Para Gonzalo Celorio
Mi hermano mayor me habló al celular para darme la noticia. Su voz estaba inquieta y era poco clara.
Quería otra vez dinero, pensé. Preguntó: “¿Cómo estás?”, “¿Has tenido un día difícil?”. Lo único que pude responderle sin ser demasiado cortante fue: “Todo bien, gracias”. Enseguida se tendió un silencio incómodo. Cuando no se pudo prolongar más, Octavio dijo que no sabía con exactitud cómo había pasado, fue tan rápido, era difícil decirlo, la íbamos a extrañar mucho... nuestra madre había muerto.
Me quedé en silencio. No porque me causara sorpresa la muerte de mi madre, sino porque no sabía qué contestar, ni cómo debía actuar al respecto. Nunca había pensado lo que uno debe decir ante eso, y mucho menos ante la muerte de una madre distante. Después de la pausa, Octavio preguntó si estaba bien, dijo que lo tomara con calma, debíamos ser fuertes en ese momento. Le respondí que tenía razón y se me ocurrió añadir: “A mi madre le gustaría saber que dejó en esta tierra a hombres y no a niños”. No supe de dónde saqué esa frase, pero funcionó como final para terminar de hablar con mi hermano. Sólo agregué: “Discúlpame, en un rato te llamo”.
SAMANTA PREGUNTÓ si había algún problema. Le respondí que ninguno. Para evitar cuestionamientos la besé en la boca, deslicé mi mano por su espalda con la perversidad que inquieta a las mujeres y de nuevo aspiramos cocaína. Al terminar, cada quien subió a su automóvil. Ella tenía que cuidar a su hijo y pelear con su esposo; yo, ir por un atuendo adecuado para acompañar a mi familia.
Llamé a Octavio. Me enteré de que sería velada en una funeraria del Centro. Mi hermana había comprado un paquete mortuorio para evitar contratiempos. Tal vez lo hizo porque el día que murió mi padre no tuvo tiempo para llorar lo suficiente. De esa ocasión, sólo recordé que ella entraba y salía de la casa con papeles en la mano, mientras yo, aún niño, curioseé el féretro del jefe de familia muerto.
Este nuevo caso parecía el mismo trámite. Los conocidos de mis padres llegaron poco a poco a dar el pésame. En la sala de velación se mantenían en promedio unos diez sujetos, luego la tasa disminuía a tres o cuatro. El tiempo avanzó rápido. Creí que el proceso duraría toda la noche y en la mañana, luego de dos o tres abrazos más, incinerarían a mi madre. Para abreviar la espera, salí y mandé memes a Samanta.
Regresé a la sala de la funeraria. Tomé asiento. Mi hermana y Octavio se acercaron. Cuando estaba pensando en otra frase motivacional para calmarlos, mi hermano abrió la boca y dijo: “Tenemos un problema”. Nos informó sobre la última voluntad de mi madre: que arrojáramos sus cenizas al mar.
Tomé asiento. Mi hermano abrió la boca: Tenemos un problema . Nos informó sobre la última voluntad de mi madre: que arrojáramos sus cenizas al mar
EL PAQUETE MORTUORIO de la funeraria, obviamente, no incluía ese servicio. Natalia asintió con la cabeza, se secó las lágrimas con un pañuelo desechable y le di una palmadita en la espalda. Al mismo tiempo, Octavio comentó que deberíamos ir pensando en cómo cumplir con el último deseo de mi madre. Mencionó que Natalia y él no estaban convencidos. Querían tener las cenizas cerca, en un lugar donde todos pudiéramos recordarla o, si no había otro remedio, por lo menos encontrar una fecha para ir los tres al mar a dejar los restos...
Lo dejé hablar sin poner más atención a su perorata. Me concentré en una estrategia para salir de todo el asunto, pronto. No tenía ningún interés de ir con ellos a ensuciar la playa. Mantener un vínculo mínimo con la familia, por utilidad en la vida práctica, para mí era suficiente.
Cuando algunos pájaros anémicos anunciaron el día, fui al baño, oriné, me lavé la cara y regresé a la sala de velación para convencer de mi plan a los hermanos. Con solemnidad, les mencioné que yo sí estaba de acuerdo en cumplir el deseo de mi madre; para no quedarme con remordimientos por no acompañarla en los últimos días de su vida y por no tener una relación cercana, les rogué encomendarme esa misión importante. Haría el viaje por carretera —especifiqué— para estar más tiempo con ella y de esa manera, además, ellos no se verían obligados a realizar un acto del que no estaban totalmente seguros. Mis hermanos se miraron a los ojos y, después de suspirar, dijeron casi al mismo tiempo: “De acuerdo”.
El resto del proceso pasó volando. La familia y dos o tres metiches se despidieron del cuerpo frío y arrugado. Después de la cremación entregaron una cajita vulgar con el logo de la funeraria. Octavio y Natalia lloraron por última vez junto a mi madre. Al salir del establecimiento, ellos se fueron a su casa y yo, acompañado de los residuos, llegué a mi departamento.
Busqué ropa para cambiarme de atuendo. Me di un baño. Al terminar llamé a Samanta para decirle que saldría una temporada de la ciudad por un nuevo proyecto de trabajo, pero a la vuelta la buscaba para drogarnos. Colgué, preparé el equipaje y antes de salir rumbo a mi playa favorita de sexoturismo, tomé las cenizas y dije, antes de echarlas al excusado: “Madre, es mejor que te adelantes porque me gusta ir puebleando”.