Muerte y sacrificios en la ciudad santera

Las creencias y tradiciones de la santería tienen origen yoruba, es decir, africano. Desde hace décadas —y aun siglos—, la religión nacional de Cuba ha echado raíces tanto culturales como sociales en todos los estratos de nuestro país. Esta crónica narra la convivencia, en un edificio popular, de escépticos y también de fieles a Changó, Yemayá y Ochún; en particular, Eduardo H. G. da cuenta de un episodio perturbador que vivió en la colonia Merced Balbuena de la capital mexicana.

Muerte y sacrificios en la ciudad santera
Muerte y sacrificios en la ciudad santera Fuente: shutterstock.com

Hay de santeros a santeros. Y de santeros a matones. Al parecer, mis vecinos fueron todo ello y sin medida, a plena luz del día, y se dieron a la fuga, bien vivos. En una ciudad con poco más de nueve millones de habitantes, además de otros diecisiete en el Edomex, las historias de santería son comunes en la mancha metropolitana, sobre todo en las colonias populares de los bajos fondos. Donde gallos, gallinas, halcones, changos, gatos negros, chivos e iguanas son sacrificados todos los días en misas o rituales domésticos con fines de salud, amor, riqueza o daño al prójimo. Los cadáveres son tirados en las vías del tren, en terrenos baldíos o camellones donde habita una naturaleza muerta muy a tono con la espesura del esmog, la basura y la mierda de calles, banquetas, grises, negras, de cemento y chapopote.

Una visita fugaz en vísperas del Día de Muertos al Mercado Sonora en la colonia Merced Balbuena es suficiente para comprobar la facilidad con la que se puede comprar un animal con estos fines. Por catálogo, bajo pedido o en caliente, vendedores y marchantes acuerdan un precio por ejemplar, incluso de las llamadas especies exóticas o en peligro de extinción, como colibríes, zorrillos, loros, calandrias, cenzontles o tigres.

En la Unidad Habitacional en la que habito desde hace más de diez años, a menudo me topo con santeros que llegan desde ese mercado en un taxi atiborrado de jaulas y cajas con animales adentro.

Hace unas semanas, el acabose fue una señora que, oronda, aguardaba para entrar a su edificio con una cabra blanca amarrada de las patas y unas gallinas en cajas de huevo. Otra vecina le reclamó que “fuera humana” y pusiera a la cabra en la sombrita, pues el sol pegaba duro en ese momento. La respuesta fue un “mejor ni se meta en lo que no le importa, vieja metiche, ándele, a lo suyo”.

Durante algún tiempo, al ver esas cajas de cartón con animales muertos por diferentes puntos de mi barrio y de la ciudad que recorro, reflexioné sobre la hora exacta en que éstos son arrojados a esos cementerios públicos sobre los que caminamos a diario. ¿A qué hora los tirarán? A nadie parece importarle caminar sobre cadáveres.

La santería y los rituales paganos ganan terreno
a las prácticas católicas —donde las ofrendas no implican el sacrificio de seres vivos

SU LÚGUBRE PRESENCIA revela otra dimensión, oculta, en la que la santería y los rituales paganos ganan terreno a las prácticas católicas —donde las ofrendas no implican el sacrificio de seres vivos. Todo ello da forma a una ciudad postapocalíptica que hierve en un caldero llamado Valle de México. Ahí, fantasmas del pasado y del presente, zombis de chemo, brujos y santeros vudús parecen librar batallas invisibles ante la indiferencia mundana de incrédulos y menesterosos católicos (cada vez menos), cuya espiritualidad no va más allá de la Virgen de Guadalupe y el Niñito Dios.

Fue hasta que una pareja de santeros alquiló el departamento del primer piso del edificio que descubrí, por metiche, cómo una madrugada, el marido sigiloso encendió su moto y emprendió el viaje con bolsas y cajas en mano para botar a los animales sacrificados. Desde nuestra azotehuela en el tercer piso, con mi mujer, Mar, observamos cómo en la suya colocaron una especie de altar con figuras de cal, veladoras y demás artilugios. La parejita había llegado con la mamá de la chava, una señora de unos cincuenta años, en silla de ruedas, a la que veía en su sala de vez en cuando al subir por la escalera. Cuando la puerta y la reja estaban abiertas, veía un altar de la Santa Muerte y otras figuras referentes a los santos vudú caribeños, calaveras de resina y veladoras con oraciones y patrones de serigrafía estampados en los vasos.

A partir de ahí todo se pondría más y más dark.

“AHHH, AHHH, AHHH, AHHH...”. Una madrugada, a Mar y a mí nos despertaron los gemidos. Parecían provenir del de-pa de arriba, ¿o de abajo? Vivir en un departamento de interés social en ciudad santera es una constante intriga de sonidos, peleas a gritos, la estridencia de la música a todo volumen y a todas horas. Y, a veces, un espectáculo onomatopéyico de sesiones de sexo en vivo al otro lado de las paredes. Eso pensamos: algunos vecinos están cogiendo a todo volumen, hijos del chahuistle, respeten. Pero de pronto los sonidos se tradujeron en una especie de lamentos y llamados de auxilio, que se desvanecieron en la oscuridad. Ayyúúúdeeennnmmeeeee...

Durante varias noches esto se repitió, hasta que, más por fuerza que por ganas, el tema se convirtió en debate público entre vecinos en escaleras y andadores. El chisme corrió y de pronto sabíamos que los responsables eran los vecinos de la planta baja, quienes realizaban una especie de ritual con la señora. Una noche esperamos despiertos y lo confirmamos. Al otro día, tanto Mar como otras vecinas le marcaron a la policía. Las hipótesis iban desde la idea de que estaban curando a la doñita a su manera, o de que de plano la torturaban en una especie de invocación. Dos polis acudieron al llamado y tocaron a la puerta, entrevistaron a los inquilinos y le notificaron las quejas. La respuesta fue que era su casa, pagaban la renta y lo que hicieran adentro era asunto suyo, aunque a regañadientes también prometieron que el escándalo cesaría y que no afectaría más nuestro sueño.

Mentira. Poco después las sesiones se reanudaron, con menor volumen, pero el rito seguía. Una tarde que volvía a casa, alcancé a ver por la puerta del depa, semivacío, el altar y, en las paredes blancas, manchas de tizne a consecuencia de pequeñas fogatas, en la sala y el comedor. La señora en su silla de ruedas deambulaba por ahí, como si nada, y de los novios ni sus luces. Pero no me atrevía a hablarle. Entonces pensé que sí, que quizá la estaban curando bajo los efectos de la santería. Yo qué iba a saber, nadie piensa que el vecino puede ser un matón hasta que lo es y te enteras por el chisme vecinal, por el gritón del periódico de nota roja local o por redes sociales, donde pululan grupos de colonos que reportan todo.

Muerte y sacrificios en la ciudad santera
Muerte y sacrificios en la ciudad santera

ES PERTINENTE ANOTAR que este fenómeno encierra cierta aura democrática: la santería no es derivativa de los jodidos, sino también de los poderosos. Un reportaje publicado por Luz María Rivera en El Universal, en mayo de 2001, advertía ya del crecimiento de la santería en México como una religión para “políticos y solitarios”. En su altar casero, un diputado agradecía con ofrendas de caramelos, pasteles, frutas, juguetes y “mascotas” como ratones, al padre Eleggúa, al tiempo que daba gracias por avanzar en salud, dinero y amor.

Visto así, parece que una misma sombra cobija a pobres y ricos, en el absurdo de encontrar respuestas del más allá en el más acá, a través del sacrificio. “El tamaño del animal es depende lo que tengas. Yo soy como la doctora, que dependiendo el despojo (el mal), te diré qué tamaño. Puede ser un gallo, pero hay casos donde se necesitan, por ejemplo, venados, animales grandes...”, refiere Alicia, una creyente de la santería desde hace 22 años, en un reportaje de Animal Político, publicado en abril de 2022.

El hecho de que abandonen estos animales muertos en la calle, según Alicia, se debe a un respeto por el santo. Sobre todo —dice— se dejan en cruces para abrir caminos o para dejar atrás lo malo, como la muerte o que te quieran matar, balacear o robar. Como sea, pocos reportes públicos parecen urdir en un registro más oscuro: el sacrificio humano, tan presente en la cultura mesoamericana desde hace miles de años, y motivo de leyendas negras relacionadas mediáticamente con el narcosatanismo o el canibalismo contemporáneo, ritualista o no, del criminal común retratado en la cultura pop.

Por aquellos días, cercanos a diciembre, pasaríamos una temporada previa a la Navidad en casa de mi madre. Nos olvidaríamos por un tiempo del culebrón maléfico que protagonizaban los santeros de la planta baja. Aunque el fin de semana previo ocurrió un deta-lle aparentemente sin relación, del que fui testigo. Esa noche me visitaba mi primo para tomar unas cervezas. Mientras fumábamos en el pasillo, vimos cómo una carroza funeraria se aparcó en la calle. Unos empleados de la misma subieron un bulto encobijado a ella y se marcharon. Ni mi primo ni yo vimos de qué edificio habían salido. Nos sorprendimos por la acción, pero no le dimos mayor relevancia.

Unos días después, cuando mi chica y yo volvimos a casa, la dueña del depa del primer piso nos buscó —una cuarentona que no conocíamos. Ah, chingá, pos qué pasó. Nos preguntó si sabíamos algo de la pareja a la que le había alquilado su departamento.

Se había dado a la fuga sin pagar la renta de un par de meses. Aparentemente la mamá había fallecido. Luego de un par de preguntas, caí en cuenta de que se habían ido la madrugada en que mi primo y yo vimos al encobijado de la carroza. Le comenté ese suceso y la casera se soltó a confesar que todo estaba muy raro y la policía la había interrogado, pero hasta ahí. Cuando ella llegó al depa, éste contenía kilos y kilos de basura, veladoras, perchería santera y las paredes estaban quemadas. La pusimos al corriente de las denuncias, de los ruidos y gemidos. Se soltó a llorar.

En su versión de los hechos, la señora fue quien la buscó para rentar. Y no estaba en silla de ruedas, sino que caminaba bien y era bastante activa, pese a su edad. “Se veía muy sana”. Le confesó que recién había recibido una herencia de dinero y tierras en alguna región de Oaxaca, pero que debía estar en Ciudad de México un tiempo, arreglando papeles y demás para irse definitivamente a aquel lugar a gozar y administrar lo heredado. Su hija y yerno se aprestaron a la ayuda, por lo que vivirían con ella mientras tanto. Cada que la casera le marcaba, la hija contestaba el celular. Decía que la mamá estaba cansada, dormida o que había salido al mercado por enseres o despensa. Le daban largas y nunca le depositaron la renta. Al final vimos cómo, junto con otras personas, la casera sacó unas seis o siete bolsas negras llenas de ropa, basura y chácharas. Puso el anuncio de que se rentaba el depa y se fue.

Una madrugada que volvíamos a casa la piel se nos enchinó.
Los switches de luz del edificio subían y bajaban al mismo
tiempo, en un clic-clic hipnótico

UNA MADRUGADA en que volvíamos a casa, antes de subir las escaleras la piel se nos enchinó. Percibimos cómo todos los switches de luz del edificio subían y bajaban al mismo tiempo, en un clic-clic hipnótico, fantasmagórico y alucinante. Se nos bajó la peda y subimos como rayo los dos pisos, abrimos la puerta y nos lanzamos a la cama.

En otra ocasión, Mar bajó tarde a regar una composta que estaba cultivando justo afuera del depa maldito. Regresó pálida. Había visto un espectro femenino en la ventana, hecho de pu-ro cabello y andrajos. La figura la observaba fijamente a través del cristal, sin moverse, recta y oscura.

Otros inquilinos han llegado desde entonces. La mayoría no duran, a saber si por los ecos de lo que ahí ocurrió. Los últimos fueron una familia de tepiteños comerciantes, nos confesaron una vez en alguna plática de pasillo que no se notaba nada raro, aunque conocían la historia. Durante la charla salió el peine: también eran santeros, y se sentían protegidos por las deidades Changó, Yemayá, Ochún y quién sabe quiénes más, de Cuba y Haití. Desde entonces los saludamos de pasada. Son medio altaneros y se cargan una vibra de plomo que no nos espanta, y nos tiene sin cuidado, pero de la que es mejor mantenerse lejos, en el límite entre la luz y la oscuridad del mal augurio.

A menudo imagino qué pasaría si, como en la novela de Stephen King, Cementerio de mascotas, adaptada a película por Mary Lambert en 1989, los animales y humanos sacrificados volvieran de la muerte poseídos por el mal y con sed de venganza. Seguramente nos cobrarían a lo grande las atrocidades hechas sobre ellos. A la vez nos confirmarían que, en efecto, hay algo más allá de la existencia terrenal, y aguas si seguimos invocando a los muertos. Por nuestra parte, un buen día cercano, pensamos, nos mudaremos. Rentamos el depa y a la chingada. Quizá uno de los requisitos sea que no se aceptan santeros.

Algún tiempo nos preguntamos si debimos hacer algo más por la señora. Me persiguió la culpa y el miedo de haber sido testigos de un asesinato santero; cómplices por omisión, malos vecinos, indiferentes... asesinos. Al final, traté de explicarme. Corremos una carrera sin sentido en la que miles de decesos ocurren en esta ciudad, muy cerca de nosotros. Es algo similar a un hecho curioso que leí relacionado con las arañas: está comprobado que nunca estamos más lejos de tres metros de alguna de ellas. Así sucede con la muerte, que acecha cerca, y uno ni por enterado, absorto en la dura tarea de sobrevivir en la lucha diaria de los demonios personales, domésticos e interiores.

Así son la muerte y los sacrificios en la Ciudad de México, nuestro vivo y escabroso sepulcro.

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