Confesiones de un padre trasnochado

Ésta es la crónica de un debut crucial: el de la paternidad, una revelación que suele transfigurar la vida de los nuevos padres mediante el asombro que se desdobla día con día, para convertirlos en testigos privilegiados de una hija —en este caso—, que empieza a percibir el mundo. Ese descubrimiento y sus singularidades en el México actual integran un recuento donde el cáustico novelista de Mi lucha comparte su iniciación en una experiencia indeleble.

Confesiones de un padre trasnochado Foto: WeStudio / shutterstock.com

Para O. y C. y para mis padres, por haber estado siempre al pendiente de sus cachorros.

Hay cosas que sólo pueden entenderse en plenitud mediante la lente de la praxis y el conocimiento empírico, y más tratándose de la paternidad, una cuestión tan sacada de la realidad e idealizada hasta el hastío por la varita mágica de la iglesia Disney y sus acepciones. Mi experiencia, en todo caso, ha sido más cercana a un boceto de Munch.

La primera imagen que salta a la mente es el momento en que mi cría trepaba por el abdomen de mi mujer cual marsupial cegado por el instinto, en su intento desesperado por encontrar su única fuente de alimentos —todo bajo la supervisión de la enfermera que iniciaba a C. en el ritual más antiguo de la maternidad. En cuanto ésta dejó la habitación, las paredes se desprendieron con violencia para ser succionadas y desaparecer hacia los confines más oscuros del universo. El aire que respirábamos provenía, sin duda alguna, de una latitud polar.

Estábamos completamente solos a cargo de una vida humana que a partir de ese momento dependía ente-ramente de nuestro buen juicio.

Nada nuevo bajo el sol, claro está, pero ninguna de las simulaciones, ni de la literatura prenatal ni del fanatismo edulcorado de las doulas, nos había advertido sobre las verdade-ras dimensiones del terror que estábamos experimentando. Mi mujer y yo nos limitamos a intercambiar el vaho para darle forma al sentimiento predominante de una noche que carcomía los frágiles cimientos de la idealización.

Al menos así inició mi paternidad, tumbando nociones impuestas y pregonadas por la tribu humana para destituirlas con verdades demasiado personales. Y sí, por supuesto que hay algo de verdad en esta mentira, como sucede con cualquier ficción basada en hechos reales; pero bueno, no es lo mismo leer El Quijote con la intención de saciar nuestras filias literarias que con el afán de descifrar la esquizofrenia.

Si bien las 35 semanas de embarazo me habían servido para sobrellevar el duelo por la infancia perdida, durante mi primer mes como padre pasé de la dualidad del ser a la nulidad del Yo en un parpadeo. Y es que nadie que asuma la paternidad de lleno pue-de conservar íntegras sus antiguas excentricidades y conflictos existenciales. Éstos quedan soterrados para enfatizar el hecho de que hemos pasado a otra instancia, como el salmón que nada a contracorriente río arriba con el único propósito de perpetuarse antes de morir, para así engañar a la muerte a base de ironía involuntaria.

Tampoco experimenté ese vínculo in-mediato que, de acuerdo con el consenso popular y la mayor parte de los testimonios, debe consolidarse entre un progenitor y su descendencia. No, cuando sacaron a O. de las tripas expuestas de su madre, no me encontré con un halo de luz sonorizado por algún coro de monaguillos vieneses, ni hipopótamos alados con arpas tarareando un tema de Elton John, sino con un alienígena ensangrentado e indefenso, expuesto a la infinidad de amenazas que nos acechan en esta partícula azul suspendida en la eternidad. Y es que el vínculo real entre padre y cría, a diferencia de ése que se gestiona con la madre, es uno forjado a base de interacción continua, como sucede con todas las relaciones extrauterinas.

Cuando sacaron a O. no encontré un halo de luz sonorizado por monaguillos vieneses, ni hipopótamos alados con arpas tarareando un tema de Elton John

Aunque los desafíos de carácter inmediato palidecen frente a aquellos que se proyectan a largo plazo: los primeros se resuelven por sí solos con un poco de sentido común y algunos consejos atinados, mientras que la

repercusión de los segundos puede implicar daños irreparables. Una de las metas que me tracé desde un principio fue encontrar la manera de alargar su estado de inocencia lo más posible; o por decirlo de otra forma, de postergar el diluvio de mierda inherente a la vida adulta, partiendo del precepto de que lo único sagrado en este mundo es la infancia. Pero para lograr esto uno tiene que recurrir a la hipocresía, al exceso de eufemismos y a caer en la contradicción constantemente, dado que un mundo desmaquillado supondría una losa demasiado pesada para sobrellevar desde un inicio. Gran parte de la crianza consiste en nuestra capacidad para entretenerlos y en una meticulosa estrategia de distracción cuyo objetivo primordial es impedir exponerlos al lado más ruin de nuestra especie.

Los aspectos adversos de la formación —no obstante— se vuelven más llevaderos cada vez que consigo desechar la nata tóxica que envuelve mi psique adulta para dialogar nuevamente con el estado más auténtico del ser, previo a las doctrinas neurotizantes que nos impone la sociedad en turno. No es tarea fácil, menos para una bestia como ésta, carcomida por la descreencia, pero ahí es donde la formación adquiere un sentido de correspondencia, y en ese momento la paternidad se acerca más a ese mundo fantástico donde prosperan los unicornios púrpuras y los monaguillos vieneses conservan su virginidad. En otras palabras, me basta ver a O. sonreír para resucitar aquel mantra que respira en mi mente a modo de paisaje sonoro: la infancia es lo único sagrado en este mundo. Es un mantra atinado; después de todo, la exposición prolongada al oxígeno acelera la putrefacción de todo organismo.

Esta inmersión al origen ha hecho que mi experiencia se torne más lúdica y reveladora. Mi acompañamiento de O. en su mundo ha sacado a flote recuerdos de mis años tiernos que pensaba desintegrados en el tiempo. Y como cualquier hijo de vecino aficionado a la psicodelia, agradezco sobremanera cualquier acercamiento a la infancia y a esa capacidad de asombro que sigue a la inocencia y curiosidad inmaculadas.

Asimismo, uno de los aspectos que me han resultado más fascinantes y gratificantes en mi interacción con O. ha sido el de la evolución exponencial de nuestra comunicación; pero, sobre todo, el hecho de poder observar con ojos propios su necesidad de nombrar un mundo que, de no ser por el lenguaje, sería reducido a un pantano alienígena. Es una gran manera de abordar la antropología lingüística sin la necesidad de contagiar a alguna tribu voluntariamente perdida con un virus de nueva generación.

Lamentablemente resulta difícil conservar abierto el portal donde el intercambio entre los dos mundos fluye como el agua, ya que la perra realidad siempre está al acecho, buscando interferir y romper esta sintonía sublime, ya sea mediante una invitación del SAT, los espectaculares de políticos en campaña o un encuentro fortuito con la vecina del 210.

Este frágil equilibrio se manifiesta en todos los aspectos de la crianza. A final de cuentas, la cuerda sobre la cual nos balanceamos los padres es una apenas visible y que se presta a muchas interrogantes. ¿Cómo educar sin imponer?, ¿cómo pregonar la paciencia sin perder la cordura?, ¿cómo ser permisivo sin desdibujar un rumbo concreto? El margen de error resulta vertiginoso.

Romper con los viejos modelos de crianza con los que crecí supone otro dilema que me aparece de modo recurrente: el temor a caer en el autoritarismo. Y es que la paternidad, al menos en el terreno de lo posible, es la tiranía al alcance de cualquiera. Poco saben los hipopótamos alados de las leyes de la física y de las consecuentes conmociones cerebrales.

El hecho de que sea niña sumó otra rama de inquietudes a esta letanía de incógnitas, sobre todo considerando el contexto social actual. Vamos, que las consecuencias de la misoginia en nuestro país pueden llegar a ser fatales para las mujeres por el simple hecho de serlo, sin mencionar las implicaciones de sus expresiones menos drásticas.

De igual manera, el factor cromosómico me obligó a un ejercicio reflexivo que, a su vez, me ayudó a observar desde otros ojos lo que significa ser una mujer en un mundo dominado por los hombres; en la brutalidad e ignorancia que yacen detrás de esta injusticia. Por fortuna, percibo a una generación mucho más deconstrui-da y sensibilizada. Y es que la depuración constante de la evolución sigue su marcha... los perros ladran, pero la caravana avanza. Aunque no sobra recordar que aún falta mucho campo por recorrer.

Otro factor a considerar, al menos en mi caso, es el de la paternidad tardía. Si bien es muy cierto que con la edad uno adquiere una perspectiva más amplia de la vida y que se goza de mayor estabilidad emocional, la falta de energía naturalmente se resiente más y la idea de una partida prematura a menudo pincha el corazón. Además, corro el riesgo permanente de ser calificado como abuelo ejemplar cada vez que pongo pie en el parque. Así y todo, los padres viejos tenemos una ventaja implícita en el sentido de que ya bailamos todos los tangos y cumbias bajo el sol; lo que significa, en otras palabras, que no guardamos ningún resentimiento secreto o inconsciente hacia nuestras crías por el hecho de habernos arrebatado la juventud.

Pero también es cierto que cuando la realidad interfiere en esa comunicación armónica referida líneas atrás, el aburrimiento se vuelve insostenible y puede conducirnos a simulacros de muerte cerebral. Sobre todo en lo que se refiere a la obligada incursión en la literatura infantil. En más de una ocasión me he visto tentado a emitir una fatwa contra algunos de sus autores, entre otros motivos, por pecar de efectistas y por su falta de consideración para con sus lectores activos. Un ejemplo concreto de lo dicho es el elefante Elmer. El malparido elefante Elmer no es otra cosa que un organismo descerebrado cuya supuesta virtud consiste en que es diferente a los de su especie. Con esto último me refiero a los notarios públicos, que no a los elefantes, porque todos ellos son representados como criaturas autómatas y anodinas.

El narrador no deja de ufanarse por la llana singularidad del puto Elmer, como si no tuviéramos ya de por sí un superávit de artistas conceptuales por colonia.

Escribir sobre un tema tan vasto e íntimo como la paternidad, sin caer presa de la cursilería más ordinaria, resultó ser un ejercicio interesante, por no decir olímpico,
ya que la cursilería es seductora
Confesiones de un padre trasnochado

En cuanto se refiere a sus primeros años de vida —por lo menos—, estamos sujetos y acotados a las delimitaciones físicas de su mundo, ése que crece con cada paso que da. Esta miopía impuesta no es necesariamente mala; por el contrario, me ha servido para redimensionar mi entorno y observarlo con detenimiento, de tal modo que recupero, aunque sea por momentos, mi curiosidad por los detalles más nimios.

Me he sorprendido una y otra vez estudiando las cortezas de los árboles con una mirada parsimoniosa y jovial; alimentando con mi cachorra a las palomas (y ratas) del parque delegacional; sonriendo como un reverendo imbécil cada vez que la veo bajar por el tobogán o saltando de alegría sin ningún motivo aparente. Lo que omiten los hipopótamos y callan los monaguillos es que para salir de casa primero hay que abastecerse de insumos y utilerías suficientes como para invadir Kiev.

En muy resumidas y simplificadas cuentas, podría decirse que la labor de un padre es muy similar a la de un mánager de rockstars. Las coincidencias conductuales entre los frontmen en turno y los bebés en cuestión son realmente abrumadoras: se vomitan encima, despiertan a cada hora para exigir un trago, somos presas de sus caprichos anímicos que, dicho sea de paso, son más variables que el viento que corre en Cadaqués. Hay que acompañarlos a todos lados, giramos en torno a su mundo y, claro, les limpiamos el culo a modo pro bono. Por si fuera poco, tenemos que probar su comida, cual viles sirvientes de un dictador. Pero, vamos, todo esto lo escribe el señor de la sonrisa idiotizada, ese mismo que todos los días empuja una carriola mientras que silba un tema de Elton y acaricia el copete de la ardilla que baila en su hombro sin contemplar la probabilidad de contraer tétanos.

En ese mismo tenor, confieso que escribir sobre un tema tan vasto e íntimo como la paternidad, sin caer presa de la cursilería más ordinaria, resultó ser un ejercicio interesante, por no decir olímpico, ya que la cursilería es más seductora y embustera que un reptil abrahámico. Sostengo que nada que nos acerque a la infancia puede ser malo; sin embargo, no puedo negar que me he convertido en un cliché trasnochado.