeres individuales y, para hacer una pequeña concesión, familias.

Ni siquiera puede afirmarse que javier Marías
haya dado la espalda a la sociedad o a la historia españolas; solamente las ignoró. Esto lo distinguió de sus contemporáneos, ligados a la tradición más por provincianismo que por convencimiento

Ni siquiera puede afirmarse que Javier Marías haya dado la espalda a la sociedad o a la historia españolas; solamente las ignoró. Esto lo distinguió de la mayoría de sus contemporáneos que parecían seguir ligados a la tradición, más por provincianismo que por convencimiento, a diferencia del cosmopolita Marías, el primero en instalarse cómodamente en la versión peninsular del fin de la historia. De esta forma, mientras novelistas abiertamente sociales como Belén Gopegui, Isaac Rosa o Rafael Chirbes exploraban las fisuras del nuevo tiempo, y otros como Almudena Grandes, Javier Cercas o incluso Antonio Muñoz Molina emprendían una revisión de la historia de España, Marías se acomodaba triunfal en su presente y se erigía como el gran novelista que, al fin, había podido abandonar el costumbrismo, la corriente más rica pero también la más limitante de la novela ibérica desde Galdós, cuya vigencia se confirma por el hecho de que los españoles aún no se ponen de acuerdo sobre qué hacer con él, si admirarlo o denostarlo.

Pero abandonar España no era necesariamente la única manera de abandonar el costumbrismo; es más, quizás era la forma de darle un poco de aire y perpetuarlo. Marías no fue el primero en sentir España como un peso; basta pensar en ejemplos como el de Juan Goytisolo y su genealogía intelectual para mostrar que había otros caminos para separarse del discurso más convencional del casticismo. Harto de la España heroica y apolillada, Goytisolo entendió que esa imagen, más que una esencia, era una máscara, y se sumergió en la historia, la geografía y la literatura de su país para descubrirlo y reinventarlo, en su caso, con la reivindicación de la España árabe y de la ilustrada, de la que ni el franquismo, ni la transición ni la España de la Unión Europea tenían muchas ganas de hablar, conformes con concebir el pasado como un inmenso periodo monolítico de épica o de oscuridad, según conviniera, con tal de no problematizarlo.

A DIFERENCIA DE GOYTISOLO, quien convirtió el rechazo de la España impuesta para, mediante la apertura al mundo, reinventar la propia nación, Marías se contentó con una crítica superficial y malhumorada para justificar, como si tuviera que hacerlo, su anglofilia. A Marías le molestaba que los españoles tuvieran una pésima pronunciación al hablar inglés o que fueran muy ruidosos, no como sus personajes, que son gente de mundo.

Ellos hablan idiomas, trabajan como intérpretes en el Parlamento Europeo en Bruselas o las Naciones Unidas en Nueva York o como profesores en Oxford, coleccionan arte, discuten sobre a cuál buen restaurante madrileño o londinense irán a cenar, visten de Armani, conservan modales de gente bien a la vez que son gente de su tiempo, van de compras por el barrio de Salamanca y de juerga a las discotecas de moda, mantienen citas románticas en el Museo de Ciencias Naturales, apuestan en el hipódromo, tienen contactos en cualquier ámbito y con un par de llamadas consiguen cualquier favor.

Javier Marías

Es verdad que nunca son parte de la verdadera élite, sino que medran a su alrededor, más por una cuestión de elegancia que por la imposibilidad de pertenecer a ella: ni siquiera tienen la urgencia económica del arribista, sino que lo suyo es la displicencia de quien se puede dar el lujo de despreciar el mundo al que pertenece. Son personajes situados entre el nuevo rico y el aristócrata aburrido, tal como se soñó la España de principios de siglo, al fin capaz de asumir un nuevo papel y dejar atrás al hidalgo venido a menos que representó por siglos.

Los personajes de Marías se parecen demasiado, y el hecho de que reaparezcan de novela en novela puede resultar confuso. Balzac inventó el procedimiento de hacer saltar a los personajes de una obra a otra para mostrar la tensión de la sociedad francesa de la primera mitad del XIX y Onetti lo utilizó para poblar su fantástica y fantasiosa Santa María; el español, en cambio, parece hacerlo sólo por capricho, pues además de que son intercambiables, tanta casualidad y acción llega a ser inverosímil: a nadie pueden pasarle tantas cosas. Falsificadores de arte devenidos en asesinos y profesores de literatura que se convierten en espías van de novela en novela, lo mismo que mujeres llamadas Luisa que, llegados a un punto, uno ya no sabe si son la misma con una vida multiplicada o si son varias con una simple coincidencia nominal.

En todo caso, mejores o peores, con buena o mala suerte, es fácil identificarse con ellos, pues en última instancia podrían ser cualquiera, o el cualquiera que se deseaba ser en los noventa: alguien con medios y una vida interesante, alguien exitoso y soportablemente cínico, culto de cuna pero con algo de talento, que liga siempre en el bar. Los pícaros, los quijotes, los soñadores, los pobres, los arribistas, los arruinados, los exiliados, los derrotados y los poderosos no forman parte del universo de Marías, ni formaron parte del imaginario de los mejores años de la globalización y la democracia liberal.

LO ANTERIOR NO SIGNIFICA que la novela esté obligada a coquetear con el panfleto ni tampoco que deba leerse en clave nostálgica del realismo socialista o de la novela social, tan practicada en España. Sin embargo, el género siempre ha enfrentado al individuo con la sociedad, ya sea en su desesperación por insertarse en ella (Stendhal y Proust), por soportarla (James y Vargas Llosa) o por abandonarla (Kafka y Woolf). En los personajes de Marías, por el contrario, prima la complacencia por su entorno, en consonancia con esas décadas inocentes, soberbias y convencidas de ser el mejor de los mundos posibles, que van de la integración de España a la Unión Europea a la gran crisis financiera, en las que Marías escribió lo mejor de su obra.

La comparación es injusta por desmesurada, pues quién daría la talla ante los autores mencionados, pero es la que merece Marías, cuyo proyecto literario se mide con los más grandes. Por otra parte, paradójicamente, es también verdad que dio en el clavo al despojar a su obra de cualquier contenido social, justo en una época que lo aborrecía. A fin de cuentas, un clásico es entre otras muchas cosas un libro que capta como ningún otro el signo de su tiempo, y de la misma forma inesperada en que el latino-americanismo derivado de la Revolución cubana pobló Macondo o que la miseria de la Gran Depresión recorrió los caminos de Las uvas de la ira, el optimismo de la España europea quedó plasmado en las novelas de Marías.

Esa huida del costumbrismo también concernió lo lingüístico, y aquí sí de manera deliberada. Nada asustaba más a Marías que pasar por un costumbrista, como el garbancero de Galdós, de quien sus descendientes más asustadizos escapan aterrados. Pero la otra cara del costumbrismo, también con una larga historia en España, como en su tiempo lo denunció Darío, es la grandilocuencia, a la que Marías, al igual que su maestro Juan Benet, nunca le hizo el feo.

En realidad, fuera cual fuera su origen, el empeño estilístico y su construcción retórica más que intuitiva es
de agradecer en la literatura española, cada vez más industrializada, en cuya prosa el arte brillaba por su ausencia

Hay una anécdota que resume esta actitud, contada por él mismo en el ensayo que dedica a Benet en Literatura y fantasma (1993). Tras la lectura de una de sus novelas, Benet le criticó una frase por contener una palabra que consideraba insoportable: “Era la hora imprecisa y variable en que los perfiles de los edificios fuliginosos adquieren en las ciudades una aureola de cárdeno, mientras la masa inmóvil y recortada del firmamento conserva todavía intacta su negrura”. Contra todo pronóstico, el término criticado no era “fuliginosos” (“denegrido, oscurecido, tiznado”, según consulto en el diccionario de la RAE para enterarme de qué significa dicho adjetivo), sino “cárdeno”, pues dicha palabra, según le enseñó Benet, era de origen taurino, por lo que había que evitarla a toda costa, a riesgo de parecer castizo o provinciano.

No deja de haber una sana autocrítica en la anécdota, pero eso no significó que Marías abandonara ese estilo edificado en el rebuscamiento léxico con tal de no pasar por un novelista plebeyo. En realidad, fuera cual fuera su origen, el empeño estilístico y su construcción retórica más que intuitiva es de agradecer en una literatura, la española, cada vez más industrializada, en cuya prosa el arte brillaba por su ausencia. Entre libros escritos con una prosa funcional y eficiente, la de Marías tenía pretensiones de gran estilo, y sinceramente ignoro si, en los tiempos que corren, es posible alcanzarlo sin caer en la pomposidad.

ESE ESTILO, literario hasta la médula en el mejor y también en el peor sentido del término, también se caracterizó por la frase larguísima y por la digresión, rasgos que marcan sus páginas. En sus mejores momentos, la frase extensa adquiere estatuto musical, casi dramático, y responde a la complejidad de un instante, una acción o un sentimiento en los que se cruzan diversas posibilidades y sospechas, aglutinados en una simple oración que quiere dar cuenta de los distintos senderos que se inauguran o clausuran. En sus peores momentos, por el contrario, la frase extensa luce artificial, un alarde de falsa subordinación que no responde a la avalancha de sentido, sino tan sólo a la maña de no poner punto y seguido. En todo caso, el estilo de Marías sigue generando fervientes adhesiones y rechazos airados, como lo hizo desde un principio cuando sus críticos más desconcertados lo acusaron, a saber con qué fundamento, de escribir en una sintaxis inglesa, insulto que Marías en el fondo se tomaría por un elogio.

¿Y qué cuenta ese estilo? Cuando más luce, cuando Marías es más Marías, es cuando menos cuenta y, en su lugar, se pone a discurrir sobre el mismo acto de narrar. El gran tema de Marías son las motivaciones y las consecuencias de narrar, lo que da vida a sus personajes y, en última instancia, a nosotros mismos. La vida de varios de sus personajes transcurre entre dos momentos centrales: el realizar determinada acción y el momento de poder narrarla, o sea, rememorarla, recrearla y sepultarla. Entre ambos momentos pueden pasar décadas, como le sucede al padre del protagonista de Corazón tan blanco (1992), o unos pocos días, cruciales y trágicos, como al viudo de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), o incluso saltar de la ficción a la realidad, como le pasa al escritor de Todas las almas (1989), cuando en Negra espalda del tiempo (1998) se ocupa de los efectos impensados que tuvo la escritura de la novela. Sea como sea, la segunda acción, la de narrar, resulta más determinante, y los hechos que la hacen posible quedan sólo como un requisito para poder narrar. Quien narra, quien sabe cuándo contar y a quién, y cómo hacerlo y para qué, lleva siempre las de ganar, como reflexiona el protagonista de Corazón tan blanco, a quien un hombre busca para cometer una venganza, que consistirá simplemente en narrarle una historia:

Juan Benet (1927-1993).

“El que cuenta suele saber explicarse”, pensé, “contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos”. También pensé: “Hasta puede uno caer en gracia si cuenta”.

Incluso sus mejores novelas podrían verse como construcciones elaboradas para que sus personajes puedan narrarse, y no siempre a quien creen. En un recurso replicado en varios textos, de la mencionada Corazón tan blanco a Los enamoramientos (2011), algún personaje escucha oculto, tras una puerta, una larga confesión que no iba dirigida a él. De esta forma, los secretos se superponen, pues entonces al secreto inicial hay que añadir el de la persona que sabe, mientras que la otra ignora que ya sabe. La vida se convierte así en una serie de ocultamientos y revelaciones, de decires y silencios, de versiones y de variaciones que, fatalmente, siempre que esclarecen algo oscurecen otra cosa más. “El matrimonio es una institución narrativa”, lanza un personaje en lo que es una de sus citas más célebres, pero no sólo por lo que los esposos se cuentan, sino, como muestra la novela, también por lo que deben aprender a ocultarse, pues la verdad puede resultar no simplemente dolorosa, sino insoportable.

LO ÚNICO TAN MISTERIOSO y tan determinante como las consecuencias del acto de narrar son sus motivaciones. ¿Por qué contar? Todos los personajes de Marías se mueren de ganas de contar su historia, incluso si esto les resultará comprometedor. El personaje de Mañana en la batalla piensa en mí acecha y persigue a los familiares de la mujer a la que dejó muerta en su departamento sólo para poder contarles su versión de esa muerte, incluso si esto lo convierte en un ser repugnante. Contar implica dar sentido a los hechos pero también liberarse de ellos, como consigue el padre del protagonista de Corazón tan blanco tras confesar su crimen; contar permite rescatar la propia vida del olvido, pero también pasar al siguiente capítulo, como afirma el narrador de Todas las almas al cuestionarse por qué consigna su estancia más bien gris en la ciudad de Oxford:

Fue aquella noche cuando me di cuenta de que mi estancia en la ciudad de Oxford sería seguramente, cuando terminara, la historia de una perturbación; y de cuanto allí se iniciara o aconteciera estaría tocado o teñido por esa perturbación global y condenado, por tanto, a no ser nada en el conjunto de mi vida, que no está perturbada: a disiparse y quedar olvidado como lo que las novelas cuentan o como casi todos los sueños. Por eso, estoy haciendo ahora este esfuerzo de memoria y este esfuerzo de escritura, porque de otro modo sé que acabaría borrándolo todo. También a los muertos, que son la mitad de nuestras vidas, aquello que compone la vida junto con los vivos, sin que en realidad sea fácil saber qué separa y distingue a unos de otros; quiero decir, a los vivos de los muertos que hemos conocido vivos. Y acabaría borrando a los muertos de Oxford. Mis muertos. Mi ejemplo.

De este tema principal se desprenden otras de sus obsesiones, como la del secreto, o la de vivir sabiendo o ignorando, o la de la intromisión de la ficción en la realidad, de la mano, claro, de los efectos del narrar, ya sean voluntarios o incidentales. Y también de este tema se derivan algunas de las mejores acciones de sus novelas, que en realidad son diálogos.

Por ejemplo, en Corazón tan blanco, en una reunión de dos jefes de Estado europeos, el intérprete decide inventar lo que traduce para animar la conversación y de paso impresionar a la otra intérprete que está allí para supervisar su trabajo. O en Mañana en la batalla piensa en mí, el protagonista contrata a una prostituta convencido de que se trata en realidad de su exesposa, y el diálogo que se entabla entre una prostituta y su cliente se torna, también, en el de un cliente que sabe que la prostituta es su exesposa y en el de una prostituta que reconoce en el cliente a su exmarido; ambos, sin embargo, fingen no haberse dado cuenta. Tanto el fondo como la acción misma de las novelas gira en torno al hecho de narrar, pero no visto como un arte, sino como una condena y una tabla de salvación, gracias a que al narrar uno confirma quién es y a la vez abre la posibilidad de ser otro.

LO ÚNICO tan misterioso y determinante como las consecuencias del acto de narrar son sus motivaciones. ¿Por qué contar? Todos los personajes de Marías se mueren de ganas de contar su historia, incluso si esto les resultará comprometedor .

RESULTA COHERENTE que, al dotar de tanta importancia las implicaciones del narrar, los personajes de Marías se dediquen a cuestiones lingüísticas, pero siempre de una forma lateral o anómala. Al ya mencionado intérprete que tergiversa los diálogos de sus interpretados para animarlos, habría que agregar al protagonista de Mañana en la batalla piensa en mí, guionista de series que nunca será filmadas y escritor de discursos que nunca serán pronunciados; al protagonista del cuento “Mala índole”, quien debe asesorar a Elvis Presley para sus intervenciones en español en una película filmada en Acapulco, o a la narradora de Los enamoramientos, editora que más bien se dedica a satisfacer las excentricidades de algunos escritores.

Esto les permite mantener una relación puntillosa, casi paranoica con el lenguaje, y ver en cada giro idiomático una intención. Sorprende, sin embargo, que con tal sensibilidad lingüística Javier Marías sea un escritor de un solo registro, y que, salvo por la intromisión de algunas groserías o de algún modismo, todos sus personajes hablen igual, idéntico que sus distintos narradores, sin importar si son profesores de literatura, un espía inglés, el rey de España, una prostituta madrileña o un matón mexicano. Pero, de nueva cuenta, supongo que preocuparse por tales minucias sería propio de un escritor costumbrista, cuyo mayor mérito fuera el de reproducir el habla de los bajos fondos o de las altas esferas, y no de un novelista con todas las de la ley.

TODOS LOS ESCRITORES merecen ser recordados por sus mejores obras, y las mencionadas en este texto son, a mi criterio, las mejores de Javier Marías. En ellas, se consigue una armonía entre un estilo único, puesto al servicio de un gran tema, contextualizado en un tiempo preciso. La conjunción feliz de estos tres elementos se acerca mucho a la definición de literatura, y qué duda cabe de que la de Marías lo es. Sus novelas son la puesta en escena de la importancia y la extrañeza del acto de narrar y, a la vez, le sirven de excusa a sus narradores para reflexionar sobre la naturaleza de su oficio.

Si antes afirmamos que los personajes de Marías son intercambiables, sobre todos ellos sobresale uno, ése sí inconfundible e inolvidable: el narrador de sus novelas, materializado en distintas voces que acaban siendo una primera persona obsesiva y paranoica, ambiciosa en cuanto quiere saberlo todo y resignada a nunca conseguirlo. Y en ese afán y esa imposibilidad se le van la vida y la novela, en un empeño casi trágico por seguir narrando, como venganza contra el olvido y la realidad.

A diferencia de Ana María Matute o de Max Aub, que sí lo fueron, Javier Marías no fue Sherezade; él fue, en cambio, el fantasma que antes y después de la visita al sultán le susurra un secreto al oído: "cuenta".

Javier Marías