Dos ensayos recobrados de Isaac Bashevis Singer

Máquina de escribir de Bashevis Singer, marca Underwood, con caracteres hebreos adaptados al yiddish. Foto: mytypewriter.com

I. PERIODISMO Y LITERATURA

Sé de escritores que consideran una tragedia ganarse la vida con el periodismo. Sostienen que les hace desperdiciar su tiempo libre y que el periodismo en general es dañino para la creatividad literaria. Sostienen que el periodista se habitúa a escribir deprisa y sin sopesar ni calibrar cada palabra, y que los medios y los métodos del periodismo se oponen por completo a la creatividad.

En mi experiencia he escrito mis mejores obras en medio del barullo periodístico, muchas veces en las propias oficinas de redacción entre uno y otro artículo. Mis novelas La familia Moskat y La casa de Jampol se publicaron por entregas en el Jewish Daily Forward, y casi cada semana preparaba un nuevo capítulo para que saliera al otro sábado. Cierto que luego las trabajé de nuevo, pulí el lenguaje y abrevié, pero el conjunto de la obra se elaboró deprisa al tiempo que el editor y el tipógrafo exigían mi entrega.

Casi todos los grandes escritores rusos publicaron sus obras en diarios y revistas. Dostoievski fue un periodista notable, y si bien es cierto que sus escritos literarios contenían elementos periodísticos, al parecer éstos no le hicieron daño. Tolstói con seguridad habría sido un maestro del periodismo si se hubiera aplicado en la tarea. Chéjov escribió la mayoría de sus bocetos para los diarios. El único escritor ruso famoso que evitó la prensa y trató de aislarse en islas y castillos de hielo fue Andreiev, el menos relevante de los maestros rusos. En la literatura francesa, Maupassant y Zola tuvieron trato cercano con la prensa, y en la literatura de Estados Unidos, tanto Edgar Allan Poe como Walt Whitman fueron periodistas.

Pero no se trata de experiencias y nombres nada más. Yo creo que el periodismo ejerce una influencia bené-fica en la creatividad literaria porque en ambos aplican las mismas leyes.

La primera regla de un escrito de periódico es que el autor ofrezca algo nuevo. Refritear hechos viejos no es periodismo. El periódico es un órgano de novedades. Puede sonar paradójico, pero lo mismo aplica en la literatura, si bien en un sentido más amplio. Toda buena obra literaria debe contener un elemento informativo. Los lectores deben experimentar que el autor les ofrece algún tipo de revelación, un acercamiento fresco, un estado de ánimo distinto, una forma nueva.

Buscamos novedades en la literatura, también, aunque el concepto puede ser diferente. La obra que no ofrezca a sus lectores una nueva perspectiva, hechos nuevos, personajes nuevos, vale poco la pena. Con mucha frecuencia la literatura nos presenta un nuevo tipo de sociedad. Una buena obra literaria es comparable a un viaje a una tierra desconocida. La novela histórica —si es buena— muchas veces nos da información nueva y una revaluación de la historia. Salambó, de Flaubert, contiene una riqueza de información. Es posible que Guerra y paz de Tolstói no dijera nada nuevo sobre Napoleón, pero sí dio una perspectiva fresca sobre la aristocracia y el militarismo rusos.

Es cierto que la literatura, como el periodismo, busca novedades, y aunque cada cual lo haga en niveles diversos, a veces lo hacen en el mismo nivel.

Sin embargo, hay un elemento más significativo que comparten ambos. La buena literatura, como el buen periodismo, lucha por ofrecer hechos sin una interpretación superflua. Si esto no es cierto ahora, hasta hoy lo fue y, me parece, en el futuro lo será. Ni a los escritores ni a los periodistas les incumbe interpretar cada fenómeno que describen, hacerlo embonar en la cadena de las causas y los efectos. Ciertamente no están obligados a usar la psicología para declarar con precisión el efecto que este o aquel hecho tuvieron sobre sus personajes.

Ahora que la literatura se esmera tanto por transformarse en una rama de la psicología y por ocupar prácticamente las funciones del psicoanalista y del sociólogo, mi punto de vista puede parecer anticuado. Pero sostengo que cuando la literatura se vuelve muy psicológica pierde ambas virtudes: la literaria y la psicológica.

Casi todos los grandes escritores rusos publicaron sus obras en diarios.
Dostoievski fue un periodista notable, y si bien sus escritos literarios contenían elementos periodísticos, no le hicieron daño

El llamado escritor psicológico es un psicólogo en la literatura y un literato en la psicología. Los grandes maestros de la literatura se adaptaron a las limitaciones del escritor de periódico. Dieron los hechos sin preocuparse cómo los tomaría el lector. Es un hecho, por ejemplo, que Dostoievski nunca aclaró por qué Raskolnikov, en Crimen y castigo, decidió cometer un asesinato. Tampoco reveló las razones de los asesinos en Los hermanos Karamazov. Permitió que sus mismos protagonistas explicaran sus propias acciones, pero el autor nunca hizo esto, y Raskolnikov sigue siendo un enigma, como de hecho lo es cada asesino. En alguna parte afirmé que los hechos nunca envejecen, pero en cambio los comentarios nacen viejos.

Sin embargo hay otro vínculo importante entre el periodismo y la literatura. Si los científicos tienen algo que decir, no se ponen a pensar en la paciencia de sus lectores. Nadie es-pera que un médico que escribe sobre una enfermedad de la piel sea interesante o divertido. No para de escribir hasta agotar su tema.

Todo cambia cuando se trata de escribir novedades. No importa qué tan importante sea una noticia, los periodistas deben lidiar con la paciencia de sus lectores. Los editores de todos los periódicos rechazan montones de notas porque según ellos aburrirán a sus lectores. Noticia que aburre no es noticia desde el punto de vista perio-dístico, aunque pueda serlo según cualquier otro patrón.

Lo mismo aplica en la literatura. Sin importar lo profunda que sea una obra, si aburre al lector no vale la pena. En esta área, la literatura va más lejos que el periodismo. El periódico moderno cuenta con diversas secciones, para gente de intereses diversos. Los lectores de la sección de deportes tal vez no se interesen en la sección de finanzas, y al revés. En la literatura no hay secciones. El libro entero debe ser de interés para el lector.

Muchos autores que le temen al periodismo tratan de eliminar ­—de forma consciente o inconsciente— las conexiones naturales entre periodismo y literatura. Están convencidos, para empezar, de que la función de la literatura es analizar o demostrar antes que nada. No consideran necesario dar a los lectores información suficiente sobre el medio, los alrededores físicos o los hábitos de los personajes. Rechazan que la literatura deba ser interesante. Por el contrario, vuelven un fetiche las obras que son aburridas. Estas últimas son supuestamente el producto del matrimonio entre literatura y ciencia, pero en realidad no son ni una ni otra. Así, la literatura de muchos autores modernos se mete cada vez más en la interpretación de los hechos —como si los hechos pudieran realmente interpretarse.

Es extraño que los escritores que tanto buscan divorciarse del periodismo se le hayan acercado más en secreto. Los autores modernos que tratan de aplicar el análisis y la psicología, explicar los motivos de sus protagonistas, renuncian al estilo, acaban por olvidar la forma y por volverse periodistas ineptos. El análisis exige repetición, pero la literatura no debe repetir. El análisis es verboso, cuando la verdadera literatura debe ser breve y selectiva. Los libros largos de los maestros lo fueron porque eran ricos en información y color. Al libro moderno largo muchas veces lo infló la repetición. Ésta es la causa por la cual el editor desempeña un papel tan vital en la publicación. Ésa es la causa por la que se eliminan grandes trozos de las obras literarias. Los impresores y editores se volvieron los jueces últimos sobre la extensión de un libro. En muchos casos, un libro moderno se vuelve valioso sólo después de haberlo abreviado. La literatura nada tiene que temerle al buen periodismo, pues ambos tienen mucho en común. El buen escritor también es casi siempre un buen periodista.

Forverts, 24 de marzo, 1965

POR QUÉ ES DAÑINA LA CENSURA ı Foto: Ilustración: Jorm Sangsorn / shutterstock.com

II. POR QUÉ ES DAÑINA LA CENSURA

Las personas urbanas que tienen predilección por lo que ellas llaman la literatura y el teatro puros están estupefactas ante el lenguaje obsceno que aparece impreso en libros y periódicos y por las vulgaridades que se han oído en el teatro en años recientes. Aquellos con hijas son los que acusan sentimientos más fuertes.

No las ven leyendo y escuchando este tipo de basura. Lo anterior, como es obvio, concierne a lo que sucede en la literatura inglesa, francesa, alemana y otras. Para algunos es ridículo quitar virtualmente toda la censura de la literatura y el teatro, manteniendo al mismo tiempo una censura muy estricta en el cine, la radio y la televisión. Ya he escrito sobre esto, pero el problema es tan relevante que es necesario discutir nuevamente el asunto.

Todo mundo sabe que la boca de los humanos no se puede censurar. La gente que quiere usar malas palabras, contar mentiras, inventar calumnias, divulgar chismes, hablar pestes de los otros, halagarlos y demás, esa gente no le teme a ninguna forma de censura. ¿Dónde está el censor que sea capaz de oír todo lo que dice la humanidad? Sin embargo hay personas que vigilan su propia boca. La gente baja y corrupta, las personas del bajo mundo, tienen su propio medio ambiente, sus propios barrios, sus propios escondites. Las mejores personas quieren permanecer apartadas de ellos. Aun entre las mejores personas muchas veces sucede que alguna peque con la lengua, pero tarde o temprano se forma la opinión pública.

Sabemos quién es amable y quién es rudo, quién miente y quién dice la verdad. Con frecuencia tratamos a las personas según su manera de hablar o de comportarse.

Levantar las restricciones al habla en la literatura no la ha de condenar por fuerza a las profundidades del idioma. Es posible que surja una literatura libre

Levantar las restricciones al habla en el teatro y en la literatura no ha de condenar por fuerza a estas artes a las profundidades del idioma y del buen gusto. Es posible que sin restricciones surjan una literatura libre y un punto de vista fresco, y eventualmente deberán surgir, a partir de la remoción de los límites de la censura. La transición será muy lenta, pero inevitable. En otras palabras, el hecho de que escritores y dramaturgos se tomen una licencia especial en el uso del lenguaje obsceno, sin temor a la censura en la actual situación, no decide la suerte de todas las obras de teatro y los libros futuros. Se gozan innumerables obras literarias y producciones teatrales, a pesar de estar libres de las incidencias de la célebre palabra obscena o del uso de las malas palabras.

Esto, sin embargo, no significa que el teatro y la literatura deban volver a la era victoriana, con su total abstinencia de temas sexuales. Quienes abogaríamos por un teatro puro y una página escrita tan blanca como el lirio, en la cual todas las referencias o sugerencias sexuales fueran reemplazadas por versiones sagradas o resumidas, perdimos desde hace tiempo la guerra. Después de Freud y la ilustración psicológica que vino con sus primeros hallazgos, es imposible ver el sexo como algo sucio. Si el sexo es sucio, todos somos sucios, engendros de la suciedad; las Sagradas Escrituras son proveedoras escritas de suciedad, y por lo tanto, palabras sucias.

Los escritores actuales y los del futuro tratarán el sexo como uno de los más importantes factores de la imagen humana. Es casi imposible mostrar un romance sin entrar en los aspectos íntimos de la relación entre las personas que son sus protagonistas. Igual de arduo es emprender una novela en la que el amor, el divorcio, los celos o la lujuria sean centrales, sin descripciones vívidas de la vida sexual de sus personajes.

Vivimos una época de transición. El que el poder del censor haya quedado hecho pedazos casi por completo lo explotan numerosos narradores y dramaturgos que son mediocres, a quienes sólo les interesa vender sus obras ofreciendo al público lector pasajes y escenas francamente sexuales, los requiera o no la trama. Los lectores con frecuencia corren a comprar un libro que se hizo famoso por el uso de la palabra obscena. Es curiosamente cierto que las malas palabras y los pasajes sexuales descriptivos son muchas veces mundos aparte. Los escritores que usan sin restricciones las malas palabras son con frecuencia torpes para mostrar una escena de sexo de manera artística.

A la inversa, hay novelistas que evitan el uso de un lenguaje libre en sus escritos, pero que resultan muy diestros para describir, en el nivel más íntimo, una escena de amor entre dos personas. Dostoievski, Maupassant, Zola y Balzac fueron maestros en el arte de desplegar escenas sexuales mediante el uso de matices sutiles y un delicado fraseo. Debe tenerse presente que ninguna de las literaturas de la antigüedad que han sobrevivido, ya sea en hebreo, sánscrito o incluso griego y latín antiguos, tiene evidencia alguna de malas palabras. El célebre Henry Miller me envió una versión al hebreo de su novela Trópico de Cáncer, una traducción sin una sola mala palabra, tan notorias en el original. El lenguaje que se usó en este caso fue el mismo que se empleó en innumerables ocasiones para la Biblia, la Guemará y muchos textos que se estudian en yeshivas y otras ciudadelas del saber judío. Hace poco conocí a unos escritores de India que me aseguraron que esto pasa también en el sánscrito.

Curiosamente, alguna vez se consideró impropio el uso de la palabra cure (perro) o bitch (perra). Cuando empecé a escribir para el [Jewish Dai-ly] Forward, me advirtieron que Abe Cahan no aceptaba en su periódico palabras como piojos, pulgas o sífilis. Sostenía que estas expresiones eran ofensivas para sus lectores. Y sin embargo la Biblia no duda en emplear la palabra piojos o los nombres de diversas enfermedades de la piel.

Hay escritores que nunca abordarán un tema o una escena sexuales. Y sin embargo estas personas, mediante el uso de la pluma y de la lengua, no dudarían en denigrar, difamar, manchar o involucrar a otros en situaciones perjudiciales. En el libro religioso de Chofetz Chaim, Deseador de vida, poco se habla sobre el uso de las malas palabras, pero se pone énfasis en el daño que se hace a otros por medio de una mala lengua calumniosa. Sin embargo, la mayoría de las personas no están preparadas en esta área y menos les importa el gran daño que puedan causar a otros. Ninguna mala palabra es tan potente en su devastación como la palabra socialmente acepta-da que suelta una lengua viperina.

Todos los que apoyaban a Stalin mientras destrozaba las vidas de miles de inocentes, quienes lo ensalzaban con entusiasmo y defendían sus actos despiadados contra los escritores judíos de la Unión Soviética, aun cuando estuviera destruyendo tan-to a los escritores como a la literatura, son éstos los que ensuciaron sus plumas y lenguas sin usar ¡una sola mala palabra!

Quisiera añadir algo sobre un hecho importante que los escritores rara vez abordan.

La llamada mala palabra tiene, lo mismo que cualquier otra palabra en el lenguaje hablado, una función única. Cuando no se usa abiertamente, sino que se la reserva para cierto uso privado, se vuelve en extremo efectiva.

Por esto la gente se abstiene del uso común de una palabra que tiene su lugar y función particulares. Los bajos fondos, por medio del empleo cotidiano de un lenguaje feo, han echado a perder y han adelgazado el poder de este lenguaje para impresionar. De aquí surgió la necesidad de malas palabras más nuevas, más provocadoras.

En el Talmud, al lenguaje y a las historias se les permite tener un efecto señalado en el estado de ánimo y en el espíritu. A cada rato se usan palabras que portan una fuerte carga sexual. Quien emplea un lenguaje beligerante en su habla diaria en breve pierde el poder de emitir las palabras apropiadas con las cuales retar a otra persona, no importa cuánto pueda estar en falta esa persona. Quienes juran con solemnidad a diario, al rato no encuentran cómo dotar de significado sus juramentos para que los crean otros. El insulto proferido por alguien que insulta todo el tiempo pierde sig-nificado y fuerza. Lo otro también es cierto. Una persona dada a emplear superlativos al describir algo insignificante —con palabras como fabuloso, maravilloso o sensacional— en breve tendrá problemas para elogiar lo que vale la pena ser elogiado. Un cocinero diestro debe saber cuánto sazón y sabor añadir a cada plato.

Limitar el lenguaje es necesario tanto en el mundo de la literatura como en nuestra habla diaria. El uso indiscriminado de una palabra debilita su significado. Sin embargo, cuando se les usa en el contexto adecuado y con el énfasis correcto, las palabras pueden producir un efecto hipnótico.

Todos los que apoyaban a Stalin contra los escritores judíos de la Unión Soviética ensuciaron sus plumas y lenguas
sin usar ¡una sola mala palabra!

La gente en puestos altos, en virtud de la responsabilidad que tiene para con los demás, debe ser en extremo cuidadosa con sus palabras. La cabeza de un país no se debe permitir los mismos arranques de enojo en contra de otro dignatario que se permite un vulgar columnista. Hacerlo puede acabar en una guerra. Cuando se hacen a un lado los controles sobre el habla, las palabras dejan de servirnos. Por lo tanto, no se puede esperar de ellas que realicen el trabajo maestro de una articulación efectiva y convincente. Informar o relatar se vuelven tareas muy arduas.

En estos tiempos tan cargados de palabras, las personas casi han renunciado a expresar con exactitud su pensamiento por medio de un habla efectiva. Las malas palabras han perdido su maldad por medio de la repetición. La familiaridad ha privado de su frescura las palabras hermosas. Por fortuna, hay muchísima gente que rechaza la mentira, las malas expresiones, la frase torcida o perversa. Son estas personas las que sostienen el peso y el poder de la palabra verdadera. Como defensores de la palabra verdadera, engendran respeto y admiración en otros. Sin éstos que levantan el promedio de la verdad por medio del habla, la expresión humana se haría inútil, incluso muda, al margen de que nuestros diccionarios se llenan cada vez más.

Es bien sabido que en la etapa que siguió a la Revolución Rusa, el capitalismo fue el banco constante del veneno que eran capaces de soltar los diarios rusos. Eso quedó atrás hace tiempo. Hoy en día, Pravda e Izvestia cuidan su lenguaje. La fuerza creciente de Rusia y su deseo de cooperar con otros poderes mundiales da lugar a esta renovada moderación.

El lenguaje irresponsable e imprudente es el sinsentido de quienes no sienten una obligación moral o social hacia los demás y que eligieron desentenderse de su valor. Sus elogios son tan banales como sus insultos. No tienen reparos en retractarse cuando así les conviene, o cuando eso les puede aportar ventajas. Esta gente ha perdido el mayor de los dones que recibiera la humanidad —el habla—, el don de la comunicación.

Debemos concluir que el trabajo de cuidar el habla no se puede delegar en un censor. Las personas a fin de cuentas deben ser sus propios censores. Más aun, las malas palabras sólo son una pequeña parte, y relativamente inocua, de la basura que las personas sin ética dejan salir de sus labios.

No creo que la gente en el futuro relaje la atención en el interés de un habla decente y socialmente aceptable. Es más probable que, con el crecimiento de una cultura mayor y el incremento en la creencia en ideales más elevados, una mayor belleza en la expresión ha de venir junto con un deseo más fuerte de elevar la palabra humana a su nivel más alto.

Forverts, 10 de julio, 1966

Banca en honor de Bashevis Singler, Biłgoraj, Polonia. ı Foto: commons.wikimedia.org