Eduardo Lizalde: honor del poema

La eternidad comienza un sábado

Eduardo Lizalde: honor del poema
Eduardo Lizalde: honor del poema Foto: Cuartoscuro

A Eduardo Lizalde se le ha llamado espontáneamente El Tigre. Él mismo ha titulado su obra poética Memoria del tigre, Nueva memoria del tigre. El felino ha sido en su obra tema y sujeto, lugar y método. Le viene esta memoria de las lecturas de Borges y de Blake, de Lugones y de López Velarde, pero antes y sobre todo de la contemplación —éxtasis e introspección— de la fuerza felina.

En la obra de Eduardo Lizalde se hace cuerpo, se incorpora y mimetiza la historia de la poesía mexicana. Su vasta y asombrosa partitura poética dialoga con José Gorostiza (Cada cosa es Babel), con Jaime Sabines y Efraín Huerta (La zorra enferma), con López Velarde, Paz, Borges y Villaurrutia (El tigre en la casa), con Rilke y Ernesto de la Peña (El libro de las rosas).

EL JARDÍN ENCANTADO de su obra tiene la profundidad del bosque y la fuerza de la selva, pero después de todo es un jardín, es decir, un espacio imaginario cultivado, un lugar ameno, trazado con amorosa paciencia, como una geografía de letras capaz de miniaturizar la historia de la lírica mexicana e hispanoamericana. Y su voz misma —grave y de bajo tenor educado en un conservatorio— llama la atención del oyente: es la voz de un señor que tiene aliento de abismo y de quebrada, pero que es también capaz de inéditas ternuras y rarezas sensitivas.

Nacido en 1929, Eduardo Lizalde se encuentra entre la generación de Octavio Paz, Efraín Huerta y Alí Chumacero, más próximo a Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos y Jaime García Terrés. Se inicia como cuentista con el volumen La cámara (1960). Escribió ensayo y novela (Siglo de un día, 1994); ha traducido del alemán a Rilke y ha leído a Ludwig Wittgenstein; ha escrito una historia de la ópera en México, que le tomó acaso la longevidad.

Su pasión por la historia y la filosofía ha alimentado la creación de una obra literaria donde acrisola la herencia de otras voces y, al igual que la de Paz, su escritura devoradora lo ha llevado a trabajar incesantemente en la voz de los otros que él —buen jardinero— ha sabido trasplantar a su propio jardín, a su propio terrario poético, sin perder nunca de vista o, mejor, de oído, su propio acento.

Lizalde ha buscado la verdad de la poesía en la verdad del poema, el canto en El destino del canto, para citar el título que Rubén Bonifaz Nuño —uno de sus maestros— dio a su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. En Tablero de divagaciones reúne una obra crítica donde se repasan y desfilan ya no sólo la obra de otros poetas sino la historia de la literatura mexicana que él ha sabido vivir en letra y palabra propias. Como su figura emblemática y electiva, Lizalde, el Caballero Tigre de la poesía mexicana contemporánea, se distingue por su elegancia, su inteligencia, su silenciosa y sutil eficacia. ¿La crueldad del tigre? Lizalde la ha practicado sobre su propia sombra y entraña, como muestran sus poemas de una indagatoria sostenida, tan inquietante como fulgurante, en torno a la vocación poética.

Según Ernesto de la Peña, Lizalde es un cosmófago, y él mismo lo reitera en diversos poemas. Lector de poesía que supo hacer de su oficio lírico una lección permanentemente renovada: lector de poemas que escribe poemas y, desde luego, cómo no, traductor, lector enamorado en su propio hacer del decir cautivo de los otros.

El poeta brasileño Haroldo de Campos acuñó una voz apropiada para definir un oficio como el de Eduardo Lizalde: transcreación, creación a través de la traducción: Rilke, William Blake, Verlaine, Baudelaire, secretamente Théophile Gautier, y también transcreación dentro del propio idioma: Neruda, Borges, Paz, Huidobro, Gorostiza, Leduc, Sabines, Díaz Mirón.

El Caballero Tigre de la poesía mexicana contemporánea
se distingue por su elegancia, su inteligencia, su
silenciosa eficacia

Y EN EL HORIZONTE, como un zumbido de fondo, el filo aterciopelado de la música, en particular de la ópera y la canción popular. Lector de poesía dotado de una poderosa voz natural, Lizalde sería un intérprete ideal y aun un recitador natural. Y precisamente por la inmediatez de esta tentación supo resguardar su voz de la elocuencia forense —aunque no haya desdeñado diversos cargos públicos que ha cumplido con parsimoniosa elegancia.

Fascinado desde muy joven por las joyas y los tesoros de la lengua, en particular por la retórica —esa dama de los espejos que decía Jean Paulhan—, Lizalde hizo del conocimiento de las vanguardias literarias y artísticas no un saber exterior, sino una experiencia: las vivió en primera persona con disciplinado fervor. Esta disponibilidad cristalizó en los espacios conceptuales del llamado poeticismo, nombre de un misceláneo bagaje cuyo común denominador sería la formalización y cuyos integrantes pueden ser considerados, sólo hasta cierto punto, reveladores de las facetas potenciales del poeta Eduardo Lizalde: Arturo González Cosío, Enrique González Rojo, Marco Antonio Montes de Oca y el prosista y poeta Juan José Arreola.

LA AMPLIA Y SOLVENTE OBRA POÉTICA de Eduardo Lizalde se imanta o enerva, despierta o embriaga con el deseo de perfección de las formas soñadas —como la rosa o el tigre—, emblemas de un anhelo del poema ideal, del poema arquetípico soñado. Además de su apetito estrictamente formal, la alimenta un impulso irrefrenable hacia la ciudad y la socialización. Más allá de momentáneas o profundas coincidencias temáticas con poetas como Jaime García Terrés, Gerardo Deniz, José Emilio Pacheco, Efraín Huerta, Homero Aridjis o Jaime Labastida, en Lizalde se da una franca apertura hacia la ciudad cultural donde aflora el poema: están presentes y lo acompañan Luis Cardoza y Aragón, Jaime Sabines, José Luis Cuevas, Carlos Fuentes pero, ante todo, las presencias singulares de Salvador Elizondo y Octavio Paz, figuras a las que el poeta dedica poemas y versos.

No le pueden ser ajenos los temas de la ciudad y la política, ni las cuestiones asociadas a la ética —tan próxima de la estética—, a la teología —tan próxima de la filosofía, a la cual este poeta de cuerpo completo está irrevocablemente llamado a ver también como un arte de la fábula, como una farmacia cuyas peligrosas medicinas sólo él, sacerdote y filósofo, sabría usar debidamente.

Bajo los ropajes y atuendos vistosos, bajo la clamorosa hojarasca de Babel, el poeta sabe que hay un silencio irreductible, un dolor intransitivo cuyo exorcismo cumple como para dar continuidad al rito inmemorial de la palabra, a la figura del poeta siempre dispuesto a volver al terreno del sentir y del sentido común. Como lo ha dicho él mismo en las palabras que improvisó durante el homenaje que le tributaron Vicente Quirarte y Ernesto de la Peña: “Ya es un honor ser llamado poeta en una tierra como la mexicana, de grandes poetas”.