Francisco González León

La sosegada exaltación de un mundo

Ramón López Velarde es el dueño de la provincia mexicana: las vírgenes y calles, las escenas cotidianas, los altares y conflictos carnales puestos en verso por el zacatecano son referentes por antonomasia. Sin embargo su contemporáneo, Francisco González León, recrea paisajes similares, como cuando apunta que “acompañadas por el armonio, / cantan las Monjas Sacramentarias, / enigmáticas y solitarias”. José Filadelfo comenta aquí su poesía, relativamente olvidada, que bien amerita una revisión.

Estatua del poeta en su natal Lagos de Moreno.
Estatua del poeta en su natal Lagos de Moreno. Fuente: lagos-de-moreno.blogspot.com

Una manera de traer al presente la —más o menos olvidada— obra principal de Francisco González León (1862-1945), Campanas de la tarde (1922), es recuperar lo que dijo sobre ella José Emilio Pacheco en la Antología de Poesía Mexicana I: 1810-1914 (1979): “Francisco González León produce sin que nadie se dé cuenta uno de los mejores libros de la poesía mexicana: Campanas de la tarde. Habla simplemente de su soledad de boticario y de todo lo que se gasta y muere en viejas casas a punto de ser derruidas”. Más adelante agrega que es “el poeta más íntimo y entrañable de la literatura mexicana”.

Aunado a la espléndida fraternidad impresionista en que se fundamenta la actitud del poeta hacia los objetos que lo rodean, la advertencia de Pacheco conduce a la manera en que esta obra revitalizó poéticamente la imagen de la provincia. Expuso su estereotipo no como una realidad incontestable sino limitada, con la estimación de una nueva provincia donde el deterioro al que alude Pacheco ofrece más quietud que extinción (“no todo es ido, no todo ha muerto”, se dice en Campanas...), una oportunidad para la nostalgia antes que para el pesimismo o la monotonía.

SOBRE LA POLÉMICA que ha buscado dirimir el protagonismo de esa provincia novedosa en la poesía mexicana —entre Ramón López Velarde y González León—, Allen W. Phillips en Francisco González León (1964) mencionó que ese impulso se dio de manera más temprana en la poesía de López Velarde, en 1908, el mismo año en que el jalisciense publicó sus libros Megalomanías y Maquetas. Estas dos obras no tuvieron fortuna con la crítica pero, sobre todo, eran libros alejados de la nada exuberante y sí, en cambio, íntima y modesta atmósfera de quietud que, con Campanas..., ubicó al escritor de sesenta años en el panorama literario: evocaciones de la corte francesa, con oros y mujeres ostentosas que resultaron añoranzas impostadas de un modernismo, según Phillips, “exterior y decorativo”.

A pesar del dato cronológico que da preeminencia a López Velarde en el tratamiento poético de ese entorno, Phillips indica que el tema perduró de manera distinta en ambos bardos: “lo que en López Velarde era tan sólo un punto de partida, para González León es meta y fin”.

La religiosidad de esta obra se basa más en la permanencia de la costumbre que en la declaración de una fe

Ernesto Flores (1930-2014), poeta a su vez, compilador y comentarista de la obra de González León, singulariza el tema con un término: la “provincia universal”, esa que diluyó el tedio infértil de su estereotipo para volverla apreciable, digna de atención para todos.

Así, el autor se sirvió del aburrimiento (tan “irresistible” en el laguense, según Flores), la vida apacible que, en vez de condenar al inacabable cansancio, remite al reposo de los objetos presentes (casa, iglesia, pozo, piano), pero gastados, y al recuerdo que los sacude para reanimarlos, sin impedir su deterioro: esa atmósfera en la que, según el escritor, “hablan mejor las cosas que las gentes”. La universalidad de este ambiente es, también, la valorada por el gusto moderno que lo actualiza al destacar la mirada impresionista del poeta boticario, tan vaga como sugerente (“diafaniza el incensario / velos de novia durante la misa...”), sin desdeñar su imagen de postal antigua, todavía reveladora y provista de sorpresas.

AUN CUANDO EL TEMA es recurrente en Campanas..., hay que reparar en que González León no es un poeta religioso, como coinciden Phillips y Flores. Sumados a esa mirada donde el reloj familiar tañe “su bordón de catedral”, los acercamientos del discreto boticario a la iglesia, el convento, la monja, el acólito y, cla-ro, la campana, indican más la inclinación por un “típico ambiente católico y milenario” (Phillips), y por un “clericalismo poético y sensual” (Flores), que una manifestación devocional y, aún menos, mística hacia el ser divino. La religiosidad de esta obra se basa más en la permanencia de la costumbre que en la declaración de una fe; una costumbre en que la devoción se concentra en apreciar poéticamente los hábitos y lugares de la vida que pasa, y en donde la fe no se expresa necesariamente como un convencimiento interior, sino como una tradición.

Desde esa experiencia poética se puede comprender el franciscanismo en la obra de González León, que le atribuyen Phillips y Flores. El santo de Asís fundamentó su hermandad no sólo en la igualdad entre el hombre y la naturaleza, sino en el diálogo entre ambos, animada por un impulso mayor, divino. De tal modo que el franciscanismo poético de González León se ejerce como contemplación que se dona a las provocaciones evocadoras de la naturaleza física (“Las tardes en que parece / que están como anestesiadas / todas las flores del huerto”) y cultural (sobre un organillo: “¡Cuántas cosas, cosas viejas, / se despiertan en las quejas / de tu dulce melodía!”). Se trata de un ingenio amigable, entregado a la pasividad del entorno y al diálogo piadoso, con el instante en que objeto y admiración se resuelven en una imagen ambigua o inacabada, pero radiante, de esa vida que pasa.

Frente a su estereotipo negativo, que enmarca un territorio alejado de la capital, entre el pintoresquismo (un deslumbramiento cálido, pero irreflexivo aún) y el anacronismo, la imagen que Campanas de la tarde entregó al lector es la de un mundo que, a pesar de su rutina y lentitud, no deja de ser dinámico, vívido. Lo pintoresco es sustituido por la metaforización del silencio que reposa en los objetos, y el anacronismo pierde su necedad histórica para derivar en convicción fecunda y orgánica. Aun con haber sido bien apreciada por el gusto moderno de su tiempo, y décadas después, la contemporaneidad, como cualidad, deseo y tema de la modernidad, en esta obra de Francisco González León aparece como recurso dispensable a la hora de pensar y poetizar los instantes de la vida, su mundo, y la sosegada exaltación de sus cosas.