Las marcas del agua

A manera de invitación, publicamos un pasaje de la nueva novela, la más ambiciosa de L. M. Oliveira, por las múltiples voces narrativas que a través del tiempo modelan una arquitectura compleja y precisa. Pero lo es, sobre todo, por su indagación histórica del México actual desde el siglo XVI, a fin de explorar la crueldad y violencia de aquella época, reflejadas en nuestro presente. Se trata de un parteaguas en la obra del narrador, que ya comienza a circular bajo el sello de Dharma Books.

Las marcas del agua
Las marcas del agua Foto: Ilustración: Jiris / shutterstock.com

Cuando llegué a casa después del Ministerio Público, el Tépox y el Taza estaban borrachos con dos amigas de la universidad, una de ellas era Marcela, con la que no pude acostarme por culpa del Tépox. A la otra nunca la había visto en mi vida. Al verme cruzar la puerta, todo golpeado, se levantaron dizque a ayudar. Luego preguntaron qué había pasado. Taza trató de abrazarme, pero lo detuve con una mano y le expliqué de mis costillas jodidas. Llevaba unas ganas indecibles de matarlos a golpes, pero entre el dolor y la duda, traté de actuar como si no sospechara de ellos. Aunque parezca imposible, no quería cobrarles la injusticia hasta no tener certeza de su culpa. Marcela insistió en que les contara de lo sucedido:

—Tres cabrones me secuestraron por días en una cajuela, robaron toda mi lana y, como si no bastara, me golpearon con saña cuando estaba en el piso.

Intenté dormir mientras esos cabrones siguieron la fiesta. Lo bueno fue que las medicinas del Toro ayudaban a caer rendido como piedra. Abrí los ojos cuando amanecía. Estaba adolorido y decidí seguir tendido un rato más. Aproveché para ver si recordaba la ca-ra que pusieron aquellos cuando dije lo del secuestro. Sus gestos eran de borrachos, nada más. De ahí no podía sacar nada. Salí de la habitación y vi que en la sala estaban dormidos el Taza y la otra muchacha, desnudos. En el brazo de Taza relucían unos moretones, podían ser resultado de los pellizcos que le di o mordidas de la muchacha. Pensé en largarme, pero tenía que resolver el asunto y recuperar mi lana.

Me comí una rebanada de pan y desaparecí de nueva cuenta tras la cortina de la habitación. Prendí mi computadora y en lugar de comenzar a darle a la chamba que ordenó el Toro, traté de meterme a las cuentas de redes sociales y de correo de aquellos brutos. No di con sus claves, pero sabía que resultaría fácil conocerlas, porque los dos usaban mi máquina para revisar sus cosas. Bajé un programa que guardaba todo lo que se escribía en el teclado y listo, apenas pusieran sus claves quedarían registradas. Sólo era cuestión de prestarles mi máquina. Esos güeyes eran tan ineptos que serían presa fácil. Entonces trabajé en lo que pidió el tatuado. Quería ver qué tal asustaba a una periodista que se estaba metiendo con uno de los de arriba. Hizo hincapié en dos cosas: que no pudieran rastrearme y que el susto fuera creíble.

Entré a las redes sociales y a los correos electrónicos de esos cabrones. El correo casi no lo usaban, pero en el messenger de las redes estaba toda su vida

CON lA VAMPI PRIMERO, y luego en el sótano, aprendí lo básico para esconder mi dirección y estalkear personas, todo lo demás se podía aprender en la red. Lo primero que necesitaba era el mail personal de la periodista. Puse en el buscador: “Juana Vicente”, salieron muchas mujeres, entre ellas una diputada caribeña. La periodista también aparecía bastante, era una morra con pinta de extranjera, toda bonita. El Tépox la habría odiado por guapa, blanca, y por su pinta de niña rica. Abrí un archivo y comencé a recopilar toda la información disponible. El correo privado no lo conseguiría de forma fácil, y escribirle al público haría que fuera menos creíble la amenaza. Debía esperar a tenerlo para intentar asustarla. En ese momento escuché al Taza despedirse de su mujer, salí a la sala comedor con mi computadora y la dejé sobre la mesa. El pendejo del Taza picó enseguida.

Al rato apareció el Tépox con una cara de mamón insufrible y aires de superioridad, como si el cabrón se hubiera ganado un trofeo por dormir con Marcela. Ella buscó mis ojos a espaldas del Tépox y se despidió con una sonrisa. Mientras él fue al refrigerador a buscar comida, ella me dijo que si necesitaba algo ya sabía cómo encontrarla. Tépox se sentó frente a mi computadora. Y mientras leía sus mamadas contó que por fin había hallado la forma de vengarse de la pinche fresa que los humilló en el concierto. Que la iba a marcar de por vida para que aprendiera a no despreciar a los prietos. Era hora de que el pueblo le pusiera un alto al abuso de los pinches blanquitos que nos esclavizaban.

—¿Qué le vas a hacer? No seas cabrón —dije.

—Desde que tienes tu trabajo, Juan Miquiztli, te volteaste, ¿qué no escuchas cómo suena a indio tu apellido? Por tus venas corre la sangre de los aplastados. Me voy a vengar y punto, aunque no te parezca bien.

Esa noche entré a las redes socia-les y a los correos electrónicos de esos cabrones. El correo casi no lo usaban, pero en el messenger de las redes estaba toda su vida. Y, como lo sospechaba, el Tépox, el Taza y un imbécil del que había oído hablar, al que apodaban el Tóper, fueron los que me secuestraron. Todo era tan burdo y mal planeado que ni siquiera se robaron un coche para el atraco. El pendejo del Tóper usó el de un cliente del taller mecánico donde trabajaba. Y peor, ni siquiera borraron aquellos mensajes que los incriminaban. Eran pendejos, qué duda cabe. Si recuperaba mi dinero me largaría a otro lado y me olvidaría de ese hoyo infecto en el que pasaba las noches. Me entristecía vivir rodeado de gente tan pinche ruin.

El Tépox tenía la credencial de la fresa, donde constaba su domicilio. Fue a su colonia y espió sus movimientos. La muchacha corría al gimnasio todas las mañanas. Tépox convenció al Taza de que lo ayudara. Sólo debía detener la carrera de la mujer, para que el otro gandul tuviera tiempo de actuar. Y así hicieron, se pararon en una esquina y cuando la vieron a lo lejos, se alistaron. Taza tenía un tu-bo largo y Tépox un frasco de vidrio lleno hasta el tope. Para no alertarla, el Taza tapó su paso con el tubo apenas un instante antes que llegara a la esquina. Ella frenó en seco y no tuvo tiempo de quitarse cuando el Tépox le tiró ácido en la cara, al grito de “muera la güerada”. La muchacha soltó un alarido, desesperada del ardor. En ese momento se escucharon cinco disparos. A los cabrones los dejó fríos un escolta que pasaba por ahí.

Las marcas del agua
Las marcas del agua ı Foto: larazondemexico

COMO LA CHAVITA era de la clase alta, guapa, y conocida en redes sociales, la agresión con ácido se volvió un puto escándalo: en los canales de noticias mostraban los cadáveres del Tépox y del Taza tendidos en un charco de sangre. En la cintura del Tépox estaba su pistola. El pendejo del Taza llevaba a medio poner el pasamontañas que usó el día de mi secuestro. Los testigos entrevistados repetían alarmados lo que gritó el Tépox antes de su ataque y los reporteros comenzaron a encabezar sus notas con que el suceso había sido un crimen de odio. Otro dijo que era terrorismo. Y uno más que el México bronco, el tigre, había despertado. En redes sociales convocaron a una manifestación contra la división y se desató el debate sobre si aquél acto podía ser racista o no, dado que la víctima era una chica rubia, rica y blanca y el agresor, decían, de aspecto indígena.

Cuando terminó la jornada laboral, el chofer de la jefa me llevó a casa. Apenas entré al departamento fui directo hacia el cuarto del Tépox. La puerta estaba cerrada con llave, así que le di varias patadas hasta romper el quicio. La habitación era un desastre: ropa, botellas, condones tirados por todos lados. En un pequeño librero vi unas cajas de zapatos. Las bajé y encontré credenciales y papeles de la universidad. Había, además, unos diez libros sobre los estantes. Los abrí para buscar entre sus hojas hasta que, por fin, hallé unos billetes. Era un poco menos de la tercera parte de lo que me habían robado esos culeros. Luego busqué entre la ropa del Taza, que estaba regada en la pequeña sala. Ese cabrón tenía ahí unos cinco celulares robados y un poco de dinero que ahora era mío de vuelta.

Tenía miedo de que llegara la Policía a catear el departamento del Tépox. Recogí mis cosas y corrí a casa de Marcela, varias veces había dicho que podía ayudarme. Se sorprendió al verme, porque llegué sin avisarle. Pero en vez de asustarse, sonrió. Le dije que no tenía dónde pasar la noche y ella ofreció el colchón que tenía en la sala. Tomamos unas cuantas cervezas y se retiró sin hacerme ninguna insinuación. Me tiré en el colchón y traté de dormir. Poco después apareció en pijama y, sin mediar palabra, me dio un beso. Pero me dolía la costilla fisurada. Ella se quejó de que siempre se entrometiera algo entre nosotros y confesó que, peor todavía, ahora tenía novio. A la mañana siguiente dijo que unos amigos ofrecían un cuarto, que si quería verlo.

En la oficina me quitaron los choferes, ya estaba curado, así que volví a mi pinche vida de asalariado. Y comencé a ir más temprano a la chamba

ME MUDÉ CON ELLOS, cerca de la Universidad. En el departamento de tres habitaciones vivían cuatro estudiantes de contaduría, a los que no había conocido antes. Renté la habitación principal, sólo para mí; los otros com-partían cuarto. Eran limpios y estudiosos. Resultaba agradable vivir con ellos. Por esas fechas trabajaba todo el día, así que a la habitación sólo llegaba a ver películas y dormir, casi nunca cocinaba. Los compañeros también eran silenciosos, rara vez hacían ruido.

Apenas junté un poco más de dinero llamé al cuñado leal y le dije que había conseguido la mitad de la lana que alguna vez prometí, que si aún le servía. Se alegró de oírme mejor, estaba preocupado ese carnal.

—No te preocupes, brother, mejórate para venir a ver a tu madre, que te extraña harto.

En la oficina me quitaron los choferes, ya estaba curado, así que volví a mi pinche vida de asalariado. Y comencé a ir más temprano a la chamba, para platicar con los cuates del sótano. Lo que esperaba era que alguno se distrajera para sentarme en una de las máquinas y sacar los datos que necesitaba. Y pronto tuve la suerte de que el único técnico que había llegado a esa hora recibió una llamada y subió a buscar señal. Las computadoras se bloqueaban solas en un minuto, así que moví el mouse apenas pude, y lo evité. Conocía el software, de tanto trabajar en él, fui y busqué a “Juana Vicente” en un instante. Y sí, había varias con el mismo nombre en la base de datos, pero sólo una era periodista. Tenían todo: correo personal, teléfono, la dirección de su casa, su fecha y lugar de nacimiento. Todo. No necesitaba nada más para chingarme a la españolita sabrosa.

—Toro, ya tengo todas las flores —le dije por teléfono.

—Ya era hora, se te estaban marchitando. Vente para que hablemos, que luego hay pájaros en el alambre.

Fue la primera vez que lo vi sin la Vampi, en el corazón del barrio bravo.

En su despacho, al fondo de una vecindad, pidió que le mandara a la periodista una amenaza altisonante, sexual, pidiéndole que se callara; y que le adjuntara una foto de ella que circulara en la red. Algo tranqui, para ir calentando su miedo. Debía estar pendiente, para que cuando él me solicitara flores por mensaje, le enviara una amenaza más seria cada vez, que incluyera datos personales, fotos menos disponibles en la red. El pedo era irla amedrentando, hasta que tocara ponerla a temblar: la señal sería que “mandara las flores del mal”.

—VA ESTA LANA por el primer mensaje —dijo el Toro y me pasó unos billetes—. Y la fusca para que la metas en una foto.

Lo primero que hice fue imprimir una imagen de Juana, la colgué en una diana y la puse de fondo, en primer plano acomodé la pistola del tatuado y tomé la foto. Fui a un parque que tenía internet gratis y desde ahí entré a una página que generaba correos electrónicos pasajeros. Lo bueno de esos puertos públicos a los que se conectaban muchas personas, era que resultaba difícil rastrear usuarios. Desde la dirección transitoria le escribí que si seguía incomodando al jefe iba a cogérmela con rabia, que sus tetas estaban buenísimas y se las iba a morder hasta arrancárselas.

Adjunté la foto de la pistola y la diana. Después de la amenaza no supe nada por un rato y seguí con mi vida. Con la lana que pagó el Toro y la que recuperé del Taza y del Tépox, compré una moto usada. Comencé a moverme del departamento a la chamba con mu-cha facilidad. La moto me hacía sentir libre. Había noches, de regreso a casa, que manejaba sin casco y gritaba:

“¡Ahuevo, cabrones!”.

Dos meses después el tatuado escribió un mensaje que decía: “manda flores”. Amenacé a Juana con secuestrarla afuera de su trabajo si seguía escribiendo esas mamadas. Y así una y otra vez. Pasó un año para que el Toro escribiera: “que tiemble, manda las flores del mal”. Era sábado, así que pude ir a esperar a Juana afuera de su casa. Horas después, por fin salió y tomó un taxi. La vi un segundo, que bastó para que su belleza impactara mi corazón: era mucho más guapa en persona, le saqué una foto en la que se veía su escote y unas buenas tetas. Cuando se fue, me acerqué a la puerta de su edificio y tomé otra fotografía. Supe que iba a temblar cuando viera que sabíamos dónde vivía; y que alguien estuvo ahí esa misma mañana espiándola. Pinche infierno sentirse tan vulnerable, Juana la pasaría mal. Hubiera preferido nunca amenazarla, pero para eso me pagaba el Toro y necesitaba lana.