Una velada con Maupassant

Aunque el autor francés Guy de Maupassant nació y murió en el siglo XIX, dejó una impronta narrativa tanto como una huella de sensibilidad que llega hasta hoy. Sus cuentos constituyen el eje de esta crónica, donde figura el París de 2022. Cuando David Noria presencia la recitación de memoria de varios cuentos de amor del escritor, reflexiona sobre los celos y la voluptuosidad, las convenciones de una época pero, sobre todo, la “ebriedad lúcida” que lo vuelven una presencia incontestable en pleno siglo XXI.

Guy de Maupassant (1850-1893). Foto: Fuente: commons.wikimedia.org

EL APERITIVO

Mientras redacto esta nota en una terraza francesa, dos mujeres maduras a mi lado hablan sin empacho de los hombres que han tenido. No deja de intrigarme la falta de sentimentalismo; parece más bien la crónica periodística de un día de bazar. Frases como “amistad amorosa”, “no era amor”, “tengo muchos compañeros hombres”, “nos mandamos mensajes”, son dichas como dicen al mesero “un café allongé”.

¿Será que con la edad ponemos todo en su lugar? ¿Se tratará de madurez... o decrepitud? Lejos de un hecho aislado, este tono que raya en lo cínico parece la nota dominante bajo el cielo donde surgieron Musset, Balzac, Proust, Maupassant. Y a todo esto, ¿ellos lo celebraban, lo denunciaban o simplemente lo describían?

LA VELADA

Sobre un pequeño escenario en el jardín suntuoso de una mansión del XVII, dos actores han recitado —¡de memoria!— ocho cuentos completos de Guy de Maupassant. Era de noche, la escena estaba tenuemente iluminada y alrededor, sentados sobre el pasto, algo así como cincuenta personas presenciamos el espectáculo. Corre la Bienal de Cultura de Aix-en-Proven-ce de 2022, que viene con las primeras brisas del otoño.

Los dos actores, un hombre y una mujer, como en el Banquete de Jenofonte, representaron y declamaron al pie de la letra algunos de los pasajes más vivos de la literatura de este maestro crepuscular, portador de un caudal narrativo y de una sensibilidad que justifican plenamente que el viejo Flaubert, un domingo tras otro, hubiera recibido en su casa al joven con sus primeros manuscritos bajo el brazo.

LOS OCHO CUENTOS en cuestión, que duraron casi dos horas seguidas, hablaban todos de relaciones amorosas. Pero, ¿hablaban de ellas? Mejor sería decir que las materializaban y, bajo sus aspectos y circunstancias más diversos, las hacían presentes en la escena.

Quedan para siempre grabados entre quienes asistimos, por lo pronto, aquella defensa de sí misma que hace en la comisaría una esposa por haber “atentado contra las buenas costumbres” con su propio marido en un parque, librándose a la mayor arenga que tal vez ha pronunciado el corazón femenino, mientras el alcalde, atónito, la escucha para absolverla al cabo; o bien, la completa voluntad de emancipación de otra que, buscando por todos los medios el divorcio, termina contratando a una muchacha de limpieza para que seduzca a su marido, con tal de conseguir las pruebas necesarias; o la historia de ese “amor más dichoso del que se tenga noticia” entre una bella y rica heredera de ciudad que siguió a Córcega —ese potrero insular— a un joven desertor y campesino con quien, contra el sentido común, vivió colmada de satisfacción durante cincuenta años; en fin, el dolo del recién casado que, durante el viaje de luna de miel en París, huye con la dote de su ingenua consorte, a quien abandona a su suerte en un ómnibus repulsivo. En esta pulsera narrativa cada cuenta ensartada era un cuento, y pasábamos de uno a otro con la expectación del niño que deja suspendido el sueño porque le es más necesario conocer el desenlace de una historia.

Las costas doradas de Niza, las amplias avenidas del París del Segundo Imperio, el interior de las casas burguesas con sus muebles y cotilleos: Maupassant logró guardar, en el ámbar de su prosa, la vida en la que se desenvolvió, esa vida que lo conformó, levantándolo y derribándolo alternativamente. Cierto que los vericuetos sentimentales de sus personajes están pautados por costumbres y convenciones que se han transformado con el tiempo, pero las pasiones humanas se guiñan el ojo y se reconocen a lo largo del tiempo. Así, ver sobre el escena-rio esa variedad de historias fue como reconocerse un poco en cada una.

Pero qué inofensivo parece todo en escena, aun la historia de la madre que, en una misma noche, perdió para siempre a su amante y a su hijo.

Celos, impulsos, timidez paralizante, ardor, arrebatos de idealismo, alegre fidelidad, crisis de nervios y suaves meditaciones al borde de la playa, pero todo ello transfigurado, como en una caja de música. Mientras presenciamos los relatos se va instalando la certidumbre de que los espectadores somos también actores de una obra. Y es justamente la palabra la que opera el portento de esta revelación.

EN ALGUNAS FOTOGRAFÍAS, su bigote es grueso y sus ojos están habitados por fantasmas. Es corpulento y bovino, como el realismo que va arando en los negros surcos de la página blanca. Acaso algo hinchado por el alcohol; conoció el opio, es decir, los abandonos de la voluptuosidad. Sensual pero trabajador, como lo demuestra la cantidad infatigable de sus escritos. En algunas culturas adornan con ribetes de seda a los toros que van al sacrificio: ése es Guy de Maupassant. Aún hoy es uno de los autores más presentes en la imaginación y en los escenarios de Francia. Los conocedores le disculpan Bel Ami, pero es de buen tono, en cambio, elogiar sin reservas sus relatos breves.

La prosa de Maupassant es uno de los mejores vinos que haya producido la cosecha francesa. Ebriedad lúcida. Entonces salimos ebrios de resignación, reconocimiento, precaución y, también, de poesía.

DAVID NORIA (Ciudad de México, 1993) es escritor, poeta y traductor. Escribió Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español (AML /

UNAM, 2021) y da clases en la Facultad de Letras de la Universidad de Aix-Marsella, Francia.

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