Ricardo Garibay (Tulancingo, 1923-Cuernavaca, 1999) fue ante todo un estilo: de escribir, por supuesto, pero también de comportarse en su faceta pública de escritor, y de concebir la literatura y el México que le tocó vivir. No siempre fue un estilo fácil, tanto en lo que se refiere a la escritura como al comportamiento del personaje, lo que explica el lugar extraño que ocupa en la literatura mexicana.
Cada vez queda más claro que su obra es ineludible, pero la figura pública sigue resultando incómoda, aunque los motivos varíen y no siempre sean los mejores: en un principio, su legendaria personalidad conflictiva lo distanció de ciertos círculos literarios y, después, su relativa marginalidad del canon más oficial se debió a su cercanía con algunos de los presidentes más oprobiosos del PRI. En todo caso, a cien años de su nacimiento y a casi veinticinco ya de su muerte, va siendo hora de dejar las rivalidades literarias, los programas de televisión o el colaboracionismo con el peor PRI en anécdota o en el simple folclor de una época —porque los comportamientos intachables no abundan, además—, y de concentrarse en lo único que importa cuando hablamos de literatura: en la obra. Y la de Garibay importa mucho, precisamente por su estilo que, como sucede con todo gran escritor, rebasa por mucho los dimes y diretes de su tiempo, las envidias y el chisme de la repartidera de premios, piñata en la que tuvo que consolarse, a regañadientes, con un par de golosinas ignoradas por los demás.
En su caso, el estilo no debe entenderse como una serie de acrobacias morbosas o de fuegos artificiales sin ninguna ceremonia detrás. En Garibay traduce una forma de entender la realidad y se convierte en una herramienta necesaria y única para contar aquello que está contando —su infancia, la muerte de su padre, las andanzas de un boxeador o los mil granos de arena de Acapulco— y para expresar eso que está expresando —el rencor, el dolor, la desmesura o la rabia. Encima, leer su estilo es también leer su biografía, pues en las transformaciones de la prosa se vierten las transformaciones de quien la escribe, sus aprendizajes y desencuentros, alturas y bajezas, la vida, pues, que en un escritor de la talla de Garibay va de la mano con la sintaxis y la metáfora. Por algo Vicente Leñero apuntó que fue dueño de “un estilo propio, una prosa de cadencias tan bravas, un amor tan perfecto al oleaje feliz de las palabras”.
Beber un cáliz es solemne, en el mejor sentido del término,
y parece haber sido escrito para fijar un clásico y no para promocionar una vanguardia
LA HISTORIA DEL ESTILO de Garibay empieza en 1955, con Mazamitla, un cuento extenso con ínfulas de novela breve, que escribió como becario en el Centro Mexicano de Escritores. Si apunto esta curiosidad burocrática es porque la nouvelle está ambientada en ese pedazo de los Altos de Jalisco del que salió una parte de la mejor literatura de México, y que Rulfo y Arreola convirtieron en texto en los talleres del Centro. La madre de Garibay también era originaria de esa región ahora casi mítica, y con ese aval en su estirpe, el joven Garibay reclamó su derecho a formar parte de ese nuevo ruralismo, por llamarle de alguna forma, aunque la etiqueta le quede chica.
Hay alzados y hay caciques en Mazamitla, como los hay en los cuentos del Rulfo publicado a medias que por entonces tallereaba en el Centro, e incluso, si no recuerdo mal, algún jinete de la novela breve pasa por los linderos de la Hacienda de la Media Luna y sigue de largo, como si fuera el mismo Garibay reconociendo su influencia rulfiana al tiempo que quiere huir de ella. La estructura de Mazamitla es ambiciosa, al igual que los juegos temporales tomados de Faulkner —hay un simpático guiño a él en la novelita—, aunque su brevedad deja la sensación de que no alcanzó a capturar la tragedia imaginada por su autor.
Sin embargo, desde la primera línea, el lenguaje ya contiene el insolente genio idiomático de la casa: “¡Que me dé la luna de frente!”. Y el final recuerda inevitablemente al de Pedro Páramo, publicado apenas diez días antes, según los respectivos colofones de las primeras ediciones, lo que muestra la atención que los becarios del Centro ponían en el manuscrito del de al lado: “Cuando sus ojos desamparados taladraban el cielo, recibió la descarga. Redobló girando hacia donde debía girar, descendió como un maestro, y dejó que su cabeza rebotara en el piso de su tumba”.
En todo caso, quedaba claro que talento había de sobra; la tarea pendiente del joven Garibay era encontrar su propio estilo. Esta tarea le tomó diez años, pero vaya que fue realizada, como lo demostró con la publicación de Beber un cáliz, en 1965. Ahí ya no queda rastro de los caciques y las haciendas jaliscienses con los que Rulfo siguió rumiando toda la vida; Garibay aparece con una primera persona enfática y absolutamente protagónica, que deja el pudor para mejor ocasión y hace literatura de la propia vida y de la propia muerte, desmintiendo una vez más la vieja creencia de que literatura es sinónimo de ficción.
EN BEBER UN CÁLIZ, Garibay narra la muerte de su padre, personaje temido y adorado. El relato es minucioso y conmovedor; al tiempo que el hijo ve morir al padre reflexiona sobre la inutilidad del lenguaje para alejar a la muerte y sobre su impertinencia, pues en un momento tan trágico no puede evitar transformar en palabras todo lo que ve: “Perdóname, padre, a mí perdóname tú, de estar vacío, de ser palabras”. Con esta imploración, Garibay lleva hasta la ofensa la conciencia lingüística que permeará toda su obra, pues incluso cuando quiso huir de él, el estilo permanecía, fiel y vengativo, como una condena a la que le debe lo mejor y también lo peor de su obra.
Si en Mazamitla prevalecía un lenguaje contenido con ciertas reminiscencias poéticas, en Beber un cáliz la frase se vuelve amplísima y se convierte en un derroche verbal en el que caben el dolor, la angustia y la culpa, pero también la descripción que salta, impunemente, de la más feroz objetividad a la subjetividad más desesperada. Aparecen también, de manera acabada y definitiva, las figuras que ya lo acompañarán siempre, como la hipérbole, la repetición y la anáfora, que además de convertir la prosa en poesía le sirven, en este caso, para expresar la herida única que sólo se presencia una vez en la vida, la muerte del padre:
Estoy hipnotizado por el rostro ahora blanco como tierra blanca, la tremenda presencia de los pómulos, los maxilares; los huesos aparecen bruscamente ocupando todo el espacio del mundo. Comienzo a rezar el avemaría. La boca de mi padre comienza a exhalar, entre interminables espacios yertos y hacia la inmovilidad de piedra que aún no presiento, sus últimos alientos. Ya estamos llorando, ya gritamos, ya rezamos a gritos, ya nos sacudimos, ya hemos caído sobre sus manos.
Resulta significativo el hecho de que Beber un cáliz fue publicado y recibido como novela, e incluso se le sigue considerado como tal. Sin pretenderlo, Garibay se adelantó cincuenta años a la creación de un subgénero que encontró su esplendor bien entrado el nuevo milenio. Hoy abundan los relatos de duelo en todas las literaturas hispánicas, sin embargo, me parece que no se le ha reconocido su carácter de precursor.
Es verdad que, en literatura, al acto de narrar la muerte de un ser querido siempre se le van a encontrar antecedentes, del discurso epidíctico clásico al kadish judío o a las Coplas de Manrique, pero el relato de duelo novelizado, tal como lo conocemos hoy en día de la mano de Julián Hebert o Piedad Bonnett, por mencionar a dos de sus más destacados exponentes, fue configurado en buena medida por Garibay. Quizás esto se deba a que se relacione la novedad con un discurso transgresor o explícitamente rupturista, mientras que Beber un cáliz es solemne, en el mejor sentido del término —porque lo hay— y parece haber sido escrito para fijar un clásico y no para promocionar una vanguardia. Sea como sea, la publicación de una obra en prosa tan incontestablemente brillante, perteneciente a un trozo de la biografía del autor, quien no se molestó en ficcionalizarla, desató una pequeña y absurda discusión que Garibay, como casi siempre, perdió.
Traía otra novedad, que el propio Donoso reconoció: la emoción sin sentimentalismo. Bien puede verse en él a uno de los primeros escritores mexicanos que escribió
en prosa sobre sus sentimientos, firmando el pacto autobiográfico
FERNANDO BENÍTEZ, desde el influyentísimo suplemento La Cultura en México, decidió saludar Beber un cáliz como lo que era, una obra maestra, por lo que dedicó una doble página a publicar un adelanto y encargó un par de reseñas a dos escritores prometedores: Augusto Monterroso y José Donoso. La revisión del guatemalteco fue elogiosa, pero la del chileno, a pesar de reconocer que Garibay “muestra una intimidad absoluta que nunca cae ni en el sentimentalismo ni en el impudor”, le reprochaba su carácter autobiográfico:
... Porque Beber un cáliz es como el ensayo de alguien que quisiera escribir una novela porque sabe que puede, pero que no se atreve a dejar de ser él mismo, y se aferra a su propia experiencia y a su personalidad como un niño a un salvavidas de goma en una alberca.
La reseña puede leerse como un manifiesto contra la novela de no ficción y muestra una concepción de la literatura muy alejada de la nuestra, pero Donoso se salió con la suya: desechaba la literatura autobiográfica y, al mismo tiempo, descartaba a Garibay como miembro del Boom que entonces se estaba conformando.
Garibay se vengó de inmediato, incluso antes de que la reseña fuera publicada, pues ésta apareció con una misteriosa leyenda al calce: “Muy bueno para criticar pero es una pobre bestia...”. Hasta la fecha se ignora quién escribió el insulto, aunque sospechosos no faltan: además del reseñado, Vicente Leñero, José Emilio Pacheco o Juan García Ponce, contra quienes también cargaba Donoso de pasada. Obviamente, nadie aceptó la culpa, aunque la mejor declaración de inocencia fue la de García Ponce, quien dijo que él no pudo haber escrito eso, pues estaba de acuerdo con la segunda parte del anónimo, pero no con la primera. Aunque el insulto cumplió con su cometido y le provocó molestia durante meses al delicado Donoso, el mal ya estaba hecho, y Garibay abandonaría la literatura autobiográfica durante un par de décadas.
Al margen de elogios y críticas, el estilo ya estaba allí, hondo y virtuoso. Hay prosas que fluyen y transcurren tan naturalmente, veloces y corteses; otras, en cambio, cuestan, anuncian a gritos la dificultad con la que se escribieron, son como golpes o quejidos, tercas y voluntariosas. No son fáciles, y la de Garibay es una de ellas, que en su lamento traía otra novedad en la literatura mexicana que el propio Donoso reconoció: la emoción sin sentimentalismo. Bien puede verse en Ricardo Garibay a uno de los primeros escritores mexicanos que escribió en prosa sobre sus sentimientos, en primera persona y firmando ante notario el pacto autobiográfico.
SI BIEN GARIBAY SE OLVIDÓ de la escritura autobiográfica durante un extenso periodo, pronto se dedicó a consolidar el estilo que había encontrado; logró renunciar a su propia vida como materia de escritura (o se resignó a ello), pero ya no se desprendería del estilo que llegaría a confundir con sí mismo. A esta confirmación pertenecen sus tres siguientes novelas, ficcionales por completo, que la crítica ha coincidido en considerar como las mejores de su producción: Bellísima bahía (1968), La casa que arde de noche (1971) y Par de reyes (1983). De estas tres, por su poder de contención y evocación, yo me quedo con la segunda.
En ella, Garibay escribe sobre uno de los sitios o temas más socorridos en la literatura del momento: el burdel. Pero más que abandonarse al triste exotismo del local, como Vargas Llosa en La casa verde, o escribir una cuestionable fantasía masculina de senectud, como García Márquez en Memoria de mis putas tristes, La casa que arde de noche alcanza una dimensión trágica gracias a la escritura endemoniada de Garibay, que combina una sequedad casi cruel con una expresividad sórdida.
La anécdota resulta sencilla: Eleazar vuelve al pueblo y al burdel para cobrar una venganza y recuperar un amor. La novela cuenta poco; prefiere mostrar y sugerir, y muchas veces incluso se elude la narración para dejar que las imágenes se encarguen de sintetizar un pequeño mundo, como sucede con la descripción de El Charco, del que nunca se dice que es pobre, sórdido y sucio, cuando esto se puede capturar con una elocuente enumeración, otro de los recursos mejor aprovechados del escritor:
... Eleazar sube y baja escaleras, vaga por el laberinto. Ha encendido uno tras otro a todos los cuartos. Vacío y silencioso, el laberinto expele sus humores, muestra como cogido por sorpresa sus entrañas: sus sábanas revueltas, sus tocadores infestados de frascos abiertos, sus peines engreñados y chimuelos, sus palanganas de peltre, sus prendas interiores sobre las camas, entre los frascos, por el piso, colgadas de los picaportes, sus pedazos de espejos. Semen, sudor, perfume, vascas, orines, un solo tufo sólido, que se no se respira, se palpa, se come.
Por momentos, y aunque sea sencilla, la trama es difícil de seguir por la abundancia de elipsis y perífrasis. Garibay se resiste a escribir una narración eficaz; él prefiere que el mundo se confabule para contar su historia, como sucede, por ejemplo, hacia el final de la novela, con la partida del protagonista tras incendiar el burdel, lo que se da a entender con una imagen casi cinematográfica:
Gentes espantadas, presurosas, gritonas, empiezan a cruzarse con Eleazar. Más adelante, gentes a caballo; más adelante gentes en carretas, y más delante el camino de arena es un río de gente horrorizada que corre hacia el incendio. Eleazar no vuelve la cabeza, no altera su paso.
Conforme escribía sus novelas, Garibay desarrolló una notable carrera como periodista y cronista, en la que, de nuevo, su estilo resume la realidad y se impone a ella. Como no puede ser de otra forma, una parte de su obra periodística —la dedicada a la nota diaria y la intriga política— es desechable, en tanto que otra pide a gritos una compilación acorde con la sensibilidad contemporánea, pues Garibay tiene obra para contentar a cada época con sus manías.
EN ESPERA DE ESA ANTOLOGÍA, sus libros unitarios de crónica bien pueden considerarse clásicos del género y, de nuevo, como precursores de tendencias que se impondrían hasta muchos años después, como la novela de no ficción o el reportaje que, de tan literario y tan personal, se acaba convirtiendo en crónica. Las glorias del gran Púas (1979), que el hidalguense escribió tras haber pasado una temporada con el boxeador, es uno de los mejores perfiles de la literatura latinoamericana y bien puede leerse como una novela real, mientras que Acapulco (1979), con su título sucinto, mezcla el relato de viajes, el análisis sociológico, la autobiografía, el ensayo, el reportaje y la fantasía para crear un texto híbrido, a la manera de los que Pitol escribiría años después sobre geografías más prestigiosas.
Fue gracias a la crónica, o sea, a la escritura de la realidad, que Garibay se fue reconciliando consigo mismo hasta volver a convertirse en literatura en Fiera infancia (1982) y en Cómo se gana la vida (1992). En el primero, el escritor rememora su infancia y juventud, pobre y cruel, en la colonia de San Pedro de los Pinos de la Ciudad de México, y en el segundo, teniendo como eje los innumerables oficios que ejerció para vivir, narra buena parte de su vida adulta. Por fortuna encontramos de nuevo el estilo Garibay, aunque ahora de forma más desenvuelta y desinhibida, a veces humorística —un rasgo inexistente en sus primeras obras—, en una escritura menos exigente que, no obstante, gana en autenticidad lo que pierde en rigor.
Entre la picaresca y la novela de formación, el niño Garibay se va abriendo paso en el mundo, batallando por no dejarse abandonar a la violencia y la mediocridad que lo rodean. No hay ningún espacio para la idealización
El cuadro que pinta el autor de su barrio de infancia en específico y de la Ciudad de México en general es sórdido, miserable, despiadado: niños a los que les pagan por capturar y matar ratas, violencia machista en todas sus variantes, el racismo y el clasismo convertidos en norma social de convivencia, bosques y ríos que van desapareciendo hasta crear un nuevo monstruo que el escritor adulto reconoce y desconoce, como a un amigo envejecido.
Entre la picaresca y la novela de formación, el niño Garibay se va abriendo paso en el mundo, batallando por no dejarse abandonar a la violencia y la mediocridad que lo rodean en la calle, la escuela y el hogar. No hay ningún espacio para la idealización en un tiempo en que la supervivencia es la única ley. Son raros los momentos de flaqueza, y cuando cede a ellos, no se debe a que encuentre algo bueno en esos viejos años, sino a la desconfianza en la literatura, que altera lo que cuenta:
Una de las penas de este encargo, escribir la propia vida —al cual, claro, cómo hubiera podido resistirme—, es que de la muchedumbre de visiones y voces que trae cada paso hacia atrás, debe hacerse un cernido, una especie de antología donde la muchedumbre quede englobada —contarlo todo sería inútil e imposible— y triturado el ánimo por el tiempo, el tiempo aquél, aquel pasado: la noche que ya no puede transitarse, donde cintila innumerable la memoria con el amor y dolor y prestigio de la nostalgia. Acaso no haya sido feliz allá ni allá, y sin embargo aun los dolores, hoy, por venir de tan lejos, llegan temblorosos de gozosa frescura.
La imagen que se rescata del hogar no es mucho más benévola, en especial por la figura paterna. Garibay cuenta que escribió Beber un cáliz en un periodo de debilidad en que creyó, en buena medida guiado por el catolicismo que aún profesaba, haber perdonado a su padre. Pero en Fiera infancia recobra el rencor que le tiene y lleva a cabo un ajuste de cuentas frente a una figura autoritaria, violenta e inflexible, cuyo castigo atormentaría al escritor durante toda su vida:
Semejante a la noche baja una y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme en su recio aliento, que era como viento de agujas rojizo en mi nuca, en la base de mi lengua, en mi garganta.
A ESTAS IMÁGENES tremendas y tremendistas siguen episodios más cercanos a la picaresca, sobre todo en Cómo se gana la vida, donde Garibay hace un recuento de los oficios que ejerció para sobrevivir, que Josefina Estrada, una de sus principales lectoras, sintetiza en el prólogo a la última edición en DeBolsillo:
Repetidor de trabalenguas en un concurso de la XEW, empadronador, actor de radio de la WEB, modelo en la Academia de San Carlos, sparring del boxeador Trini Ruiz, inspector de mercados y restaurantes, interventor de bules y cabarés, abogado postulante, profesor, el que dice el sermón del rosario y maestro de ceremonia de caravanas artísticas.
A estos oficios hay que agregar el de guionista de cine, al que Garibay dedica varias páginas de rabioso reproche, tanto por la paga recibida como por la incomprensión que sufrió en el medio, a pesar de haber escrito más de un éxito, como El milusos, y de poner en práctica una de sus cualidades más destacadas: la naturalidad de sus diálogos gracias a su prodigioso oído para todo tipo de registros.
Tanto en sus crónicas como en sus escritos biográficos, Garibay muestra la corrupción omnipresente en México y se burla de varios rasgos de la idiosincrasia del país. Sin embargo, a diferencia de otros célebres críticos de la cultura nacional, como Jorge Ibargüengoitia, se convierte él mismo en blanco de esa crítica y explicado de qué forma él mismo ejerció la corrupción en cada uno de los oficios que llevó a cabo. Este autoescarnio llega a uno de sus puntos más altos, y cínicos, cuando cuenta cómo Díaz Ordaz le ofreció un soborno mensual, que él aceptó con gusto, o cómo se convirtió en un intelectual orgánico de Echeverría durante sus fastuosas giras mundiales.
Garibay nunca habla desde una altura moral, sino que se asume como parte del lodazal de la realidad desde niño, cuando podría haber rescatado la pureza que uno da por descontado en toda infancia:
... Pero no nos engañemos; según recuerdo, yo era, simplemente, insoportable. Canijo, cobarde, llorón, chismoso, sumamente asustadizo, insomne, faldero, fantasioso y discursero sin fin; y después la arrogancia, la anarquía, la insolencia, y el resentimiento que, supongo, se me salía por todas partes.
Escribió y publicó hasta su muerte. Sus últimas obras son desiguales, algunas porque abandonaron su estilo en busca del bestseller que no llegó, como en Triste domingo, o por llevarlo al extremo, hasta el borde de la ilegibilidad, como en Taíb. Y faltaría hablar de su teatro y sus cuentos para hacer un verdadero recuento de su obra completa, pero ésta es inabordable de tan amplia, como inabarcable es también el personaje, de tan complejo.
¿QUIÉN FUE RICARDO GARIBAY? A él la literatura le sirvió para dejar de saberlo, como se responde a sí mismo cuando se pregunta por qué escribir sobre la propia vida:
Porque me entusiasma la creación de ese personaje sacado de la persona que fui en el pasado irrecuperable, lo que me enfrenta a este dilema: qué es más cierto: el que se era verdaderamente, o el que se es en la literatura que uno mismo hace.
Tras leer su obra y tomando en cuenta que escribió sobre la muerte y la podredumbre, sobre la fiesta y la miseria, sobre sí mismo sin miedo de sacar lo peor de su persona, que encontró un brillo en esa densa oscuridad gracias a un estilo único y que no tuvo miedo de enfrentarse al pasado y a sus sombras, podemos afirmar que Ricardo Garibay, rescatando esa lejana primera línea de su obra, fue “el hombre que vio la luna de frente”.