El hechizo de los guantes negros

Fetiches ordinarios

Manos sin cuerpo, apéndices desmontables o caricias de repuesto, los guantes comportan una poética y están cargados de significado y erotismo. Hubo una época en que dejarlos caer con coquetería o lanzarlos a la cara de un enemigo era parte de un código caballeresco que ponía en juego la seducción o el honor; hoy, que vivimos tiempos más literales, si acaso nos hacen señas obscenas por la posición desmayada que ocupan en el cajón.

LOS HAY DE LANA, CARNAZA, algodón o gamuza, así como de toda clase de materiales sintéticos. Los de hule y látex tienen algo de globos potenciales, y en cocinas y quirófanos no faltan las manos obesas que flotan como miembros fantasma por los aires, con un acento entre festivo y macabro.

El modelo de calcetines que abriga de manera separada cada dedo no alcanza el estatuto de guante. Éstos, en todo caso, son una sublimación de los calcetines y por ello tienden a perder también su par.

Al ser objetos arrojadizos, la viudez de los guantes rara vez se envuelve en el misterio; después de una bofetada con guante blanco suelen llover los sombrerazos, se desata la trifulca y salen a relucir los guantes de box.

Pese a que asociemos los guantes al frío y a la nieve, los más antiguos se confeccionaron en Egipto hace más de 2,300 años. En el sarcófago de Tutankamón, descubierto en 1922, se encontraron dos pares de lino muy bien conservados, uno de talla infantil, indicio de que el faraón los gastaba desde pequeño. Eran el último grito de la moda para montar a caballo y sujetar las riendas del imperio; en su viaje al Más Allá debían de servirle para propósitos análogos. Entre la conmoción del hallazgo y la maldición de la momia, el New York Times reportó que una firma exclusiva los pidió en préstamo para estudiar sus costuras y acabados, con un interés vagamente histórico. Antes de que la apropiación cultural se volviera un problema planetario, se fabricaron réplicas para los nuevos faraones del Capital.

Los guantes de pelea también se remontan a la antigüedad: ya conocidos por las referencias literarias y las esculturas de bronce, en Vindolanda, centro romano al norte de Inglaterra, se hallaron pares intactos hechos de cuero y rellenos de fibras naturales para amortiguar los golpes.

Es probable que con anterioridad a esos guantes milenarios existieran otros menos exquisitos y especializados, manoplas rudimentarias elaboradas con piel animal. La pelambre de un oso sobrepuesta a la piel desnuda pudo propiciar en la prehistoria sobresaltos como el del doctor Jekyll al advertir en sus propias manos la sombra de Hyde, y no en vano Walter Benjamin sospecha que, en todo guante, hay un componente de aversión a los animales. En Calle de dirección única anota que el temor de que ellos nos reconozcan al tocarlos, así como la negación de nuestro parentesco bestial, sustentan su uso.

Mi hipótesis va en sentido contrario: una vez satisfechas las necesidades de abrigo y protección, esas pieles prestadas habrían inaugurado un universo de caricias y molicie en la oscuridad de las cavernas. ¿Quién, con un tacto falso de gorila o lobo, no ha recorrido la espalda de la amada como parte de un juego de desplazamientos y adivinanzas sensoriales?

Ramón López Velarde los convierte en objeto de deseo y pesadillas tétricas. La amada resucita y sale
a su encuentro en el plano onírico .

Aunque el objetivo fuera muy distinto al de proporcionar placer, los primeros condones eran de tripa de oveja. ¿Y qué es un condón sino una variedad elemental y monolítica de guante? Todavía hoy, a pesar de su elevado precio, algunos los prefieren al látex, pues brindan una sensación que es más natural y no contienen alergenos.

CREAR UNA CORAZA es parte fundamental de la idea de guante y, aun para lavar los platos, acudimos a ellos en busca de cierta insensibilidad; pero una vez que las manos se han habituado a su nueva epidermis consiguen ampliar, a través de la propiocepción y los receptores cutáneos, el rango de alcance del tacto. Damos por descontado que la cara externa del guante ofrece texturas ásperas o irresistibles, pero la cara interna no tendría por qué condenarnos a una cárcel de adormecimiento perceptivo. Tras la extrañeza inicial, incluso los guantes sintéticos parecen contagiarse de vida.

Quizá la prenda más célebre del cine sea el guante negro de Gilda. Striptease inolvidable de un solo brazo, danza de los siete velos condensada en un único acto obsesionante, Rita Hayworth desató terremotos mientras descubría centímetro a centímetro su piel blanquísima y llevaba el guante de seda del antebrazo a la punta de los dedos. En España, tras su estreno en 1946, la Iglesia censuró la película por considerarla “gravemente escandalosa”, haciendo creer que incluía un desnudo completo de la actriz; en realidad sólo mostraba la palidez de sus hombros y axilas y, claro, la insinuación de ese brazo ondulante y lábil que remite a la manera sinuosa en que una serpiente deja atrás su antigua piel. El hechizo del guante negro fue tan intenso que ella se lamentaría de que todos anhelaran acostarse con Gilda, pero no despertar con la mujer de carne y hueso: Margarita Carmen Cansino, pariente del escritor Cansinos Assens.

La rima más a la mano para “guante” es “amante” y, por supuesto, abunda en la poesía. En “El sueño de los guantes negros”, Ramón López Velarde los convierte en objeto de deseo y pesadillas tétricas. La amada resucita y sale a su encuentro en el plano onírico. Cuando sus manos se entrelazan, el tacto de los guantes le hace sospechar una verdad terrible, enmascarada por la tela. “¿Conservabas tu carne en cada hueso? / El enigma de amor se veló entero / en la prudencia de tus guantes negros”.

Ana Cristina Cesar, reina de la escritura experimental brasileña, siempre de incógnito bajo unos enormes lentes oscuros sesenteros, en el epílogo a su libro Guantes de gamuza se entrega a una ceremonia nostálgica al explorar el contenido de una maleta. Lo primero que toma es un par de guantes blancos, que se enfundará para manipular con delicadeza el interior de esa caja de música llena de cartas y postales. La genialidad estriba en que los guantes son el instrumento quirúrgico para ese ejercicio de la memoria, pero también el punto de partida del recorrido poético.

La canción de amor de Giorgio de Chirico, uno de los cuadros más influyentes de la pintura metafísica, es una suerte de maleta de la incoherencia y el anacronismo en que las proporciones se convulsionan como en un sueño. Al lado de un busto de Apolo, una pelota verde y una locomotora que se antoja de juguete, cuelga un guante gigantesco de goma rojo. Precursor del surrealismo, sombra colorida detrás de René Magritte, De Chirico supo poner en primer plano la fuerza plástica y el poder evocativo del guante, convirtiendo su presencia lánguida en un enigma de lo cotidiano.