¿Usted se preocupa por ser útil a sus lectores? Cuando escribí Los armarios vacíos y, dos años más tarde, El lugar, no pensé en ser útil ni me lo propuse, sino que quise desplegar un tema. Uso a menudo este término porque no encuentro otros: poner a la luz asuntos del orden de lo vivido, que atañen a lo social y lo político. Tuve conciencia de esto desde Los armarios vacíos, porque vivíamos en una época muy política y muy feminista. Bastante más política que hoy en día. Hemos vueltos a ser feministas, pero no regresamos a la política.
Es cierto que he dejado de vivir en el mundo del trabajo, pero es una impresión que tengo. Hay cosas de las que en efecto yo quería hablar en Los armarios vacíos, no sólo el aborto sino también las normas, el placer femenino, la masturbación.
El cuerpo femenino era en verdad importante para mí. Se publicaban libros en aquella época, como Palabra de mujer, de Annie Leclerc, que no me decían nada. Para mí, lo ineludible era el cuerpo de la gente, del pueblo, y desde luego las diferencias culturales; este abismo persiste.
El cuerpo de las personas de grupos vulnerables se halla presente en toda su obra.
Para mí, el cuerpo verdadero es el de las clases populares. Hace mucho tiempo que el mío dejó de serlo, pero no lo puedo evitar. El cuerpo con el que llegamos al mundo es el más fuerte, aun si cambiamos. No es sólo la lengua materna, son también los gestos y las sensaciones. Es la idea del “primer hombre” en Camus, que también encontramos en Bourdieu. El cuerpo de los estratos bajos se opone al cuerpo burgués. Resulta difícil explicarlo. En mi infancia, por ejemplo, las mujeres nunca usaban sostén, a diferencia de las burguesas; tampoco usaban fajas, mi madre sólo lo hacía para salir. No cuidaban su silueta. El cuerpo de las personas menos favorecidas está marcado por el trabajo. Mi padre tiene las uñas negras, las de mi madre están ajadas. No se las arreglan, las cortan de prisa con tijeras —y en efecto, yo nunca logré cuidar mis uñas...
Mi tía encarnaba la peor miseria a la que el proletariado
se puede condenar... soportaba además la ley masculina de un marido celoso
En Una mujer usted habla del reencuentro con su tía M. y afirma que nunca podrá escribir como si no se hubiera topado de nuevo con ella.
Sí, es eso: ella representa la dominación. Vivió dominada. Jamás pudo estudiar y trabajó toda su vida como obrera. Ella y su esposo no tenían na-da de dinero; ella se dedicó a beber. No había nadie para salvarla, aun si mi madre, por ejemplo, siempre estuvo al tanto. Mi tía encarnaba la gran miseria para mí, la peor miseria a la que el proletariado se puede condenar. Recuerdo —eso no está en el libro— que ella soportaba además la ley masculina de un marido celoso que le prohibía, por ejemplo, que se integrara al sindicato de su fábrica. Recuerdo muy bien la tarde en que la vi, era la víspera del Pentecostés. Hacía mucho calor, yo regresaba del internado, estaba en segundo año y estudiar era muy importante para mí. Creo que esa imagen siempre me acompañará. No digo que pensaba en ella todo el tiempo, sino que no es posible escribir sin pensar en ella.
¿Es el orden del estremecimiento?
Es el orden de lo que no es justo. Hay tal grado de injusticia que dan ganas de morir. Decimos que es demasiado inmunda, que la vida es demasiado inmunda. ¿Qué podemos hacer? Entonces pienso que no puedo hacer nada, que mi destino es estudiar. Lo más terrible es que se trata de mi familia, es la hermana que fue más importante para mi madre, según creo. Cuando mi madre enfermó de Alzheimer me hablaba de esta hermana suya, no de las otras.
¿La escritura se puede considerar una forma de hacer justicia?
Seguro. Por lo demás, tenemos la frase de Rimbaud que circuló enseguida de que yo la cité: “Escribiré para vengar a mi raza”. Sí, ¡yo la escribí! Lo hice aun cuando el primer libro que escribí, muy nouveau roman, no se propuso nada por vengar a mi raza. Pero es quizá el asunto que me motiva en lo más profundo —y desde ha-ce más tiempo...
En El lugar usted dice que no experimenta ningún placer al escribir...
Es cierto, ese libro implicó un sufrimiento, como si en verdad ocupara el lugar de mi padre, lo que evidentemente no fue el caso. Me movían al mismo tiempo una culpabilidad inmensa y una emoción enorme. De modo que no se trataba de un placer sino de una necesidad. No estaba satisfecha con lo que escribía y por momentos me dije: sí, es así, ésta es la manera correcta de decirlo.
¿A qué le llama mantenerse “por debajo de la literatura”?
Tuve la desgracia de escribir esa frase y desde entonces me la han restregado numerosas veces: “No es literatura, ¡la prueba es que ella misma así lo di-ce!”. Utilicé esa fórmula en Una mujer. Mi madre acababa de morir, yo estaba verdaderamente en la pérdida y no en la emoción de la memoria, mientras que, en El lugar, la emoción viene de la memoria. No soportaba que mi madre hubiera muerto, quería resucitarla. Sin duda estaba haciendo literatura, pero quería mantenerme por debajo de la literatura que se enseña, como diría Barthes, y de la que hablan en la época de Apostrophes.
En El lugar afirma que rechaza lo apasionante, lo conmovedor.
Por completo. En ese caso tampoco debí hablar de una “escritura plana” pero cuando escribo, francamente nunca pienso en la manera como algunos pueden desviar las cosas, sino tan sólo en la precisión de lo que escribo con respecto a lo que pienso. ¿Por qué “escritura plana”? Si tenemos en mente Los armarios vacíos vemos una escritura en colores, con altibajos, montañas rusas. Para El lugar preferí una “escritura plana”, y agrego, porque es importante: “como las cartas que escribía a mis padres para darles noticias esenciales”. Pero no me sublevo, es la condena de escribir, no la pena de querer rectificar quién soy. Lo que importa es que la gente lea libros y que ese hecho tenga una consecuencia.
Traducción > Max Colunga
Fuente > en-attendant-nadeau.fr