A diez años de la aparición de su primera novela, Los armarios vacíos (Les armoires vides, 1973), la escritora nacida en Lillebonne, Francia, en 1940, publica El lugar (La place, 1983), obra que abre con un epígrafe de Jean Genet en el que se lee: “Escribir es el último recurso cuando se ha traicionado”. En este texto, breve pero sólo en extensión, Annie Ernaux relata cómo, después de dos meses de haber presentado y aprobado un examen para convertirse en profesora titular de secundaria en un instituto de la zona de la Croix-Rousse, en Lyon, viaja a su lugar de origen para ser testigo de la muerte de su padre a los 67 años, un obrero vuelto pequeño comerciante de barrio.
Hecho el relato del evento, la muerte del padre, el funeral y su entierro, la voz de la autora, protagonista última de su escritura, recapitula y duda. ¿Aquella escena en Lyon, cuando espera el autobús después del examen que aprueba y la convierte en profesora titular de secundaria, ocurre antes o después del suceso paterno? Una cosa le queda clara a la mujer de 43 años que escribe a la mujer de 27: nunca más volverá a ver el rostro de su padre, ni vivo ni descompuesto, transformado por la muerte.
NADA DE ALEGRE REGOCIJO
Poco después del inicio de El lugar, con su padre de nuevo bajo tierra en el cementerio, cuenta el momento en el que piensa y sabe que deberá escribir, hablar sobre “todo esto”, es decir, sobre su padre y sobre su vida, además de acerca de “la distancia que surgió entre él y yo durante mi adolescencia. Una distancia de clase, pero especial, que no tenía nombre. Como el amor dividido”. Y empieza a escribir una novela con su padre como protagonista.
Sin embargo, la creación de ese li-bro sobre su padre le produce una sensación de asco y descubre que es una tarea imposible, que no puede tomar “partido por el arte” ni hacer algo conmovedor o apasionante, sino tan sólo reunir “todas las señales objetivas de una existencia que yo también compartí”. En otras palabras: “Nada de poesía del recuerdo, nada de alegre regocijo. Escribir de una forma llana es lo que me resulta natural, es como les escribía en otro tiempo a mis padres para contarles las noticias más importantes”.
Finalmente, Ernaux se remonta a unos meses antes del siglo XX y a un pueblo a veinticinco kilómetros del mar en la región normanda del País de Caux, sitio en donde su abuelo, que no sabe leer ni escribir pero sí contar, trabaja en una granja como carretero. Hecho un breve recuento histórico, que no un recuerdo, cuenta cómo sólo vio a su abuelo una vez, de la ma-no de su padre, en un asilo en el que moriría tres meses después de ese único encuentro.
Lejos de contar historias, de urdir relatos, de crear personajes con la Historia humana como telón de fondo, Ernaux busca desgajar la materia de su propia condición humana, suya y de nadie más: el evento de ser ella
Según suele ocurrir en buena parte de las obras de la autora, El lugar es un libro con varios comienzos y, más que en una cebolla, que es la metáfora con la que suele hablarse de la forma en que está hecha una vida humana, podemos pensar en una clementina, esa fruta pariente de la mandarina que tiene una cáscara suave pero a la vez fuerte, capaz de contener unidos los gajos, no siempre dulces, que le dan su forma esférica.
Si en el caso de Marcel Proust y su obra magna, En busca del tiempo perdido, el detonador de la memoria, de la voz que se dice, evoca y recuerda en palabras es una magdalena, la degustación de un pan dulce y mantequilloso, reconfortante, en el caso de Ernaux lo que anima la narración es acaso aquello que se desprende de la cáscara del fruto cuando se le descubre. Quien haya pelado una mandarina sabrá bien que debe cuidarse los ojos, tanto de las propias yemas que han desvelado los gajos, como de las gotas de aceite amargo, punzante, que se exprimen y se liberan de manera natural en el aire al realizar esta acción.
Proust, ciertamente, es un interlocutor de la también catedrática, y en El lugar aparece pronto, un poco antes de que concluya la primera cuarta parte del libro: “Cuando ahora leo a Proust o a Mauriac, no creo que evoquen los tiempos en que mi padre era niño. El panorama de mi padre era el de la Edad Media”.
Las líneas anteriores son fundamentales para entender no sólo la naturaleza o la cuestión de El lugar, sino la obra entera de Ernaux que, en toda su aparente modernidad y estilo llano, depurado y falsamente áspero, busca ser una escritura primigenia. Primigenia pero no primitiva, es decir, una deliberadamente originaria, compacta, que busca sobreponerse al relleno, la paja, los adornos y recursos de la novela moderna francesa domesticada por el propio Proust, así como por Flaubert, Stendhal, Balzac, Hugo y demás novelistas realmente totales, responsables de crear el molde de mucho de lo que, hoy, aún se escribe.
DESPLAZAMIENTOS, SALIDAS, ESCAPES
Lejos de contar historias, de urdir relatos, de crear personajes con la historia humana como telón de fondo, esa Historia que suele escribirse con mayúscula, Ernaux busca desgajar la materia de su propia condición humana, suya y de nadie más: el evento de ser ella, la hija de un obrero vuelto pequeño comerciante de barrio, convertida en lectora, profesora y escritora, ajena a su lugar de origen y a su sitio en el mundo.
Ella es todo aquello que su madre —y en particular su padre— nunca fueron ni nunca aspiraron a ser: un par de burgueses ilustrados, movidos por la novedad del mundo. Sin embargo, ése es el camino que, aunque no lo comprendían, tanto el padre como la madre de la autora trazaron para que luego ella misma lo pavimentara: la ruta de salida de un origen arcaico, acaso estático, fijo para siempre en un tiempo que no es más, ni siquiera en su muy evidente inmovilidad.
Más que una historia de su padre, como Ernaux nos advierte no sólo al inicio del libro sino en varias ocasiones a lo largo de sus páginas, El lugar es el relato o la exposición de una serie de desplazamientos, de salidas o escapes de lugares determinados, fijos de nuevo, condenados a una marca definitiva en la historia y no a la posibilidad de salirse, por decir algo, del molde original, de la forma adoptada, monolítica en apariencia.
En suma, el volumen cuenta cómo se construyó esa voz que se dice, esa escritura contenida en las páginas de un libro y sus forros, el tránsito no sólo de una posición social a otra, sino de un destino cerrado a uno abierto, sin límites aparentes.
Casi en las últimas páginas, Ernaux apunta: “No pensaba en el final del libro. Ahora sé que se acerca. El calor ha llegado a principios de junio. Por cómo huelen las mañanas se sabe que va a hacer buen tiempo. Pronto ya no tendré nada que escribir”. Y, un poco más adelante: “Por mi parte, yo he acabado de sacar a la luz el legado que tuve que deponer en el umbral al entrar en el mundo burgués y cultivado”.
También, cerca del final, Ernaux recuerda el título de un libro, La experiencia de los límites, y expresa su decepción al descubrir que “no trataba más que de metafísica y de literatura”. Porque si algo demuestra El lugar es que la obra de Ernaux deviene un concentrado del mundo físico, de la corporalidad tanto del acto de escribir como de la propia escritura, una reducción de su propia condición humana, fruto por un lado de su origen como, por el otro, del destino o derrotero elegido voluntariamente.
Si algo viene a demostrar es que siempre hay algo más allá de lo que muchas otras autoras y autores replican
desde una originalidad limitada
¿TRAICIÓN A OTRO O A SÍ MISMA?
Entre muchos otros rasgos, resulta notable en la escritura y obra de la francesa su capacidad de ofrecernos textos vivos, fríos en apariencia, puntuales, alérgicos a los detalles inútiles, a la materia que, muchas veces, sostiene las novelas cuya obsesión es contar historias, no situaciones.
Su escritura no recurre a la acción ni a la aventura, menos aún al desarrollo de personajes: todo eso le es inútil a la voz que se dice, que busca asir o atrapar su desplazamiento en este mundo, su estar fuera de lugar, más aún, fuera del lugar que, de manera natural, es decir, social, le había sido asignado: la inexistencia. Sin embargo, esa voz descubierta y alcanzada por sí misma existe gracias a la posibilidad de desplazamiento construida, que se edifica desde su propio origen, por una madre y, sobre todo, un padre que sabía que él mismo no podía desplazarse más hacia arriba y vivía temeroso de desplazarse hacia abajo, tema fundamental de El lugar.
¿Qué ha traicionado Ernaux y por qué accede a ese último recurso, la escritura, para responder a esta pregunta? ¿Es éste un relato sobre la traición de una hija hacia su padre? ¿O una traición a sí misma por no haber permanecido estática en el lugar asignado por la vida? Supongo que es labor de cada persona que la lea responder a estas preguntas: todos los asomos hacia ellas están allí, no aparecen entre líneas sino se revelan expuestos de manera evidente, en el justo sitio donde ella los colocó.
Narradora de los eventos propios del ser y de la escritura, Annie Ernaux abre un umbral con y en El lugar, obra que traslada el pasado al presente mismo del texto que se desarrolla, no una remembranza sino una constatación: esto soy, de aquí vengo, esto no soy más pero determina todo lo que soy y todo lo que escribo, el lugar alcanzado de mi escritura propia, única, mía.
Lejos de repetir una fórmula en sus obras posteriores, la depura a la vez que su voz crece en corporalidad, como puede leerse en Pura pasión (Passion simple, 1991) y en La vergüenza (La honte, 1997) pero, sobre todo y particularmente, en El acontecimiento (L’événement, 2000), acaso el libro más explícito sobre la naturaleza última de la escritura de una autora realmente mayor y sin parangón en las letras mundiales.
¿Por qué elegir El lugar para ensayar sobre la escritura, la voz, la literatura de la también feminista? Quizá porque es, en cierto modo, la piedra angular de su obra entera, antes y después de la muerte de su padre. Tal vez porque allí ocurre la iluminación tanto de la escritura como de la lectura, la transferencia o la alquimia de la experiencia de vivir lo que otra persona ha escrito no sólo sobre sí misma, sino sobre su sitio en el mundo.
No, Annie Ernaux no es una simple escritora de autoficción, abandonada al detalle de los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los años, las décadas, el casi siglo entero vivido: se trata de una creadora que se asoma a la condición humana de la escritura, una autora quintaesencial, grado cero y mito en sí misma, como quisiera su paisano, el semiólogo estructuralista Roland Barthes.
Si algo viene a demostrar dentro del panorama de las letras contemporáneas es que siempre hay algo más allá de lo clásico, de lo moderno, de lo que se da por sentado, de lo que muchas otras autoras y autores replican desde una originalidad limitada por la mera intención de hacerlo, de escribir no sólo por la necesidad intrínseca de narrar sino de figurar y, acaso, de trascender. No.
Ernaux, me atrevo a decirlo aunque parezca un lugar común que pudiera aplicarse a cualquier autora o autor fuera del molde, es una escritora en estado puro, la suya es la narrativa de alguien que se sabe un cuerpo con razón y memoria incluidas, así como de, ay, una historia personal, particular, irrepetible pero tediosamente parecida a las demás.
Su singularidad radica justamente en su demostración o exposición de que, a pesar de los detalles exclusivos de su propia historia, en realidad no resulta distinta de nadie, pero sí ocupa un lugar propio y único e irrepetible: creado por su propia voz, gracias a los desplazamientos (de sitio, de condición, sociales, económicos, culturales) vividos por su persona, hija de otras personas.
En suma, lo último que en realidad le interesa es el yo desde el que narra, el yo con el que narra, el yo al que narra, la voz que dice yo para ser escrita: lo único que le interesa es escribir y demostrar la posibilidad de una escritura propia, conquistada, no necesariamente empática o familiar con una amorfa masa lectora, que carece de lugar definido.
UN SUTIL ROMPECABEZAS
Abandone la esperanza quien busque un mensaje o una lección en este conjunto de libros, porque no hay lección ni mensaje allí más que la escritura en sí, carente de adornos y libre de paja. Libre incluso de sí misma, gracias y pese a sí misma. Pero nunca jamás libre de los lugares, de los desplazamientos que la hicieron, la hacen y la harán posible.
Existe, sin embargo, un lugar no dicho, para siempre mantenido como una falsa incógnita y siempre presentado con su inicial, seguida de tres puntos, para no decir puntos suspensivos: “Y...”.
Quien así lo desee puede recurrir a cualquier buscador en Internet y desvelar o despejar esa incógnita, presente incluso en la Wikipedia: no seré yo quien lo haga aquí, por respeto a la decisión de Ernaux de no hacerlo, y que nos explica tarde o temprano en algún sitio de su obra, un sutil rompecabezas de existencia.
Porque “Y...” es, a final de cuentas, lo único absolutamente real y/o tangible en la voz de Ernaux, el lugar de lugares, existente más allá de sí misma, de su persona que no está más allí, así como tampoco lo están su madre ni su padre.
Decir o nombrar a “Y...” sería, finalmente, la traición última.
Católica de origen pero finalmente libre de culpa, la autora sólo parece tener un mandamiento en su haber: además de no nombrar a los vivos, nunca nombrar el terruño, el suelo donde se comenzó a caminar en este mundo, ese lugar último, en apariencia infinito (por fijo, por no-humano aunque totalmente físico) donde la escritura, pese a todo, gracias a todo, encontró el cuerpo, finito, que también es la voz humana que la dice.
Sólo así, al parecer, es posible escribir: fuera de lugar.
DAVID MIKLOS (San Antonio, Texas, 1970), escritor y editor mexicano, es autor de una docena de libros de narrativa, entre ellos El abrazo de Cthulhu (2013), La vida en Trieste (2016), Residuos y Paseos del río (ambos de 2020).