Alan Glass

La luz de la sombras

Alan Glass, el artista canadiense que hizo de México su país adoptivo durante casi medio siglo, murió el pasado 16 de enero. El collage fue su sello distintivo, como se puede apreciar en estas páginas, que incluyen un texto en su memoria y un poema recobrado que le dedicó Alberto Ruy Sánchez, para la exposición que Glass presentó al cumplir ochenta años, en 2013. Bajo el signo del hallazgo y el asombro, las propuestas y soluciones de su formidable arte combinatoria lo acreditaron como el último de los surrealistas.

La Vía Láctea, intervención sobre vaca en fibra de vidrio, tamaño natural, 2005.
La Vía Láctea, intervención sobre vaca en fibra de vidrio, tamaño natural, 2005. Foto: Gabriel Bátiz

“Cuando una persona muere, se separa de su sombra”, me dijo Alan Glass, frente a una serie de grabados antiguos con escenas urbanas en los que él había independizado a las sombras. Ellas cometían crímenes misteriosos o actos heroicos, salvando a gente sin llevarse ningún reconocimiento. “Tal vez por ahí andan nuestros muertos, escondidos en nuestras sombras mien-tras necesitan andar por su cuenta. Tal vez por eso me gustan tanto las sombras”. Todo lo que Alan decía era muy en serio y a la vez jugando. Todo en él era exploración del sentido de la vida a través de las mil cosas que encontraba por azar y con las que jugaba haciendo objetos terriblemente bellos, divertidos y profundos.

Como su íntima amiga, Leonora Carrington, Alan era surrealista porque nunca había buscado serlo. Ambos hacían cada cosa a su manera, fieles al asombro exacerbado que de niños les hacía abrir los ojos con entusiasmo y certeza de su propia fragilidad, lo que se convierte paradójicamente en fortaleza frente al mundo. Ambos fueron reconocidos por los grandes surrealistas del movimiento. Pero no fue eso lo que los identificaba, sino su manera de estar en el mundo con los ojos muy abiertos para verlo todo como un sueño inesperado, fascinante o terrible. Que siempre merecía ser contado a través de formas, collages, dibujos, objetos.

Los eternos adioses, sombrero de chamán huichol, 2013.
Los eternos adioses, sombrero de chamán huichol, 2013.

LA CASA DE ALAN, en la colonia Roma, muy cerca del Parque Pushkin, es una inmensa caja de juguetes. Las cosas ahí toman vida ensamblándose en pequeños escenarios extraños que cuentan historias increíbles. Cada escenario es un collage tridimensional, dentro de una nueva caja. Asombros dentro de asombros.

Cultivaba el principio surrealista de dedicar una extrema atención a los objetos encontrados, considerándolos arte en sí mismos, potenciados por el azar que los llevaba a sus manos o a su puerta. Como esa herrumbrosa espada que alguien se robó de alguna estatua urbana y vino a tirar a la puerta de su casa, tal vez en medio de una borrachera colectiva. O el bellísimo sombrero huichol de plumas coloridas que le compró a un chamán, que Alan llamaba hombre pájaro. Objetos que reclamaban su propia caja para admirarlos y que Alan les dio. Todo junto a un bellísimo termómetro antiguo en una caja que era como pequeño féretro de la temperatura del siglo XIX. O la serie de pequeñas estatuas de marfil que le permitieron contar a su manera el mito del baño de la diosa Diana en el bosque, la arquera cazadora de venados, quien al ser espiada desnuda por Acteón, ella convirtió en venado. Escena maravillosamente surrealista.

En un momento, las cajas dentro de cajas fueron cubos de hielo imaginarios dentro de los cuales Alan construyó castillos y torres y cuentos blancos. Todo blanco tendiendo a transparente. Su cama estaba rodeada de cosas significativas en su vida, como una caja más donde, según él, descansaban sus sueños. Porque el resto del día andaban muy inquietos, jugando con sus cosas por toda la casa.

El doctorado total, objeto en vitrina, 2012.
El doctorado total, objeto en vitrina, 2012.

CUANDO CUMPLIÓ OCHENTA AÑOS me pidió que lo acompañara en el catálogo de su exposición celebratoria, que diseñó Ricardo Salas. Escribí un poema de ochenta líneas explorando su lenguaje y su manera peculiar de estar en el mundo. Durante mucho tiempo siguió comentándome ca-da frase. Su alegría tenía una frescura infantil, contagiosa, ilimitada. ¡Qué mejor recompensa! El mismo efecto que deja toda su obra.

Como Leonora, Alan tuvo otras grandes amigas en su vida, que él mencionó como almas gemelas: la canadiense Solange Legendre, a quien describía citando a Breton: “Solange, mitad sol, mitad ángel”; y la maravillosa artista excéntrica Bridget Tichenor, prima de Edward James, emperador de Xilitla. Ella hizo de un rancho de Michoacán su propio reino imaginario y creó una obra en témpera, enigmática y visionaria, como la belleza excepcional marcada por sus grandes ojos risueños. Ellas lo arroparon, murieron antes que él, mientras Alan seguía “caminando y hablando con ellas de cualquier cosa, pero a la sombra.”

Ojalá que así podamos seguir sintiendo su presencia, y sonreír a nuestras sombras sabiendo que en alguna de ellas tal vez está él. Pero también están nuestros muertos más queridos, como Alan nos enseñó a sentirlos, a saberlos, a reír con ellos.