Mi trabajo se hizo, cobró anchura, altura, hondura; de entonces acá he escrito veintitantos libros, creo que son uno a uno obras maestras en su género, creo que vivirán, vivirán, lo sé, y pocos lo saben conmigo.
RICARDO GARIBAY, Taíb
El ninguneo literario es cosa de caciques, capos y mafiosillos. Su principio: ignorarte para, con ello, eliminarte, silenciarte. El silencio del ninguneo confirma que no existes. Pero si no es suficiente para desaparecerte, está el recurso de la injuria que rebaja a tal grado al difamado, hundiéndolo en el lodo, que queda por debajo de su propia estima. El móvil del ninguneo es la tríada del egoísmo, la envidia y el resentimiento, emociones innobles que se disparan a causa del bien o el talento ajenos.
Puede no ser exclusivamente mexicano, pero acá lo perfeccionamos y le dimos carta de legitimidad como parte de nuestra idiosincrasia. Lo peor que puede pasarle a un mexicano talentoso es enfrentarse al ninguneo de sus colegas: contemporáneos y vecinos. Y no hay nada más paradigmático en el cenit del ninguneo que la frase con la que el cacique Pedro Páramo cierra un diálogo con su administrador, Fulgor Sedano:
—Será lo que usted diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí, alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó.
—¿De quién se trataba?
—Es gente que no conozco.
—No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe.1
Para esos grupos mafiosos, Ricardo Garibay
fue un personaje incómodo. Esos grupos decidían quiénes
valían, y a él lo consideraban de segunda categoría. Lo que más hacía rabiar a los malquerientes era su sinceridad
A LO LARGO de su vasta obra, Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo, 1923-Cuernavaca, Morelos, 1999) supo muy bien lo que es no existir en México. Su actitud de pugilista no era otra cosa que defensa propia, y construyó su personaje con tal maestría que, ante la imposibilidad de desaparecerlo, sus ninguneadores optaron por desdeñarlo e injuriarlo. Ya desde su segundo libro, Beber un cáliz (1965), era un maestro de la prosa y la poesía, con el don, hasta ahora insuperado en México, para oír y escuchar y transmutar la oralidad en una escritura recia y límpida, sensible e inteligente.
Siguiendo la consigna de André Gide (“¡ay del que comienza temprano!”), empezó a publicar de manera tardía. Su primer libro, Mazamitla (un cuento extenso o una noveleta), data de 1955, cuando tenía 32 años. Volvió a publicar un libro hasta una década después, a los 42 años: su obra maestra Beber un cáliz, que ya era un prodigio y, entonces sí, aceleró la pluma para conseguir, libro tras libro, una de las literaturas más originales en México: singular, honda, sin paja ninguna.
Su sinceridad podía llegar al cinismo, en el mejor sentido de Diógenes: sabiduría crítica, subversiva, libre y revulsiva (para muchos, repulsiva), sin guardarse nada: ni siquiera el episodio (que otros habrían ocultado) del mecenazgo de Gustavo Díaz Ordaz, que poco favor le hizo el revelarlo y de donde se agarraron sus malquerientes para tundirlo y rebajarlo, aunque hasta de eso hizo una pieza memorialista inolvidable.
POR BEBER UN CÁLIZ MERECIÓ, en 1966, el Premio Mazatlán de Literatura (para obra publicada), que se entregaba por segunda vez (el primero, en 1965, fue para José Gorostiza por el conjunto de su obra). En 1975, por la traducción al francés de su novela La casa que arde de noche, obtuvo el Premio al Mejor Libro Extranjero publicado en Francia. En 1987 recibió el Premio Nacional de Periodismo; en 1989, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada, por Taíb.
Pero la mezquindad y la inquina le negaron dos de los mayores reconocimientos a que aspira un gran escritor en México: el Premio Xavier Villaurrutia (“de Escritores para Escritores”, ¡vaya necedad!, ¡vaya zoncera, ¿y por qué no “de escritores para albañiles” o “de escritores para plomeros”?) y el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, máximo galardón del gobierno de México, que se ha entregado hasta a chalanes de media cuchara.
Por ello, cuando Vicente Leñero lo recibió en 2001, dijo públicamente que antes que él lo merecía Ricardo Garibay —ya muerto—, a quien calificó como un rebelde de la literatura que vivió para su oficio; más tarde lo reconoció como uno de “los grandes prosistas mexicanos”.2
Para esos grupos mafiosos (“ese PRI cultural que gobernaba México”), Garibay fue un personaje incómodo, como apunta Leñero. Esos grupos decidían quiénes valían y quiénes no, y a él lo consideraban “de segunda categoría”. Y lo que más hacía rabiar a los malquerientes era su invicta sinceridad. Así, en Taíb, afirma:
... He logrado varias obras maestras, sí, lo sé a ciencia cierta. Tengo ya un “vasto fresco”, un caleidoscopio donde puede verse con nitidez parte considerable del quehacer literario y buena parte del mundo que estamos viviendo. Sí, ¿y qué pasa? Qué pasa. Que no me conoce nadie.3
Algo que no podían ni debían negar, lo negaron: su gran talento literario. Su singularidad en todos los géneros en los que incursionó: cuento, novela, crónica, reportaje, memoria, teatro, guion cinematográfico y otros escritos donde entreveró estos registros con maestría indudable.
En Taíb trae a cuento que, en 1984, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura se lo dieron a Carlos Fuentes, a pesar de que la UNAM lo había propuesto a él (“envié un currículum con 29 libros publicados”). Al saber los nombres de los integrantes del jurado, escribió: “No podía yo estar en peores manos”, para acto seguido concluir:
... Hay algo en mí que mis contemporáneos no soportan ni ven valioso, y eso creo que independientemente de mi desprecio y maledicencia y hasta del indudable peso de mis obras. En realidad, desde nuestros veinte años les escupí a la cara, y me han devuelto la injuria muchas veces como ellos hacen todo, a escondidas en lo oscuro, como morrongas viejas, y por lo pron-to inapelablemente.4
EL ÚNICO GRAN HOMENAJE que recibió Ricardo Garibay, aunque póstumo (y no en su siglo), fue el mejor que puede recibir un autor: la publicación de sus Obras reunidas, en diez volúmenes de una excelente edición, debida a cuatro personas: Rogelio Carvajal Dávila, Lourdes Parga Mateos, María Garibay y Vicente Leñero (coedición de Océano, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Gobierno del Estado de Hidalgo). El primer tomo apareció en 2001; el décimo, en 2005. Más de 5,500 páginas que muestran un escritor de primera. En ellas podemos dialogar, discutir y aun disputar con el invencible pugilista de nuestras letras. Lo que no podemos es negar su grandeza, su capacidad de transmutar el habla en literatura, la oralidad en honda escritura, cuya reciedumbre lo convirtió en uno de los mayores escritores del siglo XX mexicano.
No coincido del todo con la clasificación de géneros que se dio en algunos tomos, pero sé que es difícil delimitar el género de ciertas obras, abiertas a la pasión literaria que absorbió su vida, más allá de riendas o frenos y etiquetas. Por ello, en este artículo me centraré en los libros que, a mi juicio, son memorialistas por excelencia.
Entre éstos, Beber un cáliz es la obra maestra de Garibay, aun si tiene otras de altísimos vuelos. Se trata de biografía y autobiografía, aunque no exactamente novela: si acaso, vida novelada. Cuando los textos de las cuartas de forros de los libros estaban escritos con inteligencia y precisión, aunque sin crédito, leímos este párrafo, impreso en la contraportada de la primera edición:
Beber un cáliz no pertenece a las corrientes habituales de la literatura. No es cuento, no es novela, no es poema en prosa: es un testimonio verídico sobre el dolor de ver convertirse atrozmente en nada una antigua montaña de esplendores y angustias. Es la agonía del creador contemplada desde muchos ángulos, dibujada bajo muchas luces y sombras, maldecida y bendecida desde el centro mismo del estupor, del amor y el odio de la criatura. Libro singular, de páginas tensas y páginas hervidero de ahogos, elevada muestra de la literatura de nuestro tiempo.5
Para que se tenga una idea del desdén por la obra de Garibay cabe decir que transcurrieron catorce años para que se agotaran los tres mil ciento cincuenta ejemplares de la primera edición (1965) y apareciera la segunda, en 1979. A ésta, por sugerencia de su editor, Joaquín Díez-Canedo, el autor le añadió un remate de dos páginas. Una tercera edición se publicó en 1994 (tres mil ejemplares), con el remate de un párrafo fechado en septiembre de 1993. En tres décadas, una de las obras maestras de la literatura mexicana vendió, en promedio, trescientos ejemplares anuales.
AUNQUE EN LAS OBRAS REUNIDAS aparezca en el segundo tomo dedicado a sus novelas, Beber un cáliz es un libro inclasificable. Sus páginas están llenas de memoria: relatan la muerte del padre y la madre del escritor, don Ricardo Garibay Zendejas y doña Bárbara Ortega Céspedes. Por su importancia y exactitud, el párrafo de la cuarta de forros de la edición original se recupera, en la edición especial de 1994, para insistir en que este libro no es una novela sino la memoria, que va del 28 de mayo de 1962 al 23 de junio de 1963, en que el autor narra la terrible agonía y muerte de su padre y —hacia el final— la casi inmediata muerte de su madre.
José Emilio Pacheco llegó a decir que Beber un cáliz significa para la prosa mexicana lo mismo que Algo sobre la muerte del mayor Sabines, de Jaime Sabines, para nuestra poesía. Y no le falta razón, pese a que cada autor reniega de la literatura en su obra, pues el dolor y la pena son más grandes que la literatura misma, ahí donde el lenguaje no sirve para expresar lo que se sufre. Sabines apostrofa y se increpa en un paréntesis de la primera parte de su gran poema:
Me avergüenzo de mí hasta
[los pelos
por tratar de escribir estas cosas.
¡Maldito el que crea que esto
[es un poema!6
Garibay también escribió en Beber un cáliz: ¡Maldito el que crea que esto es una novela! Lo hizo con diferentes palabras, pero con igual intensidad en la vergüenza por su osadía de hacer literatura a partir del más íntimo sufrimiento: “Éste es dolor en serio, dolor sin poeta ni poesía”. Y luego: “Quién pudiera llevar a todo el mundo a ver lo que vi. Es mi torpeza; pero tampoco el idioma sirve”, para después culparse, avergonzarse, increparse, al igual que Sabines: “Perdóname, padre, a mí perdóname tú, de estar vacío, de ser palabras”.7
El Garibay que, en Beber un cáliz, describe la muerte de su padre (más que la de su madre), publica en 1982 el reverso de la moneda: Fiera infancia y otros años. Si el primero es el libro de la devoción (no exenta de cobardía, pero también de culpa), el segundo es su contraparte: el ajuste de cuentas con la infancia, en San Pedro de los Pinos, cuando el fantasma, el terror personificado, bestializado, es su padre.
Algo que ya anticipa en el prólogo de Beber un cáliz:
... No sé por qué las ramazones del pirul, que los vientos desgreñaban y zarandeaban para arrancarlas y hacerlas estallar en terribles pedazos, y el pétreo perfil de mi padre en su ir y venir formaban una sola cosa: el rostro de la fuerza y la cólera, el ceño y la melena del mal. Y yo era, de seis años en la enorme cama, ardor, cobijas lijosas, miedo.
El padre era el tirano, el opresor, el dueño del Poder, cuyas arbitrarias e inmensas manos hubieran podido partirme fácilmente el cráneo
Estábamos en la casa solos, él y yo. Él era un hombre colosal que oscurecía cuanto tocaba. Sus pasos cuando llegaba del trabajo, a mediodía, eran como avanzar de penumbras. Decía: “Qué hay, buenas tardes”, y su voz era una losa justo arriba de las cabezas de todos los hombres. Desde ese momento yo era su prisionero, mis horas se arrastraban ácidas y ahogadas hasta la mañana siguiente, cuando cerraba tras de sí el zaguán. Retumbando el zaguán él moría, el espacio se ensanchaba hasta las nubes y el sol brillaba alegremente.8
El padre era el tirano, el opresor, el dueño del Poder, cuyas “arbitrarias e inmensas manos hubieran podido partirme fácilmente el cráneo”.9 Ese prólogo, que hasta parece (¡pero sólo parece!) fuera de lugar en Beber un cáliz, es el disparador de Fiera infancia y otros años. El monstruo paterno pierde el Poder, se empequeñece y agoniza: se vuelve ruina y ya no infunde miedo a nadie, sino compasión y un extremo sentimiento de culpa en aquel hijo indefenso que lo odió y hasta deseó su muerte. Ya no hay gigante, ya no hay monstruo ni tirano, sino un agonizante anciano empequeñecido, pero lo que hay en el hijo no es festejo sino dolor, piedad y una inmensa y profunda culpa en la que se abisma bajo el peso terrible de Dios.
En 1966, unos meses después de haber publicado Beber un cáliz, durante su participación en el Palacio de Bellas Artes, dentro del ciclo “Los narradores ante el público”, Garibay habló de sus padres y abuelos; de los primeros elogió su amor por la lectura y la escritura. De su padre dijo: “Él leía como a nadie he oído mejor”; pero también confesó: “Mi infancia, mientras escribo esto, se me aparece bajo tres luces: el terror ante mi padre, la exasperación y la fatiga en el templo, la algarabía y la guerra en la calle. [...] Era yo vivaz y cobarde y vivía cercado de pesadillas”.10
DEJANDO APARTE PEDRO PÁRAMO, de Juan Rulfo (que siempre es una obra aparte), no hay en la literatura mexicana testimonios más vivos y profundos que los de Garibay en relación con el amor, la devoción, el rencor y el miedo hacia la figura paterna. Oda y elegía al mismo tiempo, pero también repulsión, en un país donde el Gobierno es el Padre (el Tlatoani: “Papá Gobierno”, “¡Que te mantenga el Gobierno!”, etcétera) y, la vida toda, paternalismo y patriarcalismo (ya iracundo, ya indulgente, ya demagógico) que finge ser compasión, caridad, filantropía, cuando es realmente yugo, caciquismo y despotismo.
Pero así como existe un paralelo entre Beber un cáliz y Algo sobre la muerte del mayor Sabines, lo hay también entre Fiera infancia y otros años y el excelente poema “Padre, Poder”, de Jorge Hernández Campos, en cuyos versos el padre es evocado desde la mirada del hijo niño, con odio y con temor, y luego, desde la mirada del hijo adulto, con compasión, no exenta de culpa, al verlo convertido en una ruina. Empieza así el poema:
Un tiempo creí que mi padre
[era el poder.
Cuánto le odiaba mi corazón
[de niño
por el pan, por la casa, por
[su paciencia,
por sus amantes,
por el odio revuelto de lujuria
que le dividía de mi madre;
pero sobre todo cómo
[le odiaba
por su certidumbre, por
[el peso
de cada su palabra, por el gesto
definitivo de su mano robusta,
por el desprecio de su sonrisa
[difícil.11
Y luego refiere la caída: la soledad del ahora pordiosero que suplica una migaja de amor:
... Hoy, mi padre tiene ochenta y cinco años y casi ciego va por entre los muebles, las manos por delante, / arrastrando los pies con pasitos de títere, / los pantalones, los mismos de hace treinta años, / flojos, como de pulchinela, en torno a las zancas raquíticas, / y ya no más seguro, ni vencedor, antes bien temeroso de la muerte que le hará tropezar con un palo de escoba, / cuando voy a verle ahora dice ¡hijo, qué bueno que llegaste, anoche soñé que vendrías! / y me explora la cara con sus dedos de guante.12
Lo que el medio literario nunca le perdonó como escritor (y que abarcó a su persona) fue no dejarse amedrentar, no intimidarse ante nadie y desdeñar a sus impugnadores: Nunca he podido convivir con los de mi oficio
EN FIERA INFANCIA Y OTROS AÑOS, Garibay evoca al niño lleno de pavor ante el padre que llega y es recibido por la madre, cómplice del ogro, que le entrega cuentas del cautivo:
—¡Así que nada, nada en todo el día! —qué odiosa voz ronca y dura, ha de tener un charco en la garganta, un sapo, charcos de lodo.
—Dejó tirados los cuadernos, el libro de la doctrina no aparece por ningún lado, se fue retobando un montón de groserías, ni para hacer un mandado siquiera. En la calle desde que te fuiste. Entró corriendo para plantarse en la ventana cuando vio que ya ibas a llegar —¿cómo puede mi madre ser tan cruel?, ¿no está viendo que me ahogo?
—¡Que busque el libro de la doctrina y se ponga a leer! ¡Dentro de poco será como uno de tantos vagos de allá afuera!13
Y, después del terror en la vigilia, o en medio del pavor permanente, las eternas pesadillas en el amargo y violento sueño:
Semejante a la noche baja una vez y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme en su recio aliento, que era como viento de agujas rojizo en mi nuca, en la base de mi lengua, en mi garganta.14
Testigos del derrumbe y la ruina del Padre Poder (recordemos cómo Pedro Páramo “dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”), Jorge Hernández Campos se conmueve y avergüenza (“hace ya mucho tiempo le perdoné / como espero que un día me perdonen mis hijos”), en tanto que el narrador asume duramente su pecado: “Mía es la culpa de que no haya nada, de que haya nada y en esta nada se haya venido diluyendo tu rostro, tu muerte, tu agonía, tu noche santa, tu amanecer”.
Otros libros magistrales del Ricardo Garibay memorialista son Cómo se pasa la vida (UNAM, 1975), ¡Lo que ve el que vive! (Excélsior, 1976), Tendajón mixto (Proceso, 1989), Cómo se gana la vida (Joaquín Mortiz, 1992), Paraderos literarios (Joaquín Mortiz, 1995), Oficio de leer (Océano, 1996) y De vida en vida (Océano, 1999). Son joyas de nuestra literatura memorialista del siglo XX. También Diálogos mexicanos (Joaquín Mortiz, 1975) y Chicoasén (SEP / Gernika, 1986), y hasta las “novelas” Taíb (Grijalbo, 1989), El joven aquel... (Océano, 1997) y Lía y Lourdes (Océano, 1998).
LO QUE EL MEDIO LITERARIO nunca le perdonó a Ricardo Garibay como escritor (y que abarcó a su persona) fue el hecho de no dejarse amedrentar, no intimidarse ante nadie y desdeñar a sus impugnadores con implacable sinceridad: “Nunca he podido convivir con los de mi oficio”.15 En Cómo se pasa la vida señaló: “Nada es provisional en los espaciosos espíritus mediocres”.16 Y definió “la injuria venida del inferior” como la “explosión de una burbuja de mierda”.17
En Reynosa, un periodista le preguntó por la literatura mexicana y él dijo: “Pequeñas mafias, amiguismos, grisura”. El reportero insistió: “¿Per-tenece usted a alguna de ellas?”, y él aclaró, burlesco: “No. No me aceptan. Antipatía rigurosa. O tal vez creen que soy estúpido”. El entrevistador aprovechó la oportunidad: “¿Qué piensa usted de ellos?”, y Garibay dio el golpe: “Son confusos, chatos y sobre todo huidizos ante sus deberes políticos y literarios”.18 En otro momento se define frente a ellos: “Yo soy mi oficio, na-da más, nada más que mi trabajo”.19
Aborreció la novela policiaca y admiró hasta la devoción a los grandes escritores de todos los tiempos, pero no sin retobos cuando discrepaba: ya fuesen Borges o Alfonso Reyes. Un día rompió con Carlos Pellicer, pese a la reverencia y gratitud que le tuvo. La anécdota de esta ruptura es imperdible:
Nunca hubo amistad a fondo entre él y yo, porque me cuidaba yo de su pederastia con mucha arrogancia y agresividad y él me las devolvía, y un día le grité: “¡vaya usted en serio al carajo!”, y él gritó: “¡cuando usted se baje de su pedestal de huacales!”, y desde entonces dejé de tratarlo.20
Esta imagen del “pedestal de huacales” aparece en varios libros de Garibay, aplicada a sus denostadores: fue su herencia pelliceriana. En la última página de Cómo se gana la vida insiste: “Lo único que festejo en mí, es mi lealtad al oficio”;21 experto en paradojas, nos dejó esta lección sobre la abundancia y la calidad en las letras:
... Literatura no es cantidad, qué va. Y, por supuesto, literatura es cantidad. Mientras aquí no escriban hasta los perros y no se publiquen mares de páginas inflamables, no vislumbraremos —sorpresas aparte— la natural obra maestra mexicana. Sí, calidad es cantidad. De la cantidad asciende la literatura.22
Su obra toda, vasta y portentosa, es prueba fiel de ello.
Notas
1 Juan Rulfo, Pedro Páramo (precedido de El Llano en llamas y seguido de El gallo de oro), edición especial, Fundación Juan Rulfo / Edito-rial RM / Gobierno de Jalisco, Guadalajara, 2011, p. 188.
2 “Leñero reivindica la figura humana y literaria de Ricardo Garibay”, El Informador, Guadala-jara, 4 de mayo, 2009.
3 Ricardo Garibay, Taíb, Grijalbo, México, 1989, p. 87.
4 Ibidem, pp. 119-120.
5 Ricardo Garibay, Beber un cáliz, Joaquín Mortiz, México, 1965, cuarta de forros.
6 Jaime Sabines, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, en Recuento de poemas 1950 / 1993, Joaquín Mortiz, México, 1999, p. 249.
7 Ricardo Garibay, Beber un cáliz, Joaquín Mortiz, México, 1965, pp. 64, 70, 149.
8 Ibidem, pp. 9-10.
9 Ibidem, p. 10.
10 Ricardo Garibay, Obras reunidas, volumen 8, Varia, Océano / Conaculta / Gobierno del Estado de Hidalgo, México, pp. 65, 66.
11 Jorge Hernández Campos, “Padre, Poder”, en La experiencia, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 60.
12 Ibidem, p. 62.
13 Ricardo Garibay, Fiera infancia y otros años, Océano, México, 1982, p. 8.
14 Ibidem, p. 45.
15 Ricardo Garibay, Tendajón mixto, Editorial
Proceso, México, 1989, p. 228.
16 _____________, Cómo se pasa la vida, UNAM, México, 1975, p. 292.
17 _____________, Tendajón mixto, op. cit., p. 78.
18 _____________, Cómo se pasa la vida, op. cit., pp. 279, 280.
19 Ibidem, p. 203.
20 Ricardo Garibay, De vida en vida, Océano, México, 1999, pp. 33-34.
21 _____________, Cómo se gana la vida, Joaquín Mortiz, México, 1992, p. 282.
22 _____________, Cómo se pasa la vida, op. cit., p. 100.