Las artes y las humanidades a menudo son presentadas como antídoto de la criminalidad. Se habla de la cultura en su sentido más amplio como una herramienta para la construcción de paz y se fomentan las expresiones artísticas entendidas como vehículo para el bienestar. Estas nociones han guiado los esfuerzos más recientes en el sector, sobre todo en México, donde el concepto de cultura comunitaria se presenta como eje de la política en la materia, al menos en el discurso, frente a la hostilidad que vivimos día con día. La realidad que se vive al interior de las instituciones culturales resulta una triste ironía frente a esa narrativa, pues se trata de uno de los ámbitos más afectados por la violencia laboral.
MIENTRAS EN EL MUNDO EMPRESARIAL, el bienestar se ha colocado al centro de las prácticas laborales, en el cultural parece pervivir la noción de que quien más aguanta o sufre es acreedor de más puntos en su currículum. Conceptos como flexibilidad —tener horarios menos estrictos o trabajar bajo esquemas híbridos, con jornadas de teletrabajo— o salario emocional —todo aquello que una organización te ofrece, más allá de la remuneración monetaria, para estar a gusto en tu trabajo— son al día de hoy preocupaciones fundamentales de los empleadores corporativos. Sus esfuerzos se enfocan cada vez con mayor determinación a la felicidad de sus colaboradores, un proceso en gran medida acelerado por la pandemia e impulsado por la promulgación de la NOM 035, que compromete a las organizaciones a garantizar buenas condiciones laborales y reducir el estrés.
En el sector cultural, ninguno de estos temas ha encontrado arraigo; no sólo no son preocupaciones de los directivos, sino que pareciera que ejercer prácticas completamente contrarias está en la médula misma de las instituciones. Por desgracia esto suele ser más cierto en el sector público, donde la precarización es parte importante del problema. Las contrataciones, excepto para el personal de base sindicalizado, se hacen a través de Capítulo 3000, una práctica no muy distinta del outsourcing, en la que quienes cubren incluso funciones esenciales para la operación de una institución, como un museo, tienen contratos por honorarios sin ningún tipo de prestación o beneficio. Es algo que este gobierno justificadamente ha buscado erradicar en el ámbito privado —pero no en su propia estructura.
Seamos sinceros. Muchas de estas problemáticas se ven agravadas por uno de los mayores lastres del sector cultural: el ego. Los directivos y altos mandos de las instituciones culturales usualmente son Intelectuales (así, con “i” mayúscula) o personajes de alto capital político, para quienes la retroalimentación de los colaboradores no es algo a fomentar, sino que resulta una afrenta a su autoridad. Se comportan como reyes y gobiernan a decretazos, frecuentemente sin ninguna justificación o estrategia detrás de sus decisiones. Además, en el sector público sus puestos no están sujetos a evaluaciones. Este tipo de gestión ha llegado a denotar malas prácticas, como gastar presupuestos de un año entero en un solo proyecto, por ejemplo, una exposición. Quienes se encargan de operar los decretos lo hacen como si se tratase de una auténtica corte: las intrigas y los chismes suelen acompañar sus gestiones y se mueven de institución a institución con el director, como si se mudaran de un palacio a otro. Son su gente y le serán fieles ante todo.
Esta crueldad que ejercen desde directivos hasta mandos altos y medios va desde prácticas como las llamadas mobbing (acoso laboral) y gaslighting (manipulación del sentido de realidad de una persona), hasta acoso laboral y el más vil maltrato. Sobran las historias de terror que entre colegas nos contamos. A todo esto se suma el ensañamiento económico, con pagos que llegan a retrasarse meses. Quienes se encuentran en cualquiera de estas circunstancias o —situación más frecuente de lo que me gustaría admitir aquí— en todas las anteriores, viven en un estado perpetuo de miedo en sus centros de trabajo, lo que tiene consecuencias emocionales e incluso físicas.
La realidad es que las violencias laborales tienden a ser encubiertas o se estigmatiza a quien las denuncia
EL ALTO ÍNDICE de rotación de personal que estas situaciones generan, ya sea por renuncias de quienes no toleran el atropello laboral o despidos cuya única lógica es cubrir plazas con un equipo propio, no sería aceptado en ninguna empresa. Es síntoma de una mala cultura organizacional, lo que de modo coloquial podríamos llamar un ambiente tóxico. Lamentablemente, pocas instituciones culturales tienen mecanismos para evaluarlo, mucho menos denunciarlo, y tampoco cuentan con protocolos claros para atenderlo. La realidad es que las violencias laborales tienden a ser encubiertas o, peor aún, se estigmatiza a quien las denuncia como una persona conflictiva o poco leal. En muchos casos también suele escucharse el clásico así se trabaja aquí.
¿Por qué los trabajadores del sector cultural estamos dispuestos a tolerar tanta agresión laboral? La respuesta denota la perversidad de quienes la ejercen: porque para la mayoría de las personas que decidimos dedicarnos a la cultura no hay otra opción.
Estudiamos humanidades o carreras artísticas, nos apasiona lo que hacemos y profesionalmente no quisiéramos tomar otro rumbo. Muchos también tenemos una necesidad apremiante de trabajar. Esto lo saben muy bien y abusan de ello. Tomemos como ejemplo el caso de los arqueólogos; si se quieren dedicar a su profesión ellos, por ley, sólo pueden trabajar en el INAH. En otros ámbitos, como el de los museos, existen escasas oportunidades laborales fuera del sector público, donde la falta de presupuesto está a la orden del día. Ante estas situaciones, muchos hemos decidido tomar el camino del freelance en algún momento de nuestras carreras. No es fácil navegar en un país donde la cultura es vista como ornamental y, por lo tanto, nunca como sector prioritario para detonar el desarrollo y la prosperidad —aunque las cifras demuestren lo contrario.
El trabajo es un derecho y todos, sin importar qué carrera ejerzamos, merecemos llevarlo a cabo con dignidad. El sector cultural, aliado natural de los derechos humanos, no puede seguir operando bajo la cultura de la violencia.