Entre las zonas que distinguen la trayectoria de José Woldenberg hay una franja muy nutrida que incorpora su goce, en particular, de la literatura y el cine. No me detengo aquí en las incontables páginas ni en su trabajo sobre un amplio repertorio de temas sociales y políticos que lo identifican ampliamente, desde la militancia en el sindicalismo y los inicios de la izquierda partidaria hasta su gestión, de 1996 a 2003, como consejero presidente del IFE (antecesor del INE que hoy, con el apoyo de una parte de la ciudadanía, se encuentra bajo la metralla del régimen). En cambio, me concentro en algunos de los muchos textos que ha dedicado a ciertos escritores, ciertas obras que perfilan el mapa de sus afinidades y registros.
Falta decir que en Woldenberg esta vertiente no puede disociarse del ámbito político y social: por el contrario, el diálogo de esas instancias —con sus reflejos, conflictos, consecuencias— hace posible, tal vez, integrar un sentido de la experiencia humana. En el abanico de sus lecturas, así como en sus escritos, insiste en el reconocimiento de la diversidad social como un principio civilizador capaz de contener el fanatismo y la barbarie. Los libros pueden ser vasos comunicantes donde la diferencia abre el espacio de la imaginación creadora que, aunada a la potencia de la crítica, el disenso, permite comprender, incluso superar los desafíos que depara un destino personal o colectivo.
Añado la evidencia de que en su gusto por la literatura encuentra una libertad irrestricta, cuyos hallazgos cuestionan las pautas más arraigadas y recrean las manifestaciones más radicales de la excentricidad, la rebelión, la ruptura de las normas. También ensayan la búsqueda de alternativas, afrontan las ilusiones perdidas, intentan recuperar una presencia o un recuerdo, porque los libros son ante todo el bastión de la memoria, el recurso primordial de la inteligencia y sensibilidad.
De tal modo que no se trata de una zona al margen de sus intereses: más bien forma parte de una concepción orgánica, integrada a su pensamiento político y social. Consta en los cientos de artículos que ha publicado en revistas y periódicos a lo largo de más de cuatro décadas, así como en más de veinte libros individuales e innumerables volúmenes colectivos —se dice fácil. En el conjunto, historia, política y literatura conviven sin excluirse entre sí. No podía ser de otra manera.
PODEMOS SEGUIR EL RASTRO, no sólo en su abundante hemerografía. Hay una selección en su libro Nobleza obliga (Cal y arena, 2011) que ayuda a dibujar el mapa, mediante un conjunto de “semblanzas, recuerdos, lecturas”, según apunta el subtítulo del volumen. Además de Sergio Pitol y José Emilio Pacheco, incluye textos sobre Octavio Paz y Carlos Monsiváis,1 bajo la luz de lo que hace unos años se llamaba izquierda, hoy desfigurada entre la confusión y la demagogia. En ese contexto —que arroja luz a nuestros días—, vale la pena recordar lo que señalaba Woldenberg a propósito de Paz. Lo cito:
... reclamaba una concurrencia más decidida de la izquierda, porque quizá como nadie Paz insistió en que la única desembocadura digna que tenía México era la de la democracia... que permitiría la coexistencia de la diversidad política... Siempre y cuando la izquierda asumiera sin dobles lenguajes ni falsos compromisos su adhesión a la democracia (pp. 116-117).
Hay una especie de complemento en Carlos Monsiváis, en quien encuentra una curiosidad inagotable, una percepción afilada de su tiempo y una mirada novedosa para observar la incipiente modernidad de México. Dueño de un “conocimiento oceánico”, opuesto al creciente “autoritarismo cubano”, defensor a su vez de la diversidad social, Monsiváis cruzaba todas las fronteras entre la cultura con mayúscula y la popular, hasta consolidar una voz que incorporó el humor o el sarcasmo como “un afinado mecanismo de protección”, al tiempo que “defendía los derechos de las minorías: religiosas, sexuales, políticas”, en favor —cito— de “una izquierda democrática” (pp. 127-129).
En un balance provisional, más allá de la tolerancia, la convivencia civilizada con lo ajeno y diferente vincula los territorios que conjuga José Woldenberg
EL HUMOR APARECE como una veta corrosiva, capaz de paliar adversidades, así sea en un simbólico ajuste de cuentas que desborda los cauces vigentes de la razón. Así lo demuestra su lectura de Jorge Ibargüengoitia —a cuya narrativa consagró un largo ensayo, publicado en dos ediciones de El Cultural (núms. 260 y 261, 18 y 25 de julio de 2020)—, donde el aguijón de la ironía reivindica la risa frente a situaciones atroces, mientras subraya la mezquindad o complacencia de un mundo aliado sin reservas a la comedia de la estupidez humana, en todo su esplendor y esperpento. Pero en vez de capitular ante las ruinas que vemos, el humor funciona como un antídoto que, aun efímero, evidencia la cerrazón, el ridículo del orden establecido entre las palabras y las cosas.
En los relatos de Groucho Marx que comenta en Nobleza obliga advierte además “una subversión de la lógica” que dinamita el sentido común, la racionalidad al uso. Va de muestra este breve intercambio con Chico Marx, citado por Woldenberg:
Groucho: ¿Se puede saber por qué canta?
Chico: Sólo para matar el rato.
Groucho: Pues ha encontrado usted un arma de primera (p. 149).
TAMBIÉN ESTÁN los desplazados, desterrados por conflictos y tiranías cuyos estragos dejan huella en sus obras. Algunos padecieron el exilio, como una secuela de la catástrofe bélica y política de Europa durante el siglo XX. Todos comparten formas múltiples de extrañamiento frente a un paisaje en ruinas, cuyas opciones vitales muchas veces resultan insatisfactorias, o bien indagan en la opresión y los yugos, a menudo asesinos, que documentan los infiernos terrenales.
Las grandes guerras del siglo XX desataron la barbarie que puso contra el paredón la herencia cultural y humanista de Europa. Hay un caso paradigmático en Czeslaw Milosz, el poeta de origen lituano cuya crítica al estalinismo lo obligó al exilio en 1951, hasta llegar a su residencia en Estados Unidos, donde a la vuelta de las décadas recibió el Premio Nobel, en 1980. Con el tiempo regresaría a su tierra natal, arrasada por la trituradora del totalitarismo. A lo largo de su vida —cito a Woldenberg en Nobleza obliga—, el poeta
... cruzó dos guerras mundiales, la desaparición y reconstrucción de Polonia, su esperanza en el comunismo y su desencanto radical que lo llevó al exilio. Una vida y una obra elocuentes de las catástrofes que marcaron al siglo que se fue... Su reconstrucción del pasado es su coraza frente al presente y el futuro; su memoria, la única manera de hacerle frente a lo incomprensible; su literatura, un intento por sacudirse la desgracia (pp. 182-183).
También aborda el punto de vista de Vladimir Nabokov (Nexos, septiembre, 1987), orillado a su vez al exilio en Estados Unidos por el ascenso y la persecución del poder soviético, un Estado que, como él mismo apunta en su Curso de literatura rusa, “no puede tolerar la existencia de la búsqueda personal, del coraje creador, de lo nuevo, lo original, lo difícil, lo extraño”. En semejante circunstancia, “Nabokov no podía resistirse a ‘ese respiro que es la ironía’ ni ‘a ese lujo que es el desprecio’”, ni mucho menos renunciar —en sus propias palabras— al “agudo placer de irritar al gobierno y reírse de él de mil maneras sutiles, deliciosamente subversivas, que la estupidez gubernamental era totalmente incapaz de controlar”.
Sin embargo, algunos optaron por el suicidio. Un destino singular es el de Sándor Márai —el prodigioso narrador húngaro que terminó con sus días a los 89 años, en la soledad y el exilio de San Diego, California—, a quien Woldenberg dedica un artículo en Nexos de julio de 2019 (en contraste con Milosz, por cierto, Márai vivió su final en el abandono y olvido). Nobleza obliga recoge también el camino seguido por William Styron para transitar por la orilla de ese desfiladero —el suicidio—, del que logró salvarse gracias a una coincidencia casi milagrosa, recuperada en un título elocuente: Esa visible oscuridad. Memoria de la locura.
OTRO DE SUS AUTORES más apreciados, Philip Roth, debió lidiar con su condición de escritor judío y al mismo tiempo estadunidense —a la par de su propio temperamento. En un texto a manera de obituario (también publicado en El Cultural, número 151, 2 de junio, 2018), detalla que una línea de su obra refleja “las tensiones, convergencias, desencuentros y encuentros entre el flujo migratorio judío y sus descendientes y el mundo americano”. En Roth, ese origen —precisa Woldenberg— aparece como “una nube que acompaña su existencia y que modela buena parte de su paranoia, en el entendido de que los paranoicos en ocasiones tienen razón”. Por lo demás, en ese mismo texto cita la entrevista que le hizo Roth a Milan Kundera en 1980, quien expone esta valoración que bien completa el cuadro:
Una novela no afirma nada: una novela busca y plantea interrogantes... La estupidez de la gente procede de tener respuesta para todo. La sabiduría de la novela procede de tener una pregunta para todo... El novelista enseña al lector a aprehender el mundo como pregunta... La gente prefiere juzgar a comprender, contestar a preguntar. Así, la voz de la novela apenas puede oírse en el estrépito necio de las certezas humanas.
En un balance provisional, más allá de la tolerancia, la convivencia civilizada con lo ajeno y diferente vincula los territorios que conjuga José Woldenberg. El sustento radica en situar “los valores éticos por encima de las conveniencias políticas”, un atributo que lo ha convertido “en una rareza del mundo político y literario de nuestro país”, como apuntó Mario Huacuja (Nexos, julio, 1998).
RECUERDO SU INCURSIÓN como el novelista, hace tres décadas, de Las ausencias presentes (Cal y arena, 1992). Años más tarde, en 2007, publica bajo el mismo sello El desencanto, una memoria novelada sobre la ruta de un colega militante, a quien sigue desde sus inicios en el sindicalismo universitario hasta la decepción final, ante los sinsabores de nuevas luchas políticas —también acompañadas por el cine y las lecturas. El trayecto incluye al narrador como un testigo que además participa en el relato.
Me concentro en Las ausencias presentes, donde recrea precisamente el exilio de una familia de herencia judía, orillada a emigrar a nuestro país, así como su adaptación y eventual integración a la sociedad, la cultura y el paisaje mexicanos, sin despojarse de su identidad, su idioma —el idish— y sus costumbres.
El proceso se acompaña de un periodo fatal: el surgimiento y auge del nazismo, “veinte años después” de la llegada de la familia. Entonces, su protagonista acude a recibir y orientar a los nuevos perseguidos judíos que acaban de desembarcar en el puerto de Tampico, luego de escapar al exterminio nazi. Desde su convicción o su fe, el personaje considera si “es posible olvidar el Holocausto” y cuestiona —cito—:
¿Cómo explicarlo? ¿Por qué sucedió? Son preguntas sin respuestas. La magnitud sobrehumana de la barbarie me remite a Él, aunque tampoco encuentro siquiera un esbozo de luz. El exterminio planificado, la degradación reiterada, lo infrahumano como norma, tomaron asiento y eso sólo puede seguir arrojando pus a la memoria (p. 29).
De modo irremediable, el pasado se fija como “un tatuaje en la memoria”. Los perseguidos deben afrontar la amenaza y asumir un desafío que se desenvuelve en una situación límite. Sin embargo, para sus víctimas no hay más alternativa que “una fuga hacia la esperanza. No quemamos nuestras naves, porque no había naves qué quemar. Era una apuesta al futuro sin boleto de regreso posible” (p. 98).
La fortaleza y desgracia que acompañan semejante apuesta involucran la certeza explícita de que cada individuo “pertenece a algo, es parte de una comunidad más vasta... Sólo la extrema arrogancia erige al hombre por encima de sus iguales, porque el individuo no es más que la gota de agua de un río caudaloso” (p. 43).
En esa identidad comunitaria o compartida hay lugar para los renegados, los incrédulos. La conclusión de la historia destaca algo “connatural” o propio de las sociedades: consiste en “sus profundas diferencias”, cuya riqueza está llamada a resistir el camino de la opresión y el dogma. El ciclo cierra en el punto de partida, donde los libros se confirman como el resguardo de la memoria, el conocimiento, la imaginación y la crítica.
Nota
1 En un título posterior, Así suele ser la vida (Cal y arena, 2017), reúne otros escritos en torno a obras y autores mexicanos, entre ellos Gabriel Zaid, José María Pérez Gay, Luis González de Alba y José Joaquín Blanco.